Manuel Godoy veía al fin satisfechas sus aspiraciones. Napoleón Bonaparte le había concedido su ansiada independencia política. El esperpéntico tratado de Fontainebleau, firmado el 27 de octubre de 1807 por dos subalternos, confirmaba la idea de la tripartición de Portugal: el norte de país —reino de Lusitania— se entregaba a los antiguos reyes de Etruria como compensación por sus territorios italianos anexionados por el emperador francés; la zona sur pasaría a ser gobernada por el príncipe de la Paz como Principado de los Algarves; y la centro, con Lisboa, veía su destino aplazado, si bien el acuerdo garantizaba la primacía gala. La parte secreta del documento incluía la entrada en España de dos contingentes militares de la Grande Armée de 28.000 y 40.000 hombres.
El favorito de Carlos IV y María Luisa de Parma, el joven guardia de Corps que en apenas cinco años protagonizó una carrera meteórica, quedando solo por debajo de los reyes en el escalafón del reino, había pagado un precio altísimo por su puñado de tierra. Estaba cegado por la ambición. El día 16 le había ordenado a su enviado suscribir "el tratado que Su Majestad Imperial y Real tenga por conveniente dictar". Una claudicación total ante Napoleón. "[Godoy] es un bribón que él mismo me abrirá las puertas de España", había vaticinado el militar, coronado ya por sus triunfos en Austerlitz o Jena.
Talleyrand, el ministro de Exteriores, había resumido con suma claridad el objetivo de la maniobra napoleónica: "Para conquistar España sin hacer un solo disparo, solo había un medio: introducir bajo la apariencia de la amistad fuerzas suficientes para prevenir o reprimir en todo lugar la resistencia".
El tratado de Fontainebleau en realidad nunca llegó a estar vigente ni a ejercer el menor impacto jurídico. Godoy solo fue príncipe de los Algarves in péctore por mucho que colmase de halagos al corso definiéndose como "el más sincero y respetuoso de sus admiradores". "Pero fue la legitimación, otorgada por Godoy y mantenida en secreto, de la plena libertad de Napoleón para invadir la península. El emperador ni siquiera esperó a que tuviese lugar la firma. Antes, con la coartada de dirigirse a Portugal, sus tropas ya cruzaban la frontera española", sentencia Antonio Elorza en Un juego de tronos castizo (Alianza).
En su nueva obra, el historiador y profesor emérito de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid reconstruye al milímetro la cronología de la relación entre Godoy y Napoleón, abierta a finales de 1804 mediante el establecimiento de una línea de comunicación personal y secreta —por encima de sus respectivos gobiernos y en cuyo marco resolverían las grandes cuestiones en las que estuvieran implicadas la monarquía y el imperio— y en torno a una animadversión compartida hacia la princesa María Antonia de Nápoles, primera esposa del príncipe Fernando, que murió en mayo de 1806 en "extrañas circunstancias".
Pero Elorza indaga también en los entresijos de la Trinidad, ese singular triángulo conformado por la reina María Luisa, el rey Carlos IV y el valido Manuel Godoy en el que se dirimieron las dinámicas de poder, traiciones y ambiciones que acabarían por poner en bandeja el país a un cuarto personaje extranjero, Napoleón Bonaparte, triunfante de este juego de tronos a pesar de que, como confesaría él mismo en su ocaso, "fue la úlcera española" lo que lo derrotó.
El historiador, frente a lo que han apuntado otros investigadores, considera que hay razones más que suficientes para dar por cierta la hipótesis de que Godoy fue amante de la monarca y que su amorío arrancó cuando aún reinaba Carlos III. La prueba más fehaciente, señala, es el físico del infante Francisco de Paula, nacido en marzo de 1794 y que se convirtió en el sujeto de todo tipo de comentarios por su "indecente parecido" con su supuesto padre, el príncipe de la Paz. En el catálogo de las más de novecientas obras de arte que atesoró el almirante general de España y de las Indias hay un cuadro que representa al "hijo de Su Alteza Serenísima": en enero de 1808, cuando se pintó, Francisco de Paula tenía 13 años y era el único vástago que puede responder al retrato y que Godoy habría querido mostrar a su lado.
