En 1991, en el valle del Côa, investigadores portugueses empezaron a documentar decenas de yacimientos prehistóricos al aire libre y a contabilizar cientos de grabados que se remontaban hasta el Paleolítico Superior, entre 30.000 y 12.000 años antes de nuestra era. No se informó de su hallazgo hasta 1994, tras un concienzudo estudio liderado por los mejores prehistoriadores y especialistas de la UNESCO. Pero entonces estalló una gran y doble polémica.
Primero, como ya había ocurrido un siglo antes con las pinturas de la cueva de Altamira, parte de la comunidad científica puso en duda que esas imágenes pudiesen ser tan antiguas. A nivel nacional, el descubrimiento de este patrimonio amenazó con frenar la construcción de una presa cuyos contratos ya habían sido firmados y que iba a sumergir la mayoría de los grabados. Fue el actual secretario general de la ONU António Guterres, entonces primer ministro portugués, el que decidió proteger el tesoro artístico a pesar de la elevada compensación que supuso abandonar el proyecto hidroeléctrico.
Los yacimientos del valle del Côa, sumados al salmantino de Siega Verde, forman, tanto por cantidad como por calidad, uno de los sitios más importantes a nivel mundial de arte rupestre paleolítico. Su descubrimiento provocó una revolución en la interpretación de las manifestaciones artísticas humanas y desde 2010 están protegidos como parte de la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO. En ese carácter revolucionario incide Arte sin límites: Côa y Siega Verde, una exposición temporal organizada por la Fundación Côa Parque y la Junta de Castilla y León y que aterriza ahora en el Museo Arqueológico Nacional —entre julio y octubre la muestra ya se pudo ver en el Museo de Arte Popular de Lisboa—.
"El arte al aire libre añade dos cuestiones muy importantes al estudio del arte rupestre", explica José Javier Fernández Moreno, comisario del montaje junto a Thierry Aubry, André Tomás Santos y Cristina Vega Maeso. "Entran a formar parte de la interpretación del paisaje, marcan lugares de paso o itinerarios, o lugares donde los grupos prehistóricos se reunían para hacer intercambios sociales o acuerdos; por otro lado, socializan el arte: las pinturas de las cuevas las hacían los chamanes o los 'iniciados', que eran intermediarios entre el grupo y los espíritus, los rituales mágicos. Estos grabados los ve todo el mundo".
Los estudios de los investigadores han confirmado que los habitantes del Paleolítico Superior produjeron el mismo tipo de imágenes —figurativas, sobre todo grandes animales herbívoros como uros, bisontes o un caballo de doble cabeza que se repite en Fasiseu y una cavidad de Salamanca— al aire libre y dentro de las cuevas. Y lo hicieron con las mismas herramientas, elaboradas a partir de materias primas líticas, cuyas fuentes de aprovisionamiento se encuentran en algunos casos a cientos de kilómetros de los lugares donde fueron halladas. El condicionante obvio para la conservación del primer grupo son las condiciones geológicas: la intemperie ha favorecido su pérdida.
Exposición interactiva
La exposición evidencia la importancia de los yacimientos situados en el valle del Duero, en la Raya hispano-lusa, como un testimonio único de una faceta de la creatividad humana. Unos 800 paneles decorados se han identificado a lo largo del valle del Côa y en Siega Verde. Ese significado, materializado en una gran piedra que actúa como frontera y sobre la que se van proyectando distintos grabados, se articula en el epicentro de un montaje que exhibe herramientas originales utilizadas en ese periodo de transición entre los últimos neandertales y los primeros Homo sapiens —una de las piezas más llamativas es la recreación de una azagaya, un arma de caza que se podía lanzar a un centenar de metros, y todos los materiales necesarios para su elaboración—.
[Hallada una mano de bronce con la inscripción más antigua en lengua vasca que se conoce]
Siendo una muestra pequeña, también hay que decir que es una caja de sorpresas, especialmente por la gran cantidad de recursos interactivos. Primero, el visitante ha de coger una linterna de luz ultravioleta para ir descubriendo imágenes antropomorfas por todas las paredes, como si fuese un arqueólogo en medio de la naturaleza. Al principio, en el espacio donde se reconstruye cómo vivía una comunidad del Paleolítico Superior —qué vestían, qué comían, cómo hacían las representaciones artísticas, las condiciones en las que habitaron o cómo se organizaban en pequeños grupos de 15-20 personas—, se proyecta una reconstrucción real, animada, de una de estas familias.
La inmersión en el arte paleolítico de Côa y Siega Verde no puede ser material: los grabados siguen in situ, conservados simplemente bajo los azares del clima. Como solución para conocer todo este patrimonio, la muestra ofrece una pared interactiva en la que conocer las excavaciones que se han desarrollado en multitud de yacimientos y observar las principales imágenes, como esa cabra montés de estilo aziliense de Fasiseu sobre la que se superpuso un guerrero de la Edad del Hierro. Es como estar navegando en un ordenador, en una base de datos, en la pared de un museo. La exposición se cierra invitándonos a pensar en una idea provocativa: el arte rupestre no se extinguió con el cambio de era y el avance de la civilización. El ser humano lo ha seguido practicando hasta hace muy poco como forma de expresión.