La batalla de Stalingrado, según los soldados nazis: soñar con pasteles entre cadáveres
El investigador Jonathan Trigg ofrece una nueva aproximación a este decisivo choque (agosto de 1942 - 2 de febrero de 1943) a través de los ojos de los combatientes alemanes.
28 marzo, 2023 02:07A las puertas del invierno, en noviembre de 1942, la sensación que predominaba en el alto mando nazi era de que la batalla de Stalingrado por fin estaba a punto de acabar. Friedrich Paulus, el comandante del Sexto Ejército, envió un mensaje de felicitación a sus exhaustos soldados: "La ofensiva de verano y otoño ha terminado con éxito (...) Las acciones de los mandos y la tropa pasarán a la historia como un episodio especialmente glorioso". Hitler incluso llegó a encargar un escudo de campaña especial que se concedería a todos los veteranos del enfrentamiento.
Sin embargo, ese optimismo no era compartido por un anónimo Landser —término alemán para referirse a un soldado de infantería de primera línea— que escribió a su casa desde la miseria de una trinchera cavada entre los escombros de la ciudad a orillas del Volga: "No os preocupéis, no os enfadéis, porque cuanto antes esté bajo tierra, menos sufriré". Su rabia era evidente, como si estuviese presagiando la devastadora y audaz contraofensiva lanzada pocos días después por el Ejército Rojo, la Operación Urano, que cambiaría el sino de la II Guerra Mundial. "A menudo pensamos que Rusia debería capitular, pero esta gente inculta es demasiado estúpida para darse cuenta".
Por primera vez en el conflicto germanosoviético, una ciudad se había convertido en el centro neurálgico de una gran batalla. La toma de Stalingrado había consumido por completo al 6. Armee, el ejército de campaña más poderoso de la Wehrmacht. En cuatro meses se había transformado en una frágil espada demasiado mellada. Un joven oficial de primera línea describía así, con una enorme crudeza, el fragor de los combates:
"Con los rostros empapados en sudor nos bombardeamos unos a otros con granadas en medio de explosiones, nubes de polvo y humo, pilas de argamasa, ríos de sangre, pedazos de muebles y de seres humanos (...) Imagínate Stalingrado, 80 días y noches de lucha cuerpo a cuerpo. Las calles ya no se miden en metros, sino en cadáveres. Stalingrado ya no es una ciudad. Por el día es una gigantesca nube de humo cegador y abrasador, un horno enorme iluminado por la reflexión de las llamas; cuando se hace de noche (una de esas noches sangrientas, ruidosas y muy cálidas) los perros se lanzan al Volga e intentan desesperadamente nadar hasta la otra orilla; para ellos, las noches en Stalingrado son un horror. Los animales huyen de este infierno, las piedras más duras no lo pueden soportar, solo los hombres aguantan".
Las tropas nazis revivían las pesadillas inculcadas en todo niño alemán por sus padres y maestros. "Stalingrado es el infierno en la tierra. Es Verdún, es el maldito Verdún con nuevas armas. Atacamos cada día. Si capturamos 20 metros por la mañana, los rusos nos expulsan de ahí por la tarde", narraba un suboficial.
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Un sargento de una división de infantería hablaba a sus familiares sobre "días y noches de resignada desesperación (…) el temor insuperable que sigues aceptando aunque tu cerebro ya no funcione con normalidad". Tras confesar que había sobrevivido a una "carnicería", pidió a los suyos que leyeran "sobre la guerra de pie, entrada ya la noche, cuando estéis cansados, tal como yo estoy escribiendo ahora mismo, al amanecer, mientras se me pasa el ataque de asma (...) escribiendo en un agujero en el fango".
A lo más hondo de la agonía humana, del horror, de la destrucción total, es a donde nos arrastra Jonathan Trigg, reconocido autor sobre la II Guerra Mundial y antiguo oficial del Ejército británico, en Stalingrado. La batalla vista por los alemanes (Pasado&Presente). Todos esos sentimientos, esos temores, los resume la carta de otro Landser: "Al menor susurro, aprieto el gatillo de la ametralladora y disparo ráfagas de balas trazadoras (...) Si tan solo pudieras entender lo que es el terror…". Siguiendo la misma fórmula ya empleada en obras anteriores, como las dedicadas a la Operación Barbarroja, el desembarco de Normandía o la derrota final nazi en Berlín, el experto en la maquinaria bélica del Tercer Reich reconstruye el decisivo choque tal como lo vieron los alemanes y sus aliados.
Final espantoso
Trigg ahonda de forma vívida en el nuevo paisaje bélico, urbano, al que se vieron empujados a combatir las tropas de la Wehrmacht, y todos los desafíos y trucos planteados por los soviéticos en su particular Rattenkrieg para sostener como fuese sus posiciones. "Practicaban orificios entre las buhardillas y los desvanes y durante la noche regresaban a toda prisa como ratas por las vigas y situaban sus ametralladoras detrás de alguna de las ventanas superiores o alguna chimenea derrumbada", recordaba un soldado.
Una de las grandes pesadillas para los alemanes en Stalingrado fueron los francotiradores rusos, con Vasili Záitsev a la cabeza, un antiguo oficinista de la marina que había aprendido a disparar cazando lobos y venados en sus Urales natales y que se cobró más de dos centenares de presas. El soldado Arthur Krüger resumía así el terror a los tiradores de precisión enemigos: "Andar por ahí de día era suicida".
El investigador, muy crítico con las decisiones del "quisquilloso" Paulus, dedica gran parte de su obra a subrayar las carencias logísticas de los nazis, sobre todo la escasez de combustible, munición y comida. Durante los 71 días —entre el 24 de noviembre de 1942 y el 2 febrero de 1943, fecha de la rendición— que duró el puente aéreo, la Luftwaffe apenas pudo entregar al rodeado Sexto Ejército un tercio de los requisitos mínimos diarios. "Estoy agotado, pero no puedo dormir por la noche; en cambio sueño con los ojos abiertos, sueño con pasteles, pasteles, pasteles", alucinaba un Landser. "Tan solo peso 42 kg, nada más que piel y huesos, un muerto viviente", sentenciaba otro.
A los heridos, como el cabo Eitel-Heinz Fenske, rasgado por 48 fragmentos de metralla, los rescataban como buenamente podían: "Nos envolvieron en los llamados sacos de transporte aéreo, sacos de papel de tres capas de unos dos metros de longitud para que no nos congelásemos en las temperaturas de hasta 50ºC bajo cero que se registraban durante los vuelos".
Stalingrado fue un gancho demoledor a la moral nazi, por mucho que la propaganda lo tratase de ocultar. Karl Dönitz, que dirigiría la Marina de guerra alemana, reconocería que, tras la derrota, "quedó claro que no podíamos esperar ganar la guerra contra Rusia". Siegfried Westpahl, un oficial superior del Ejército, fue más tajante: "Nunca antes en la historia de Alemania un grupo tan grande de tropas había acabado de un modo tan espantoso".