Cruzar el Rubicón
La esperanza y confianza de Godoy fue toreada por Napoleón manteniendo en todo momento sus sueños como meras ilusiones ficticias. Esperaba un trozo del botín europeo que el emperador galo estaba obteniendo al desarmar a los Borbones y repartiendo entre sus hermanos. Sin embargo, la realidad consistía en que el corso odiaba al príncipe de la Paz, a quien consideraba "el horror de la nación" y a cuyo frente estaba como "un mayordomo de palacio".
"Napoleón se da cuenta de que le basta con agitar delante de Godoy el cebo de su ascenso a una realeza o a una regencia para que el favorito pierda de vista los retrocesos a que empuja a España, en detrimento de su soberanía", analiza Antonio Elorza. Captó desde el primer momento las intenciones del valido: sentarse en un trono de cualquier modo y a cualquier precio.
Eugenio Izquierdo, una naturalista que había dirigido el Real Gabinete de Historia Natural, fue el agente de Godoy en París. Era miembro de la logia masónica Neuf Soeurs, estaba bien introducido en medios culturales y políticos del naciente Imperio francés y mantenía una estrecha relación con el conde Bernard de Lacépède, nombrado gran canciller de la Legión de Honor en 1803 por Napoleón.
La relación entre Napoleón y Godoy estuvo caracterizada por un telón de fondo de naturaleza económica. En octubre 1803, España contrajo una enorme deuda con Francia que le permitió permanecer neutral en la guerra contra Inglaterra a cambio de una cuantiosa subvención mensual (seis millones de libras).
El príncipe de la Paz manifestó de forma ambigua sus aspiraciones al emperador en una carta fechada el 1 de marzo de 1806, en la que ponía en las manos de su interlocutor elegir entre sus dos destinos, el de la felicidad en la aldea y el del poder. Napoleón no aceptó ese juego y exigió una decisión precisa: "O quiere retiro con seguridad a su persona o vida política independiente". Izquierdo le resumió en que cruzaba el Rubicón o debía "separarse de todo".
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El momento de mayor ficción se registró en octubre de 1806, cuando Godoy ordenó una movilización general, similar según él a otras anteriores "en circunstancias menos arriesgadas que las presente" y con el objeto de que los llamados a filas, unos 80.000 hombres, "sirvan y defiendan a su patria todo el tiempo que duren las urgencias actuales, volviendo después llenos de gloria". En el país vecino se interpretó este movimiento como una llamada a las armas contra Francia.
"El enfado ante la proclama llevará más adelante a Napoleón a utilizarla como coartada para la invasión, transfiriendo de Godoy a toda España la responsabilidad de la supuesta declaración de guerra", señala Elorza. Meses más tarde, el emperador, atento ante los peligros del rearme español, exigió a principios de 1807 el envío de 14.000 soldados peninsulares para reforzar al Ejército francés en su guerra contra Rusia —su destino acabaría siendo Dinamarca—.
Hay una frase de Napoleón que resume a la perfección el objetivo de su pacto con Godoy: "Puedo servirme de él, pero no tengo hacia él sino desprecio". La escribió en 1802. El favorito, el príncipe de la Paz, caído en desgracia el 17 de marzo de 1808 como resultado de la asonada popular que estalló en Aranjuez, fue su marioneta para invadir la Península Ibérica, a la postre uno de sus grandes errores geoestratégicos. Lo diría más tarde el canciller Étienne-Denis Pasquier: "En este tratado establecido en Fontainebleau se encuentra escrita de antemano toda la historia de las desgracias de España, de la nefasta guerra de la cual fue teatro y de los acontecimientos que provocaron la ruina de Napoleón".