Michael Sinclair, un teniente pelirrojo británico de veinticinco años del 60.º Regimiento de Rifles del Rey, llevaba cuatro meses estudiando a fondo al sargento primero Gustav Rothenberger, uno de los comandantes de la prisión nazi de Colditz: sus andares, las posturas, el acento sajón, la rutina y hasta los insultos que vomitaba cuando estaba furioso. La cálida noche del 3 de septiembre, el joven inglés, que hablaba alemán de forma fluida y destacaba como actor amateur, apareció en la terraza con un bigote postizo y un falso uniforme de brigada de la Wehrmacht. La operación "Franz Josef" —así llamaban los prisioneros al guardia de mostacho y patillas pobladas por su semejanza al emperador austro-húngaro— acababa de comenzar.
El vello facial que lucía Sinclair, apodado el "Zorro Rojo", estaba hecho con pelos de brocha de afeitar teñidos de rojo y gris con acuarelas del economato de la cárcel y unidos con pegamento. La ropa militar, igual que la de sus escoltas, se había cosido utilizando sábanas. La Cruz de Hierro que destacaba en el pecho era zinc del tejado moldeado con un cuchillo de cocina caliente. La funda de la pistola era de cartón, bruñida con abrillantador para botas, y de ella asomaba un trozo de madera que trataba de asemejarse a la culata de una Walther P30 de 9 mm.
Al acercarse al primer centinela, le dijo: "Se está produciendo un intento de fuga en el flanco oeste. Informe a la caseta de los centinelas inmediatamente". Este saludó, chocó los tacones y dio media vuelta. El primer paso estaba completado. En el plan de escape del imponente castillo gótico que dominaba un aletargado pueblo del este de Alemania y que en 1939 se había reconvertido en un campo especial para encerrar a los oficiales enemigos denominados deutschfeindlich u hostiles hacia el Tercer Reich perseguía liberar a 35 presos. Cuando Sinclair abriese la puerta, debían bajar por las paredes con sus documentos falsificados cruzando unos barrotes serrados cuidadosamente durante varios meses.
Sin embargo, en el último sector, uno de los dos guardianes titubeó y se negó a abandonar su puesto como le había indicado Sinclair/Rothenberger. El pase de salida que le mostraba no encajaba con el color diario. Al examinarle fijamente, descubrió el engaño: levantó su rifle, activó la alarma y ordenó a los tres presos disfrazados que pusieran las manos en alto. Rápidamente apareció un oficial de servicio con otros dos hombres. No hay unanimidad en los relatos sobre lo que ocurrió a continuación, pero el británico acabó con un tiro en el pecho.
Así arranca el último libro del escritor y periodista Ben Macintyre, autor de fascinantes obras de no ficción relacionadas con el mundo el espionaje y la II Guerra Mundial. Titulado Los prisioneros de Colditz y traducido ahora al español por Crítica, es la historia de una de las cárceles más famosas de la historia —ha protagonizado desde una serie de la BBC hasta videojuegos— a través del variopinto grupo de militares, "la flor y nata de las fuerzas armadas profesionales" de los aliados, que la protagonizaron.
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Macintyre explica que frente a la mitificación de Colditz como un escenario donde coincidieron estoicos prisioneros que desafiaron a los nazis cavando túneles para escapar del sombrío castillo —fue el campo en el que más intentos de fuga se registraron—, su relato presenta un ecosistema que en realidad fue mucho más complejo. Uno de los reos definió el ambiente de la cárcel alemana como "una Europa en miniatura". El autor defiende que era "una réplica en miniatura de la sociedad de preguerra, pero más extraña", donde imperaron las divisiones de clase, políticas, sexuales y raciales.
No todos los prisioneros de Colditz encajan en el arquetipo del oficial blanco y valeroso aliado. Birendranath Mazumdar era un médico indio que se enroló en el Ejército británico y fue capturado en Francia. Pero nunca se adaptó porque no se lo permitieron. Sus camaradas ingleses le asignaron la litera superior de la parte trasera de la buhardilla más alta, le tacharon de espía alemán y fue aislado de los planes de fuga. "¿Tú? ¿Escapar de aquí con esa piel marrón?", le espetó en una ocasión un coronel.
