Poco después de las 15:30 horas del 30 abril de 1945, Heinz Linge, ayuda de cámara de Adolf Hitler, abrió la puerta del despacho de su jefe en el búnker de Berlín y lo vio sentado en el sofá, con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante. En la sien derecha el führer mostraba una herida de bala de la que caía un hilillo de sangre hasta la mejilla. En el suelo había un charco del tamaño de un plato, y debajo de su inerte brazo yacía la pistola. A su lado se hallaba Eva Braun, con las piernas levantadas. El olor a almendras amargas que emitía el cadáver era la prueba de que se había envenenado con cianuro.
"Señor gobernador del Reich, ya ha pasado todo", le comunicó Linge a Martin Bormann, el poderoso presidente de la Cancillería del partido nazi y secretario de Hitler. A las 18:35 llegó a la localidad de Plön, donde se había instalado el cuartel general del comandante en jefe de la Marina de Guerra, el almirante Karl Dönitz, un telegrama: "El führer lo ha designado a usted como su sucesor (...) A partir de este momento tomará usted todas las medidas que correspondan dada la actual situación".
En su testamento, el dictador había destituido de todos sus cargos oficiales a Heinrich Himmler y Hermann Göring, dos de los hombres más poderosos del régimen, por entablar negociaciones secretas con el enemigo y haber intentado usurpar el poder. Dönitz alargó inútilmente la guerra una semana más.
Esa misma noche, los soldados del Ejército Rojo al fin lograron lanzar un ataque exitoso sobre el Reichstag, convertido por sus defensores en una auténtica fortaleza. Hacia las 22:40, un pequeño destacamento capitaneado por Mijaíl Petrovich logró subir al tejado del edificio. El trapo rojo que llevaban consigo lo ataron a una tubería y clavaron la improvisada bandera en una escultura de mujer medio destruida. Fue una escena que en realidad tuvo lugar treinta horas antes de la icónica imagen falseada por el fotógrafo Yevgeni Jaldéi, que retocaría unos meses más tarde para eliminar un reloj expoliado de la muñeca del ruso que iza la tela con la hoz y el martillo.
El 30 de abril también entraron las tropas estadounidenses en Múnich. "Todo transcurrió de forma sorprendentemente pacífica", anotó en su agenda de bolsillo una testigo. Los soldados aliados presentaron como una suerte de trofeo una señal que anunciaba la ciudad alemana como "capital del Movimiento", título creado por el propio Hitler. Esta imagen quiso rivalizar en valor iconográfico con la bandera soviética ondeando sobre el Reichstag. Y si esta escena fue la metáfora de la definitiva derrota de la alemania nazi, la liberación de Dachau, solo unas horas antes, se convirtió en el símbolo del fin del sistema exterminador nacionalsocialista.
Desde la muerte de Hitler hasta la capitulación incondicional del Tercer Reich una semana después, los alemanes tuvieron la sensación de vivir en un "tiempo de nadie". Muchos de ellos empezaron a verse como las verdaderas víctimas del conflicto, una autocomplacencia denunciada por el escritor Klaus Mann: "Da la impresión de que no se lamentan nada más que de la molesta situación en la que se encuentran. No entienden por qué ellos tienen que sufrir así. '¿Qué hemos hecho nosotros para merecer esto?', se preguntan poniendo cara de candorosa ingenuidad y de la más absoluta inocencia".
Esas jornadas, esa fase de profundo cambio que va desde el ocaso apocalíptico del Reich hasta los inicios de la ocupación, provocaron una sensación de desconcierto, de vivir algo irreal. Y eso es lo trata de reproducir Volker Ullrich, veterano periodista alemán y autor de una biografía en dos volúmenes de Hitler, en Ocho días de mayo (Taurus). Valiéndose de diarios, cartas y recuerdos de los implicados, el autor transmite una "impresión plástica" sobre lo que significaron aquellos momentos de destrucción, violencia y esperanza.
Aunque Ullrich desarrolla el panorama de acontecimientos militares y políticos de esos días con multitud de detalles, su libro va principalmente de personas, desde las peripecias de los principales jerarcas nazis tratando de buscar refugio en los Alpes o de huir hacia América hasta la epidemia de suicidios que se desató en numerosos pueblos alemanes, como el de Demmin. Habla también de las miles de mujeres violadas en Berlín por las tropas soviéticas, que irrumpían en sus casas y se llevaban de todo, hasta las bicicletas; o de la hermana secreta de Marlene Dietrich, que había regentado un cine reservado para los soldados de las SS y la Wehrmacht que trabajaban en el campo de Bergen-Belsen.
Otro colectivo interesante es el de los trabajadores forzosos extranjeros: en septiembre de 1944 había 7,6 millones, de los que dos eran prisioneros de guerra. Con el derrumbe del Reich se convirtieron en personas desplazadas. Muchos de ellos formaron bandas y se dedicaron a robar todo lo que pudiesen a los que habían sido sus superiores como venganza. Para de origen soviético el calvario siguió en su país, donde quedaron marcados como ciudadanos de segunda.
Ullrich también recupera hechos más desconocidos, como la insurrección de Praga del 5 de mayo. Los rebeldes esperaban el apoyo de los estadounidenses, pero lograron derrotar a las SS gracias a la ayuda del Ejército Ruso de Liberación, un contingente que se había aliado con Alemania. "Los que combatimos por la liberación de nuestra nación rusa contra el aumento de la esclavitud del bolchevismo no podemos permanecer al margen de esta lucha de la nación checa", justificaron. Al acabar la guerra, varios centenares de sus soldados fueron liquidados en el acto y sus mandos ejecutados en Moscú.