"Este libro lo cambio todo", dispara Esteban Mira Caballos nada más descolgar el teléfono. "La conquista y la colonización de América hay que verlas desde otro punto de vista. Fue un proceso pactado donde la Corona española mantuvo todas las estructuras de poder indígenas".
Esa es la principal conclusión, dice el doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla, que arroja su nueva obra, El descubrimiento de Europa (Crítica), un "libro de fondo", que se nutre de más de tres décadas de investigación, y en el que presenta un enfoque novedoso con resultados sorprendentes: el tema de estudio no son la destrucción o los abusos comentidos por los conquistadores españoles ni los beneficios que supuso su llegada al Nuevo Mundo. Los protagonistas son los indígenas americanos, sí, pero los que cruzaron el Atlántico de forma forzada o voluntaria.
Mira Caballos, especialista en las relaciones entre España y América en el siglo XVI y biógrafo de Hernán Cortés, arranca desmintiendo un tópico arraigado: la presencia de nativos americanos fue mucho mayor de lo que se cree. No fueron un simple puñado; hubo miles, de hecho, algunos esclavizados, pero otros muchos que se presentaron ante el rey o las autoridades imperiales para reclamar sus prebendas y privilegios como nobles y como aliados necesarios para el éxito de la conquista.
"En España aparecen todos esos conquistadores indígenas para pedir escudos de armas, títulos nobiliarios, rentas perpetuas... ¡y se les conceden!", clama el historiador. "De esto se sabía algo, pero no la magnitud". El ensayo recoge numerosos casos que ilustran una reñida competencia entre tlaxcaltecas, cempoaleses, chancas, guaraníes y el resto de pueblos indígenas por obtener mayores prerrogativos. "Hubo un sistema pactista desde el primer momento que la Monarquía Hispánica pisa el continente americano", sentencia el autor.
Durante todo el reinado del emperador Carlos V, comenta Mira Caballos, se buscó gobernar las Indias a través de sus señores tradicionales, los caciques y curacas, cuyas familias en algunos casos permanecerían tres siglos en el poder. Ya lo dijo el cronista Alonso de Zorita: tras la caída de Tenochtitlan, solo perdió su reino Moctezuma, todos los demás tlatoques y caciques de la Nueva España conservaron sus respectivos señoríos. Portando reclamaciones sobre tierras de sus antepasados o la concesión de privilegios —disponer de un escudo nobiliario o el derecho a portar armas o a usar caballos— embarcaron en las flotas de Indias —con la licencia del virrey o sorteando la negativa con sus abundantes recursos— y se presentaron en la Corte española.
"El rey siempre los consideró vasallos y les dio vía libre para comunicarse con él. Incluso se nombraron procuradores permanentes en España para todas las causas indígenas", explica el historiador. Quizá lo más llamativo es que la Hacienda Real se encargó de mantener a todos los indígenas que no dispusiesen de recursos para ello. Y hubo algunos, como Jerónimo Lorenzo Limaylla, que estuvo tres lustros chupando del bote a la espera de una sentencia por la sucesión de un cacicazgo que finalmente no le fue favorable.
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Pero los viajes de los indígenas estuvieron motivados por un variopinto cóctel de circunstancias. Hubo desde "espías" —un indígena que frenó los planes de su comunidad de protagonizar un alzamiento tras contemplar en Málaga la gran armada con la que se pretendió tomar Argel en 1541— hasta hijos de caciques que se formaron en la Península Ibérica —un tal Juan Antonio se graduó en la Universidad de Salamanca y publicó en 1574 una gramática española—. Otros acudieron al emperador para pedir mejoras en sus condiciones laborales, como Juan Garcés, un taíno empleado en la isla de San Juan que logró una carta en la que se obligaba a sus superiores a tratarlo bien y darle de comer.
Terminaron llegando tantos nativos que una ordenanza de 1653 reclamaba recoger a todos los que vagaban por Castilla y se obligase a los que los habían traído a pagarles el viaje de regreso al Nuevo Mundo. "Y una cosa muy importante: gran parte de la nobleza indígena acabó en España, aquí hay cientos de descendientes de Moctezuma o de Atahualpa", destaca el investigador, que patenta el concepto de "oligarquía mestiza", encabezada por Francisca Pizarro Yupanqui, hija del marqués Francisco Pizarro y de la india Inés Huaylas.
Esclavitud
Otro grupo de indígenas se aventuraron en el Viejo Mundo en condición de esclavos, empleados en los puestos de trabajo de sus dueños. Mira Caballos asegura que los nativos americanos vendidos en el mercado de Sevilla, la puerta de entrada de las Indias, entre 1453 y 1525 supusieron el 0,68% del total, frente a un 60,9% de subsaharianos, un 26,48% de musulmanes, casi todos de origen berberisco, y un 2,65% de canarios.
"Desde el descubrimiento de América, España tardó ocho años en suprimir la esclavitud parcialmente (1508) y medio siglo de forma total (1542) porque a los indígenas se les consideraba vasallos de la Corona de Castilla. En Norteamérica no se hizo hasta 350 años después", precisa el historiador. La Corte incluso prohibió en 1532 la práctica de herrar a los cautivos. No obstante, la trata de humanos siguió abasteciéndose a través de la guerra justa contra pueblos contumaces, por la relajación de los funcionarios y porque en Portugal no se prohibió su comercio hasta avanzado el siglo XVIII —el último esclavo vendido Zafra en 1643 procedía de Brasil—.
Las fuentes de archivo de las que ha bebido la investigación de Mira Caballos son las reales cédulas, licencias de pasajeros, correspondencia oficial o los procesos por la libertad de los indígenas. En uno de ellos emerge la historia de Esteban Cabrera, vecino de Sevilla, que había sido vendido en seis ocasiones hasta que, en 1554, fue declarado libre por el Consejo de Indias. Su nombre aparece como testigo en un pleito del 2 de mayo de 1573 por la libertad de otro esclavo al que le habría convencido para que reclamara sus derechos. Los españoles le acusaban de "embaucador".
"Había una identidad grupal y se juntaban entre ellos", comenta el autor. "En América se les llamaba indios, pero ese término ocultaba una diversidad étnica y cultural impresionante. Pero en España sí se identifican como indios porque les interesa el estatus de vasallos de la Corona de Castilla. Tienen conciencia de clase y se ayudan entre ellos. El Inca Garcilaso de la Vega acogió en su casa de Sevilla a muchos peruanos".
Otro aspecto curioso de la reveladora obra de Mira Caballos es el repudio que manifestaron los españoles hacia sus mujeres indígenas al regresar a España. Un caso singular es el de Nicolás de Azpeitia, que llegó a Sevilla en 1534 con una indígena libre, de la que se deshizo al comprobar que su familia había concertado matrimonio con la noble doña Ana Vélez de Alzaga y Vicuña. Pero su esposa le interpuso una demanda y se negó a hacer vida marital con otro nativo que vivía en la ciudad hispalense. El conquistador terminó desposándose con la guipuzcoana y la indígena en la villa de Azpeitia con una hija llamada Francisca, seguramente una mestiza engendrada durante su relación con el propio Nicolás.