Un ejemplo palmario de la diferencia de trato procurada por España a las poblaciones nativas frente al modelo de dominación anglosajón lo encontramos en el fuerte de Gracia Real de Santa Teresa Mosé. Fort Mose, para los ingleses. Estaba situado en la ciudad de San Agustín, en la Florida española, un destino anhelado por los esclavos negros de Norteamérica porque allí regía el protector derecho indiano. A este lado de la frontera, más de un siglo antes de que Lincoln decretara la abolición de la esclavitud, podían gozar de una situación mucho más segura y más digna.
“En el fuerte, un regimiento de hombres de raza negra, bajo la dirección de un puñado de oficiales españoles, se refugiaba al amparo de la Corona española y resistió heroicamente bajo el pabellón de la cruz de Borgoña, bandera de la infantería española, a los sucesivos ataques ingleses que pretendían devolverlos a su régimen de esclavitud originario”, explica Julio Henche, abogado que lleva años empecinado en dar a conocer este sistema jurídico tan adelantado a su época.
El relato de lo ocurrido en el emplazamiento militar español aparece en su libro Las Leyes de Indias, que ha publicado recientemente la editorial Gadir. Es difícil calibrar si ha habido una aportación superior de España en la historia de la humanidad que ese conjunto de normas, desarrollado inmediatamente después de poner los pies Colón sobre el Nuevo Mundo. Se desplegó para ordenar la expansión y el control de los inmensos pagos americanos, incluyendo la cobertura legal de las poblaciones autóctonas. Tal legislación, basada en el derecho natural tomista, es un precedente de la (muy posterior) formulación de los Derechos Humanos actuales.
El propio Colón, que rápidamente quiso sacar rentabilidad de su osada empresa reduciendo a la condición de esclavos a los indios y comerciando con ellos, topó pronto con su rigor punitivo. Isabel de Castilla mandó que lo detuvieran y lo trajeran de vuelta para leerle la cartilla. La reina -así consta documentado- ya le había advertido en 1493, en Barcelona, cuando retornó por primera vez de las Indias, que todos los miembros de su expedición tratasen “muy bien y amorosamente a los dichos indios". Añadía: "Sin que les hagan enojo alguno [...], haciéndose las mejores obras que se pueda… que se los honre -a los indios- mucho”.
Términos claros y contundentes para delimitar cómo debía sustanciarse la relación de los conquistadores con aquellas culturas precolombinas. A la reina le movía sobre todo el afán evangelizador. No tenía sentido, por tanto, ‘iluminar’ con la fe cristiana a seres que no fuesen considerados humanos. Se enfrentaba así, apunta Henche, al pensamiento aristotélico, según el cual “existían hombres libres y hombres esclavos por naturaleza”. “Una doctrina común -agrega- en toda la Edad Media en toda Europa sin excepción”.
Colón, sin embargo, se desmandó, movido por la codicia, motor de la multitud de vejaciones que se perpetraron en América y que nadie sensato niega. Venta de esclavos y elusión del pago de impuestos fueron los cargos que se le imputaron. Francisco de Bobadilla fue el encargado de traerlo engrilletado a España. Henche cita estos hechos para rebatir una observación recurrente contra las Leyes de Indias. Resulta imposible cuestionar su altura moral en aquel contexto histórico -hablamos de hace cinco siglos- pero sí se les resta mérito desde algunos sectores de la historiografía y la política: aducen que no se aplicaron efectivamente.
Henche, aparte del caso de Colón, cita los llamados "juicios de residencia", un mecanismo fiscalizador de la labor de los funcionarios públicos destacados en América. Se revisaba con periocidad bianual sus actuaciones. Se abría al efecto un lapso para que se pudieran denunciar iniquidades o corruptelas. Figuras tan prominentes como Hernán Cortés fueron sometidas a este procedimiento judicial. Ciento cuarenta cargos le cayeron encima al hombre que tomó Tenochtitlan durante un juicio que se extendió a lo largo 20 años. Se le acusó de perpetrar abusos sobre los aztecas y de desviaciones en la recaudación del diezmo real, amén de los asesinatos de su primera mujer y del juez Ponce de León. “Resultó absuelto, aunque su prestigió cayó notablemente”, informa Henche.
