Esta es la historia de un tipo que nació en la familia equivocada, tomó las decisiones más inoportunas y, en consecuencia, tuvo un fatal desenlace en un país que, por supuesto, no era el suyo. Fernando Maximiliano José María de Habsburgo-Lorena ha pasado a la historia como Maximiliano I de México porque fue el último emperador del país azteca. El segundo hijo de los archiduques Francisco Carlos de Austria y Sofía de Baviera no había nacido para liderar un imperio. Su tío y padrino, el emperador Fernando I de Austria, no podía tener descendencia, así que muy pronto Sofía intervino para que fuera su hijo mayor, Francisco José, el heredero del imperio austriaco.
A Maximiliano, nacido en Viena en 1832, le aburrían los desfiles, era indisciplinado y amaba la literatura. Un bohemio en la corte, nada menos. Su figura era prácticamente irrelevante en el reino, que languidecía en los estertores de una Europa decadente. Tenía que pedir audiencia, como cualquier otro subordinado, para que lo recibiera su propio hermano, que había asumido la regencia del imperio austriaco en 1848. Educado por su madre en el catolicismo más ortodoxo y el odio al liberalismo, Francisco José I de Austria se volvió un tirano.
Por el contrario, Maximiliano era extrovertido, romántico. Su cabello rubio y sus ojos azules encandilaban a la corte y a la distinguida sociedad vienesa con la que su familia se codeaba. Era un estorbo, por tanto, había que quitárselo de encima. Su hermano lo envió a la marina para que su carácter desprendido no enturbiara la atmósfera solemne de la corte, cuyos exigentes cometidos eran incompatibles con la medianía. Contra todo pronóstico, aquel archiduque de insuficiente carácter y poco docto en los números resultó ser competente en la carrera naval y en 1854 fue nombrado comandante en jefe de la Marina austriaca.
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Francisco José por fin localizó un cargo que se ajustaba a las características de su hermano: sería diplomático. Los viajes por el Mediterráneo abrieron su mente, despertaron su vocación por conocer otros países... y un día de mayo de 1856 conoció a Napoleón III. El sobrino del inolvidable Napoleón Bonarte lideraba el imperio francés, estaba casado con Eugenia de Montijo y, según las lenguas malintencionadas de la época, era también pariente del propio Maxiliano, pues la madre de este habría tenido escarceos sexuales con Napoleón II, primo de Napoleón III.
En todo caso, esta es la confluencia que determina el intrincado proceso a través del cual Maximiliano de Habsburgo se convirtió en el emperador Maximiliano I de México. Antes, en 1857, contrajo matrimonio con la princesa Carlota de Bélgica, hija del rey Leopoldo I. La intensa complicidad del matrimonio sería definitiva en la aceptación de semejante empresa, si bien las causas iniciales se encontraban al otro lado del Atlántico.
El historiador británico Edward Shawcross se encarga de acercar los dos escenarios en El último emperador de México (Ático de los Libros), obra en la que da cuenta de todos las circuntancias que propiciaron tan extravagante episodio. Con asombroso pulso de novelista —confiesa que la novela Noticias del imperio de Fernando del Paso, que también recrea este episodio, ha sido una obra referencial—, Cross nos sumerge en una compleja pero fascinante etapa, la del México recién independizado de España, donde los agentes externos de ambas orillas —principalmente Francia y Estados Unidos— pugnan por dominar el territorio con un relato basado en el subterfugio.
México, decíamos, acababa de sacudirse el yugo colonial tres siglos después de la caída de Tenochtitlán. Agustín Iturbide, héroe de la independencia, se proclama emperador, pero su mandato es brevísimo. El espectro político se reduciría, posteriormente, a los enfrentamientos entre liberales y conservadores. Para colmo, Estados Unidos interviene en 1847 en lo que será la primera invasión de su historia. México, que hubo de ceder más de la mitad del territorio, queda arruinado y tampoco ha resuelto sus problemas internos.
La estrategia oculta de Francia
Solo una década después estalla la Guerra de Reforma, un conflicto civil que vuelve a enfrentar a conservadores (partidarios de la monarquía católica y liderados por Miguel Miramón) y republicanos (inspirados en la ideología contraria al Antiguo Régimen que, desde el triunfo de la Revolución Francesa, había cambiado la cara a Europa) tras la redacción en 1855 de la Constitución liberal de Benito Juárez. Con el triunfo de los liberales en 1861, el presidente Juárez decide suspender el pago de la deuda que había contraído México, y cuyos beneficiarios resultaron ser Francia, Reino Unido y España.
Era la gran oportunidad del imperio francés, que aprovecharía para introducir sus tentáculos en el continente americano. Las consignas democráticas de Estados Unidos, un país que sin embargo ya había dado muestras de sus motivaciones expansionistas, eran una amenaza para las monarquías del viejo continente, así que Napoleón III se puso pronto manos a la obra para invadir México, convenciendo a España y Reino Unido, los otros acreedores de la deuda, de la conveniencia de su intervención. Además, la Guerra de Secesión que se libraba en Estados Unidos entre unionistas y confederados limitaría los movimientos de Abraham Lincoln en la cuestión mexicana.
