Image: Billy Gilder vida y época de un cineasta

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Letras

Billy Gilder vida y época de un cineasta

Ed Sikov

4 octubre, 2000 02:00

Billy Wilder por Gusi Bejer

Traducción de Vicente Campos. Tusquets. Barcelona, 2000. 829 páginas, 4.500 pesetas

Sikov parece imbuido del sano deber moral de descubrir la cara oculta de Wilder, un genio que nos hizo reír mientras nos mostraba nuestro reflejo en una guillotina. Al fin y al cabo, el Joe Brown de Con faldas y a lo loco tenía razón: nadie es perfecto

Fue el crítico Andrew Sarris el que dijo que Billy Wilder era demasiado cínico para creer en su propio cinismo. Años más tarde, cuando la subestimada, crepuscular Fedora hundió al malvado vienés en la menos amable de las miserias, Sarris salió en su defensa. Reconoció que todas sus comedias estaban bañadas de un sentimiento verdadero de muerte y autodestrucción. Incluso en sus películas más abiertamente divertidas -Con faldas y a lo loco- o en las más raramente románticas -Sabrina-, Wilder mostró su cara oscura: la de un genio escéptico, fatalista y arrogante, un pequeño dictador de la palabra que triunfó en la época en que Hollywood valoraba la esdrújula agudeza de sus diálogos y fracasó cuando la inevitable influencia de los nuevos cines europeos -especialmente la nouvelle vague- convirtió a su cine en pasto del pasado.

Nacido al sur de Cracovia el 22 de junio de 1906, Samuel Wilder formaba parte de una familia judía de lengua alemana que vivía entre polacos y pronto se mudó a Viena. Su padre era jefe de comedor de un restaurante de Cracovia. Su madre le enseñó a contar cuentos. De ahí que Sikov concluya que, en muchas ocasiones, Wilder imitó a su madre, ocupándose de reinventar su propia vida dando distintas versiones de sus erráticas idas y venidas a lo largo y ancho del planeta Genio. Toda biografía debe ser poliédrica y contrastada, y ésta lo es: cientos de fuentes confirman y desmienten la información que Wilder ha ido suministrando a la opinión pública durante más de noventa años de imparable verborrea. De la pobreza de sus años infantiles hasta su eclosión como importante periodista vienés en el "Wiener Tagblatt", pasando por su viaje a Berlín disfrazado de gigoló y guionista de musicales y comedias frívolas, Sikov narra la vida de Wilder con la energía narrativa que caracteriza a los biógrafos norteamericanos. Del alud de datos que concentra en sus abundantes pero nada excesivas 800 páginas emerge un torrencial talento para contar historias. La historia, que es la vida de un artista, es estimulante por sí misma, por los paisajes que cruza -Viena, la Alemania nazi, un breve interludio parisino, Hollywood en dorado y en blanco y negro- y por los personajes a los que da la mano, pero hay que saber contarla con los ojos del descubrimiento. Sikov, doctor en estudios cinematográficos por la Universidad de Columbia, lo hace con rigor periodístico, sin enamorarse de su biografiado -tiene el valor de cuestionar, por ejemplo, la brillantez de Primera plana o Fedora-, y explicando lo que le ocurrió a un hombre de éxito que sucumbió a la inexorable incomprensión del paso del tiempo.

Pero, ¿quién es Billy Wilder? Dios según Fernando Trueba. Sí, vale, pero ¿quién es realmente? Parece que, de pequeño, ya era impaciente, travieso, voluble, "lector rápido e incisivo". Luego, fue ese atrevido buscavidas que, en una de sus visitas a Estados Unidos, alquiló la trastienda del lavabo de señoras del hotel Chateau Marmont para quedarse a vivir allí. Un frívolo que no tenía "dos citas con la misma chica". Un tipo con suerte que consiguió colarse en la familia Lubistch con el guión de La octava mujer de Barbazul. El hombre que se hizo rico a sí mismo y a la Paramount con once películas co-escritas con el genial George Brackett. El hombre que hizo El gran carnaval, enfrentando de tal modo al público con su propia mezquindad que tuvo que tragarse una buena dosis de fracaso. Duro golpe para el que, tal vez, fue el más implacable de sus autorretratos: de hecho, sus colegas en su época de periodista lo calificaban como un "Schlieferl", un trepa desmedido que no escatimaba en medios para lograr lo que quería.

Quizá fue su extranjería la que le dio la suficiente distancia como para analizar al americano medio con una extraña objetividad sarcástica. Rodaba lo justo, a tumba abierta, seguro de que no necesitaría ni un solo plano de recurso. Desde El crepúsculo de los dioses hasta Bésame, tonto, pasando por En bandeja de plata, todas sus películas fueron ácidas y malintencionadas, cruelmente divertidas y perversamente mordaces. En cierto modo, el C.C Baxter (Jack Lemmon) de El apartamento y Wilder tenían una cosa en común: ambos querían pertenecer al sistema costara lo que costara. Sin embargo, el autor de Traidor en el infierno, al contrario que ese oficinista rastrero y entrañable que acababa jugando a las cartas con una pobre ascensorista (qué final), supo gritar e imponer su voluntad sin sacrificar uno solo de sus vómitos vitriólicos. Ofreció, afirma Sikov, "tragos de ácido en lugar de trivialidades, sonrisas desdeñosas y lascivas en vez de sonrisas satisfechas". Y ofreció todo ese desaliento sin perder una humanidad que muchas de las anécdotas que protagonizó en su vida hubieran puesto en tela de juicio. Deprimiendo a su amigo Jack Lemmon el día que ganó el Oscar al mejor actor por Salvad al tigre advirtiéndole de que no se lo tomara demasiado en serio mientras él lucía, orgulloso, sus seis estatuillas. Así era Billy Wilder, y así nos lo enseña Ed Sikov, imbuido del sano deber moral de descubrir la cara oculta de un genio que nos hizo reír mientras nos mostraba nuestro reflejo en la hoja de una guillotina. Al fin y al cabo, el Joe E. Brown de Con faldas y a lo loco tenía razón: nadie es perfecto.