Leonardo da Vinci (1452-1519) nació como hijo de una moza de quince años que probablemente ejercía como sirvienta o esclava en la casa de su padre. El genio renacentista creció en la casa de su progenitor, cuya esposa era Albiera degli Amadori, una joven perteneciente a una rica familia florentina que le trató con la ternura de una madre. Muerta durante su primer parto, Leonardo tendría tres madrastras más a lo largo de su vida. Con la última, Lucrezia Guglielmo Cortigiani, el pintor también mantuvo una relación cariñosa que lo llevó a decir que esta era una "dulce y muy querida madre". En su biografía sobresale además otra figura femenina, la de la abuela Nonna Lucia, quien lo introdujo en las artes y quien en realidad se ocupó de él.
A juicio de de María Jesús Fuente Pérez, catedrática emérita de Historia Medieval de la Universidad Carlos III de Madrid, en la vida de Da Vinci aparecen varias "madres" que representan los tipos que definen la maternidad medieval: una moza embarazada por el señor de la casa donde trabaja; una madre a quien no permiten ocuparse de su hijo; una mujer estéril que trata al niño como si fuese suyo y que, en su intento por tener descendencia, muere de parto; otra esposa del padre que muestra ternura hacia el joven y así lo aprecia él; y una abuela que se encarga de la educación y le inculca los principios que lo llevarían a ser un gran genio.
Hay un cuadro pintado por Leonardo que también permite contemplar una "síntesis" de la maternidad en la Edad Media. Se trata de la escena de Santa Ana, la Virgen y el Niño (ca. 1500). La pregunta más desconcertante del lienzo es por qué a santa Ana la representó como una mujer joven, no mayor que María. La respuesta que dio Sigmund Freud, y que comparte la historiadora, es que detrás de la abuela se esconde en verdad la imagen de la madre biológica de la que el artista no pudo disfrutar y a la que coloca una sonrisa que remite a su obra maestra: La Gioconda. El retrato fue un encargo del esposo de Monna Lisa tras el nacimiento de uno de sus vástagos.
"Su sonrisa, como las de santa Ana y la Virgen, muestra la satisfacción de una madre cuando contempla a sus pequeños", escribe Fuente, investigadora especializada en la historia de las mujeres, en la coda de su nueva obra, La luz de mis ojos (Taurus), título que hace referencia a las palabras que pronunció la campesina Tamaula al describir lo que sentía al referirse a sus hijos.
Se trata de un ensayo original, que combina la profundidad académica y el extraordinario manejo de multitud de fuentes primarias con una celebrable narración divulgativa, sobre qué significaba ser madre en la Edad Media, en el periodo que se extiende entre los siglos V y XV. La principal hipótesis del ensayo es que en el Medievo se definieron las nociones más esenciales sobre la maternidad. Fue, resume la autora, "la etapa creadora de un modelo de madre que se iría articulando, para después perdurar y llegar hasta el siglo XX".
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El espejo de la virgen María
A través del análisis de las tres etapas fundamentales —concebir, parir y criar—, María Jesús Fuente traza un paisaje fascinante sobre las complejidades de la maternidad medieval: las formas de pensar las relaciones hombre-mujer, la sexualidad femenina, los preceptos de la Iglesia sobre concepción y amor conyugal, los problemas del parto y el posparto, uno de los trances vitales más peligrosos para ellas, o las distintas funciones de las madres, tanto las de las capas más elevadas de la sociedad como las de los grupos menos favorecidos.
La obra se abre con la singular historia de la rebelde Margarey Kempe (1373-1438), autora de la primera autobiografía en lengua inglesa y madre de 14 hijos. Tras su primer parto, vivió atormentada durante ocho meses por una serie de visiones que tenían como protagonista al demonio. Salvada por la intervención de Cristo, logró romper la relación marital que mantenía y empezó a peregrinar a los lugares santos. Sorprendentemente, no se despidió de sus hijos en sus memorias.
Como ella, Brígida de Suecia (c. 1302-1373) abandonó a sus ocho hijos, en plena pandemia de peste negra, para seguir el camino de la espiritualidad. Se convirtieron en ejemplos paradigmáticos de las madres castas, en el reflejo del modelo sensible y sagrado encarnado por la virgen María, espejo para las mujeres cristianas medievales.
Fuente recoge muchos ejemplos de mujeres que no quisieron ser madres —las páginas dedicadas a las historias de monjas embarazadas que perdieron su feto por el favor de algún santo en un aborto "milagro" son fabulosas— y otros tantos que sí, detallando y analizando una importante muestra de casos que permiten iluminar la realidad sobre este tema. Además, recoge y comenta un iluminador corpus gráfico sobre los distintos tipos de parto —también se practicaban cesáreas— o las primeras tareas de las madres.
Pero al final, las mujeres medievales carecían de algo fundamental: libertad a la hora de elección. Las reinas europeas, como Violante de Aragón (1236-1300), esposa de Alfonso X el Sabio, se vieron sometidas a una presión enorme para engendrar herederos. En su caso, contrajo matrimonio cuando no había cumplido los trece años. Como el embarazo no llegaba, se empezó a especular sobre su esterilidad, e incluso se envió una embajada a Noruega para encontrar una nueva princesa. Al final, trajo al mundo a once hijos. Esa era, según la mentalidad de la época, su misión fundamental.