La visita de Miramón, que va con su esposa a París para trasladar la reclamación, sería uno de los desencadenantes, si bien la decisión no se toma hasta el 31 de octubre de 1861, fecha en la que se celebra la Convención de Londres. Solo faltaba determinar quién asumiría el liderazgo de México tras derrocar a los liberales. Los nostálgicos de la era colonial —entre otros, el político conservador Gutiérrez de Estrada, principal impulsor de esta teoría, o José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar— consideraban que México necesitaba un monarca extranjero. Los años de la conquista hispánica se consolidaron bajo esta fórmula, la misma que desde 1822 imperaba en Brasil. Nada podía salir mal.
Pero el elegido fue Maximiliano, el archiduque seducido por los movimientos liberales, en las antípodas de la educación que había recibido en casa. El menor de los Habsburgo era tan romántico que también se sentía fascinado por el pasado esplendoroso que desprendía su linaje. Cuando recibió la propuesta de hacerse cargo del imperio mexicano, la ilusión le desbordaba casi tanto como a su esposa. Por fin Maximiliano, autor de versos influenciados por el Romanticismo alemán, podría llevar a cabo un gobierno popular que estuviera regido por una Constitución, la soberanía fuera popular y la prensa libre.
Un sueño imposible
Ahora que las monarquías europeas no gozaban del inmenso poder acumulado en los siglos anteriores, consideró que era el momento perfecto. No calibró, sin embargo, los obstáculos que, desde el primer momento, se interponían en su camino, empezando por su propia familia. Su hermano Francisco José le exigió que, antes de partir a México, renunciara a su herencia. La humillación que supuso este sometimiento no fue tan trascendental como el engaño de Napoleón III, conocedor de que Reino Unido y España abandonaban la intervención. Maximiliano no lo supo hasta su llegada al país azteca.
En todo caso, las fuerzas francesas desembarcaron en México en enero de 1862. Tras una dolorosa derrota, las tropas del general Frédéric Forey consolidan la toma de Puebla y provocan la huida de Benito Juárez, que no hizo sino reorganizarse. Antes incluso de que Maximiliano llegara a instalarse, Forey entregó la administración del gobierno a los miembros del Partido Conservador, que consumaron su venganza reprimiendo a los liberales. Los rencores estaban muy candentes desde la guerra civil, que terminó solo un año antes.
Desde su llegada definitiva el 28 de mayo de 1864, el nuevo emperador ya estaba perdiendo. Aunque la ilusión ante el nuevo desafío se había resentido, los tres años en los que estuvo al frente hizo gala de su personalidad para tratar de llevar a buen puerto una monarquía liberal, democrática y progresista. Pero frente a su actitud conciliadora, emergía una situación inexorable: "En el centro no había nadie", leemos en el libro de Edward Shawcross. El historiador asegura a El Cultural que "Maximiliano quería que México fuera una gran nación libre e independiente". También que, en materia de derechos y libertades, "incluso fue más lejos que Benito Suárez".
Ciertamente, algunas de sus medidas —muy sorprendentes— pasaron por disminuir la jornada laboral o abolir el trabajo de los menores, pero no dejó de ser vilipendiado por unos y otros. Los liberales siempre lo consideraron un intruso y los conservadores un traidor. Lo cierto es que estos, los mismos que auparon a Maximiliano al efímero trono, se vieron incluso más damnificados que los republicanos: el nuevo emperador decidió no devolver los bienes que se habían expropiado a la Iglesia en la guerra civil y, entre otras posturas controvertidas, defendió la libertad de culto, teniendo México una tradición católica tan arraigada.
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El emperador tampoco estuvo a la altura en materia financiera. Lejos de suprimir la deuda que el país había contraído, México seguía arruinado. Como, además, el apoyo popular brillaba por su ausencia, su esposa Carlota viajó a Europa para pedir a Francia que no les abandonara, pero todo fue en vano. Mientras su imperio se desmoronaba y Juárez terminaba de diseñar la estrategia que lo depusiera, "Maximiliano salía a cazar mariposas", cuenta el historiador. Su historia, como su carácter, tiene tantos tintes trágicos que bien podría confundirse con una ópera, tal y como sostiene Shawcross.
En todo caso, según asegura el historiador, su breve paso por México cambiaría para siempre la historia del país, por mucho que los enfrentamientos continuaran: el porfiriato, la Revolución mexicana... No es solo que desde su derrota se estableciera una república liberal, sino que desde entonces el término "conservador" fue demonizado en México.
El desenlace fue fatal. Tras el golpe de Juárez en 1867 y ante la negativa de su familia a que abdicase, fue fusilado a los 35 años en Querétato junto a Miguel Miramón y Tomás Mejía, un indígena que apoyaba a los conservadores. Maximiliano no era consciente de la complejidad social de un país como México. Sin embargo, se fue solicitando algo que justifica su fascinante temperamento: “Si hay que derramar sangre, que sea solo la mía", dijo. Tampoco se lo concedieron.