Lilias Adie es conocida como la bruja de Torryburn. En realidad, fue una víctima del pánico escocés a la brujería por el que ejecutaron a más de 2.500 personas entre finales del siglo XV y el XVIII. La mujer murió en prisión el 29 de agosto de 1704 tras confesar bajo tortura ante el consistorio de la Iglesia presbiteriana que había renunciado a su bautismo y mantenido relaciones sexuales con el diablo. Como último castigo, su cuerpo fue enterrado en una bahía frente al pueblo, bajo una gran losa de piedra arenisca y por debajo de la línea de la marea para que el agua cubriera su tumba. Querían impedir su regreso, una hipotética venganza.
Pero la muerte de Adie no significó su final. En 1852 sus restos fueron desenterrados y el cráneo lo compró un diseñador textil interesado en la brujería al que le gustaba adquirir antigüedades. La calavera pasó años más tarde a la Universidad de St. Andrews —fue expuesta en la Exposición del Imperio celebrada en Glasgow en 1938— y ahí se pierde su rastro. Seguramente esté olvidada en una caja dentro de un almacén.
Puede que la identidad física de la bruja de Torryburn haya sido borrada, pero su historia y su memoria siguen vigentes en la zona. Su tumba, la única conocida de una presunta bruja en Escocia, fue redescubierta en 2014 y se ha convertido en el epicentro de los esfuerzos de la comunidad para empezar a expiar lo que se hizo con Adie y otras mujeres como ella. Una muerta que sigue viva 300 años después.
Su azarosa peripecia es uno de los relatos que integran Una tumba con vistas (Capitán Swing), un libro del periodista Peter Ross en el que se adentra en el mundo de los cementerios británicos y sus curiosidades y misterios. Pero es sobre todo un embalaje de crónicas que hablan de la vida de los muertos. No por adentrarse en cuestiones metafísicas o puramente religiosas, sino porque indaga en nuestra relación con la mortalidad y el recuerdo.
Ross, que de niño creció paseando en solitario por el camposanto de la Ciudad Vieja de Stirling, perdido en un mundo de mármol y musgo, intentando descifrar las palabras cinceladas en los monumentos conmemorativos, introduce historias fascinantes, siempre aderezadas con una profunda empatía y moralejas que empujan al lector a observar la muerte casi de forma optimista.
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En una lápida de la iglesia de St. Nicholas, en Brighton, el periodista esocés descubre la biografía de otra mujer única, pero que encontró un desenlace totalmente diferente. Phoebe Hessel, conocida como la amazona de Stepney —un apodo basado en su lugar de nacimiento (1713) y en su naturaleza guerrera—, se enroló en el Ejército británico y sirvió durante muchos años como soldado raso en diferentes partes de Europa, como Gibraltar o combatiendo en la batalla de Fontenoy (1745).
Hay distintas versiones para explicar por qué se disfrazó de hombre y se fue a la guerra: una dice que decidió seguir a su novio a las Indias Occidentales; otra que, tras la muerte de su madre, su padre la visitó de chico y la enroló para que pudiera acompañarlo al flautín. Lo mismo ocurre con la revelación de su verdadera identidad: lo más verosímil es que ya no pudiese ocultar más sus pechos tras sufrir una herida de bayoneta.
Phoebe Hessel falleció en 1821 a los 108 años de edad. "Otras personas mueren, pero yo no puedo", dijo en una ocasión. "Sobrevivió a dos maridos y a sus nueve hijos. Se quedó ciega y paralítica. Incapaz de ver, caminar y olvidar, se limitó a seguir viviendo", escribe Ross. "Lo único que le había faltado en la vida era la muerte".
Durante la Gran Guerra se fundó la hoy conocida como Comisión de Sepulturas de Guerra de la Commonwealth, cuya función es señalar y conservar los lugares donde fallecieron los militares de los Estados miembros en las dos contiendas mundiales. Existen cerca de 1,7 millones de tumbas y monumentos repartidos por 153 países, y en lugares tan minúsculos como la Isla Verde, en Escocia, un antiguo enclave donde un monje empezó a difundir la fe cristiana en el siglo VII, que acoge los restos de la soldado Mary MacDonald, muerta a en 1944, y el marinero de cubierta Dugald Grante (1916). Una política resumida en los versos del soldado Rupert Brooke: "Si he de morir, piensa solo esto de mí / que algún rincón de una tierra extraña / será por siempre Inglaterra".
El libro recorre lugares más escabrosos, aunque siempre con la bandera de que los muertos también tienen memoria y nos enseñan muchas cosas. En la iglesia Holy Trinity de Rothwell, en Northamptonshire, está la "cripta de los huesos", un osario bajo el lugar de rezo de los fieles que guardó los restos de más de dos millares de personas desde el siglo XIII hasta la Reforma. Los cráneos expuestos en estanterías corresponden a vecinos corrientes a quienes desenterraron después de su descomposición, y los dispusieron ahí a la espera del juicio final, recibiendo la ayuda de las oraciones de los vivos y recordándoles su destino para fortalecer la fe.
Ross escribe de momias, de difuntos proscritos, de empresas de pompas fúnebres musulmanas y funerarias ecológicas y de tumbas de figuras históricas, como la de Karl Marx. Allí, en el cementerio londinense de Highgate, donde antes se vendía El manifiesto comunista, se agolpan ahora turistas chinos que entran en tropel, posan junto a la emblemática sepultura y regresan atropelladamente a los autobuses. El recordatorio de que los muertos, y su memoria, también están vivos.