Gonzalo Pizarro, el hermano de Francisco, conquistador de Perú, corrió peor suerte. Su significación en la revuelta contra las normas que pretendían desmantelar las encomiendas (modelo de explotación del territorio arbitrado en primera instancia de la conquista que dio origen a muchos excesos sobre los indígenas) tuvo como desenlace una condena a muerte y su decapitación.
El derecho indiano se forjó de entrada con capitulaciones que, básicamente, consistían en un contrato entre la Corona y Colón, el cual tenía derecho a explotar las riquezas de aquellos parajes ignotos a cambio de expandir la fe y entregar el “quinto real”, o sea, un 20% del producto obtenido. La denuncia de vejaciones y salvajadas emitidas por clérigos (célebre es el sermón en una misa de Adviento del fray Montesinos en 1510) hizo que Fernando el Católico, siguiendo la estela protectora de su esposa Isabel, impulsara las Leyes de Burgos, que ampliaron y consolidaron los derechos de los indígenas en 1512.
Se prohibió, por ejemplo, el trabajo de los menores de 14 años. Hablamos de 1512, ojo. “En Francia, la primera ley que regulaba el trabajo infantil fue la Ley Guizot de 1841, que prohibía el trabajo de menores de ocho años en manufacturas, fábricas y talleres”, señala Henche. También habla de Inglaterra: allí se empezó a abordar esta cuestión en 1802, estableciendo límites horarios y exigiendo condiciones mínimas de ventilación. En 1809 ya fue cuando los británicos -que, por cierto, practicaron un colonialismo extractivista y pragmático durante sus tiempos imperiales- vetaron el empleo en fábricas de menores de ocho años. Sí, solo ocho.
Habría dos hitos cruciales posteriores en la conformación de este corpus jurídico hoy apenas conocido. Primero, las Leyes Nuevas de 1542, que originaron el conflicto con los encomenderos, a los que se pretendía arrebatar su fuente de lucro. Y segundo, la recopilación general que se realizó en 1680 a fin de sistematizar y ordenar todo aquel caudal legislativo. Alega Henche que toda ley se incumple. Nuestro Código Penal, sin ir más lejos, de manera constante, pero eso no significa que sea papel mojado.
Mestizaje, fusión y violación
Es llamativa también la política de mestizaje que se promovió desde los albores del Descubrimiento. Una cédula real entregada a Nicolás de Ovando, gobernador de La Española tras el ostracismo aplicado a Colón, lo acredita. En ella se exigía a los mandatarios políticos y religiosos desplegados sobre el terreno lo siguiente: “Procurar que algunos cristianos se casen con algunas mujeres indias, y las mujeres cristianas con algunos indios”. Ovando, bajo ese mandato, asumió su responsabilidad gubernativa en 1502. Acudió a Las Indias con una expedición de dos mil quinientos colonos españoles, un contingente que incluía mujeres para “buscar deliberadamente la fusión de razas”, dice Henche.
Rafael Sánchez Ferlosio escribió (véase el segundo volumen de sus ensayos completos) que aquella fusión no fue más que una violación. “La fusión, si se me admite como término preciso, comportaría una reciprocidad, una bilateralidad, en cuanto al sexo de las uniones mixtas […] Nada de esto sucedió en América, sino que los partenaires exclusivos de la presunta fusión fueron el varón blanco y la hembra india o negra. Y por mucho que en 1514 se autorizase el matrimonio de españoles con mujeres indias […], tal mestizaje no puede recibir, étnicamente hablando, otro nombre que el de violación de los pueblos conquistados por los conquistadores, violación de los dominados por los dominadores, de los siervos por sus señores, de los esclavos por sus amos. La hembra blanca permaneció, étnicamente, virgen”.
El debate sobre nuestro papel en América, ensombrecido por los desmanes cometidos por culpa de la avaricia y la lascivia, sigue abierto. Pero, para participar en él con fundamento, hay que conocer también aquel hito legal, el del derecho indiano, tan progresista para su época. No digo que no lo conociese Ferlosio, que por supuesto lo conocía, pero no así una buena parte de los que incursionan en esta cuestión exigiendo perdones con anacrónico resquemor.
P. s. Los prohibición de matrimonios interraciales estuvo vigente en dieciséis Estados de EE. UU. hasta 1967.