Días imaginarios
Como los breves textos que integran Días imaginarios son bastante autónomos, sugiero al interesado que empiece por “Homo narrans”, donde Merino condensa su poética. Ahí explica el sentido que tiene para él la literatura y sostiene que la invención de ficciones es propio del ser humano y que por medio de ellas “rescatamos a la realidad de su feroz y ciega falta de sentido”. Sobre esta base teórica, los cien pequeños capítulos de Días imaginarios se manifiestan como otras tantas aproximaciones a la existencia desde la óptica de la creación reveladora. El amplio espectro de la realidad pasa por esas iluminaciones, desde algunos horrores cotidianos hasta la discusión de cuestiones artísticas y literarias, en particular narrativas. La vida, así, se trocea como en un puzzle y el escritor leonés comenta cada una de las piezas de ese dibujo general de la existencia.
Con lo dicho, sobra advertir que se trata de una de esas obras sin género propias de nuestros días. Participa del dietario, del ensayo, de la pura narración y hasta del alegato contra la insensibilidad social. A veces habla el propio autor, sin disimulos; otras pone por medio la figura de un narrador; varias, en fin, se socorre con la presencia de un apócrifo, un machadiano profesor Souto que lleva camino de convertirse en un heterónimo del propio Merino. Y no estaría mal que alcanzara esa condición independiente.
Algunos textos (¿cómo llamar a esas pequeñas piezas?) apuestan por la defensa de un sistema de valores y se decantan hacia la solidaridad, el conservacionismo o alertan de augurios inquietantes presagiados por estos tiempos de fervores científicos. Pero no es esta vertiente más moral y realista la única, ni siquiera la principal entre las piezas del puzzle. Algunas ejercitan el arte de la fantasía y la invención, y otras, las más, se abren a cavilaciones muy típicas de Merino. Se encuentra una fuerte presencia de la leyenda, el folklore y la construcción mítica y simbólica del mundo. También se abordan, cómo no, dos de los temas constantes del autor: los límites entre sueño y vigilia, y el doble.
Tal vez, tomando al peso la temática, la parte del león de Días imaginarios se la llevan las glosas culturalistas. La fuente misteriosa de la literatura, el papel determinante del lector en la plenitud de lo imaginario..., estas cuestiones aparecen una y otra vez. Se apela para abordarlas a la discursividad, pero también a la propia experiencia de Merino.
Decir que los elementos de una obra miscelánea como ésta son desiguales en interés y acierto puede parecer un juicio cómodo y previsible, pero así es. El interés depende de cada lector. El libro tiene la ventaja de una suficiente variedad como para que los motivos abordados de forma concentrada, y siempre con muy buena y expresiva prosa, afecten a mucha gente. Algunos textos, sin embargo, me parecen un poco redundantes en obsesiones literarias. Y para mí tengo que hubiera sido mejor reducir los 100 a 99, que también es cifra redonda, suprimiendo el último.
Dadas esas inquietudes, resulta muy natural que aparezca un debate de actualidad: ¿están amenazados de extinción la novela y el tradicional arte de narrar? Acerca de ello, encadena José María Merino muchos interrogantes, pero deja entrever su confianza en que nada podrá acabar con esta inclinación de nuestra especie hacia la fábula. Por esta postura y por otras, Días imaginarios es un canto a la imaginación frente a las asechanzas de la frialdad tecnológica.