El antisemitismo también hizo acto de presencia en el castillo, y no solo por la creencia nazi de la superioridad aria. A finales de junio de 1941, algunos altos mandos franceses exigieron que sus compatriotas judíos fueran segregados de los gentiles y retenidos en otra zona de la instalación. Los alemanes, intuyendo la utilidad propagandística de la petición, aceptaron y confinaron a este grupo, que incluía al fijo del primer ministro francés Léon Blum, en una buhardilla abarrotada que fue bautizada como "el gueto".
La lista de cautivos a los que los alemanes denominaron Prominente —importantes por nacimiento o posición social— la inauguró Giles Romilly, el sobrino de Wiston Churchill. Era un férreo comunista que se dedicó a impartir charlas sobre teoría marxista que escandalizaron a los reclusos más conservadores. El célebre comandante de aviación y doble amputado Douglas Bader, el prisionero más famoso de Colditz, impidió a otros oficiales de la RAF que le escuchasen.
La extraordinaria y vívida crónica que firma Ben Macintyre —su gran virtud es el preciso retrato humano que logra dibujar de cada personaje— está jalonada por los comentarios del teniente Reinhold Eggers, el principal cronista alemán de Colditz y un hombre "civilizado, puntilloso y anglófilo" que llegaría a convertirse en jefe supremo de seguridad de la prisión.
Aunque en el subtítulo del libro en su versión en español se hable de "la más inexpugnable fortaleza nazi", en Colditz entró todo tipo de material de contrabando: tableros de ajedrez que escondían una tarjeta de identidad falsa, brújulas minúsculas que se colaban dentro de una nuez, dinero alemán insertado en discos de gramófono, raquetas de bádminton con mapas... Ingeniosas ayudas que en la mayoría de ocasiones se gestaban a través de paquetes de la Cruz Roja.
Macintyre asegura que los presos llevaban una vida tremendamente aburrida, pero también presenta escenas lúdicas y sorprendentes. Obras teatrales, conciertos, pantomimas, partidos de fútbol, voleibol o rugby que en algún caso sirvieron como tapadera para organizar fugas, e incluso la organización de unos "Juegos Olímpicos" en agosto de 1941, contribuyen a desmentir también esa imagen de Colditz como una escalofriante prisión nazi. "Un inventor frustrado ideó el 'lascivoscopio', un telescopio casero que podía utilizarse para observar a las jóvenes de la ciudad, algunas de las cuales, servicialmente y tal vez a sabiendas, se desnudaban delante de la ventana o tomaban el sol al aire libre", cuenta.
En el capítulo de fugas rocambolescas, seguramente el intento más descabellado fue el llamado "Gallo de Colditz", un planeador que sería catapultado desde el tejado de la prisión y se fabricó con seis mil trozos de madera, somieres metálicos, cables de teléfono robados y fundas de colchón. No se queda atrás Emile Boulé, un oficial calvo de 45 años que trató de escapar vestido de mujer alemana con peluca y falda.
El escocés Peter Allan fue el primer recluso británico en lograr salir del castillo por su propio pie. No lo consiguió por su destreza, sino por su diminuto tamaño: lo metieron en un colchón lleno de paja putrefacta y lo cargaron en un camión con otros dos jergones encima. Aunque el que abrió la veda de las fugas fue el teniente francés Alain Le Ray, un montañero experimentado del cuerpo de infantería alpina que había sido herido y capturado durante la batalla de Francia.
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¿Y qué ocurrió con el teniente Michael Sinclair? Logró recuperarse del balazo e incluso se lanzó a un nuevo intento de fuga el 25 de septiembre de 1944 saltando la valla perimetral. Fue un movimiento a la desesperada, y aunque los guardias dispararon a regañadientes después de varias advertencias y sin intención de matar, un tiro impactó en su corazón. "Si existe un Valhala para los héroes de cualquier nación, si quienes van allí son hombres valientes, si su determinación se deriva de un solo motivo y ese motivo es el amor por su país, en nuestra tradición germánica, el Valhala es el lugar de reposo del teniente Mike Sinclair", escribió Reinhold Eggers como homenaje.