Ivy Litvínov, la esposa del futuro ministro de Asuntos Exteriores ruso, aseguró al llegar a Rusia en los compases finales de la guerra civil que tras el triunfo de los revolucionarios las "ideas" lo serían todo y que las "cosas" no tendrían mayor relevancia. Pero en la década de 1930 el escenario era completamente diferente por culpa de la transición hacia una economía de planificación centralizada: las cosas se convirtieron en una necesidad de extrema importancia por la sencilla razón de que resultaba difícil conseguirlas. En esos años no se hablaba de "comprar" algo, sino de "conseguir" ese algo. El pan, el alimento básico por excelencia, es un ejemplo paradigmático.
La población soviética ya se mostró alarmada por la escasez imperante antes de la gran hambruna que arrasó los campos ucranianos entre 1931 y 1934, provocando más de cuatro millones de muertos. "Es común que la esposa de un trabajador pase el día haciendo fila, que el esposo regrese a casa del trabajo y que la cena no esté preparada, y que todo el mundo maldiga al poder soviético", rezaba un resumen realizado por Pravda de las cartas de los lectores. Pero la recurrencia más grave y generalizada de las colas por una mísera hogaza se produjo en el invierno y la primavera de 1936-1937 debido a la fallida cosecha del verano anterior.
Así se lo contaba una madre de una localidad al sureste de Moscú a su hija: "Hay un pánico horrible en relación con el pan aquí. Miles de campesinos duermen a la entrada de las panaderías; vinieron a Penza en busca de pan desde doscientos kilómetros de distancia. Es un horror indescriptible. (...) La temperatura era inferior a cero grados y siete personas muerieron congeladas para llevar pan a su casa. Destrozaron el vidrio de la tienda, rompieron la puerta".
La situación se repetiría en todo el país en 1939-1940. Un ama de casa del Volga le escribió a Stalin: "Iósif Vissariónovich, ha comenzado algo terrible. En cuanto al pan, hay que ir a las 2 horas y esperar hasta las 6 para recibir dos kilos, de centeno". El caso de un obrero de los Urales fue todavía más extremo: en su ciudad había que esperar casi 12 horas para lograr unas miguitas. La ropa, el calzado y todo tipo de bienes de consumo eran todavía más escasos que los alimentos básicos.
El ideal de vida socialista también desembocó en las viviendas comunitarias de las ciudades, con un familia por cuarto, sin privacidad y bajo la vigilancia constante de los vecinos, que podían ser borrachos, alborotadores e incluso informantes de los servicios secretos. La forma estándar era descrita así: "La habitación no tenía agua corriente; la presencia de sábanas o cortinas indicaba las subáreas donde dormían y se sentaban dos o tres generaciones de una misma familia; en invierno, la comida colgaba en bolsas de las ventanas. Los lavabos, inodoros, bañeras e instalaciones de cocina compartidas estaban en tierra de nadie".
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El fatalismo, la pasividad, la sensación de que el individuo no podía controlar su destino, la escasez o la imprevisibilidad fueron las actitudes y miedos que gobernaron el día a día de los ciudadanos rusos en los primeros años del estalinismo. "Estábamos mejor antes", decía mucha gente en relación a la época de la nueva política económica o incluso bajo el gobierno de los zares. Un desalentador y terrible escenario social que radiografía la historiadora Sheila Fitzpatrick en La vida cotidiana durante el estalinismo, un estudio clásico reeditado ahora por Clave Intelectual que enfrenta el resultado de las grandes reformas estatales con la experiencia individual, marcada por las penurias.
"El Homo Sovieticus surgido en los años treinta era una especie cuyas habilidades más desarrolladas incluían cazar y recoletar bienes escasos en un entorno urbano", resume la autora. "Era una vida de desastres fortuitos y múltiples irritaciones e inconvenientes diarios, desde las horas perdidas en las filas y la falta de privacidad en los departamentos comunitarios hasta la grosería burocrática y el papeleo y la abolición, al servicio de la productividad y el ateísmo, de un día de descanso común". No obstante, también enumera situaciones en las que la postura de "conformidad pasiva y obediencia externa" se alteraba por "cierto grado de escepticismo" sobre las directrices más serias del régimen.
El periodo presenció la supresión de la religión, el surgimiento de una nueva clase privilegiada, la vigilancia policial y las grandes purgas de 1937-1938 —algunas personas se negaron a aceptar un ascenso por las mayores responsabilidades y peligros que conllevaba—. Pero la causa principal de las críticas era económica porque la gente vivía mal. En 1933, el peor año de la década, el trabajador casado promedio en Moscú consumía menos de la mitad de la cantidad de pan y harina que había consumido su par en San Petersburgo a principios de siglo y menos de dos tercios de la cantidad de azúcar. Su dieta incluía cero grasas, muy poca leche y fruta y tan solo una quinta parte de la carne y el pescado.
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"Pese a sus promesas de abundancia futura y a la propaganda masiva de sus logros actuales, el régimen estalinista hizo poco para mejorar la vida del pueblo en la década de 1930", sentencia Fitzpatrick, gran especialista en la historia soviética. Una ley laboral de 1940 ordenaba el despido e imponía sanciones penales a todo trabajador o empleado que llegara veinte minutos tarde a cumplir sus cometidos, algo nada extraordinario teniendo en cuenta la poca fiabilidad del transporte público o la imprecisión de los relojes soviéticos.
El libro de la historiadora, en el que describe una amplica gama de prácticas cotidianas, como "conseguir" bienes de manera legal e ilegal, el cálculo del espacio para vivir en un puñado de metros cuadrados, las peleas en los departamentos comunitarios, las quejas contra los funcionarios y los privilegios, los chivos expiatorios, los matrimonios "libres" o las mentiras sobre el origen social, derriba esa famosa frase de Stalin de 1935 repetida hasta la saciedad por la propaganda: "La vida ha mejorado, camaradas; la vida se ha vuelto más alegre". Para millones y millones de personas, el proyecto socialista fue una utopía en la que solo importaba sobrevivir.