La velocidad de la luz
Javier Cercas, por Gusi Bejer
Como el asesino vuelve, según dicen, al lugar del crimen, así regresa Javier Cercas al escenario de El inquilino, su primer relato, en La velocidad de la luz. Se trata de una ciudad del Medio Oeste norteamericano en cuya universidad el joven protagonista, licenciado sin un porvenir claro y aficiones de escritor, encuentra trabajo como profesor de español.
Ese arranque no es un simple y velado guiño de complicidad a quienes hayan seguido la trayectoria de Cercas desde sus inicios porque más adelante la vinculación se hace explícita y el propio narrador habla de esa admirable novela corta. Se trata de una manera de establecer un mundo novelesco unitario con una doble continuidad de inquietudes y enfoque. El microcosmos del campus brinda los temas de ayer y de hoy, sólo que ahora potenciados: la soledad, la vida competitiva, el éxito, la derrota, el amor, las relaciones personales... Y a esas preocupaciones se les da un tratamiento personal, tan cervantino como postmoderno, que busca fundar un territorio nuevo para la ficción a medio camino de la autobiografía y de la fábula moral.
Este territorio es un hallazgo notable de Cercas y abarca todos sus escritos, también los “relatos reales” periodísticos. Consiste en identificar al narrador de sus historias con el propio autor, de modo que éste se implica en la trama y produce el señuelo de una escritura confesional. En buena medida la verosimilitud de la peripecia descansa en este barroco trompe l’oeil que tiene como meta burlar las fronteras entre vida y literatura, aunque, claro, hasta un cierto punto en el cual el Cercas ficticio se divorcia del real, y ya libre de lazos autobiográficos vuela con su propio impulso. Este planteamiento, que es un recurso formal, pero también algo más, se revela de eficacia semejante a la lograda por la implicación de personas reales (Cercas y el desaparecido Roberto Bolaño) en la investigación del presunto fusilamiento de Sánchez Mazas en Soldados de Salamina, y quienes gustaron mucho ahí de este ardid tienen ahora asegurado un renovado disfrute.
En el campus de Urbana, el narrador conoce a un enigmático colega, Rodney Falk, ex combatiente de Vietnam, y ambas vidas, desde entonces, se anudan con muy complejos lazos que desembocan, aunque Cercas no llegue a plantearlo explícitamente así, en un auténtico caso de doble. Los conflictos de conciencia de uno se prolongan hasta coincidir con los del otro, sus peripecias biográficas guardan paralelismos, y ambos apuntan a una misma diana, lograr la purificación a través del dolor.
Vaya por delante que Cercas construye en primera instancia un artefacto narrativo muy calculado, de mucha pericia y de gran oficio. Hay novelas que ganan en interés al avanzar su acción, como si una mayor energía imaginativa desplazase la flojera del principio. Esta podría ser una inicial impresión de La velocidad de la luz, y, sin embargo, no creo que sea el caso. Más bien es algo muy pensado, un empezar en un tono menor, medio costumbrista y casi simpático, el de una primera parte centrada en el viaje a Urbana del narrador, para dar enseguida un salto mortal a la segunda, dedicada a la peripecia vietnamita de Falk, y cuyo acento trágico no se abandona ya en el resto de la novela.
El virtuosismo formal se ve moderado por una concepción de fondo tradicional que responde a la idea de una acción que progresa hasta su desenlace. Así Cercas hace un libro muy cálido, lleno de vivencias, emociones y dilemas vitales se diría que comunes, aunque la trama contenga situaciones excepcionales (los terribles actos de Falk durante la guerra, recreados con una vivacidad impactante, o el desalmado comportamiento familiar del narrador, contado con absoluta impasibilidad).
En el centro de La velocidad de la luz se sitúan dos historias vinculadas por un común sentido trágico de la existencia y se utilizan como fuente de un puñado de asuntos que la convierten en una novela de ideas, sin dejar de serlo también de personajes y de sentimientos. Como una obertura, aparece ya un motivo destacado nada más comenzar el libro. Es, en línea con el tema central de El inquilino, un análisis antropológico del fracaso, condición de nuestra especie con la que se demuelen las dañinas pretensiones de la ambición y el éxito. Sigue un asunto menos explícito pero de gran importancia, la claudicación ante los retos de la realidad. Por aquí se ve, sin que se diga de modo expreso, un pesimismo histórico grande, como un final de ciclo en el que los individuos no tienen otra opción que sobrellevar con apatía un mundo despojado de ilusiones; un mundo huérfano de esas figuras enérgicas, esos jefes o héroes celebrados por Carlyle, capaces de mover voluntades o marcar un rumbo. También aparecen otros motivos que, a la postre, capitalizan las preocupaciones de la novela. Son el dolor, el mal, la culpa y su expiación.
Estos problemas se presentan sin concesiones, con mucha densidad, y se trenzan en una tupida red de relaciones con la que se diseña el mapa amargo y probable de la condición humana, llena de violencia y locura, de instintos crueles, cuna de la maldad. Y para que no sean reflexiones abstractas, sino carne de la realidad, Cercas traza un puñado no numeroso de personajes hondos y verdaderos en sus comportamientos y en la expresión de sus vivencias. Estamos ante una novela de indagación psicológica más que ambiental, de patologías con una suave deriva dostoievskiana, en la que las dos figuras principales, el narrador y su amigo, tienden a robar la atención, pero en la cual destacan con una intensidad especial otras muy logradas, el padre de Falk y la mujer de éste.
Quizás de siempre el gran reto de la literatura narrativa ha sido alcanzar una ilusión de realidad fuerte, y esto es lo que Cercas logra poniendo unos destinos humanos en circunstancias verosímiles y contando su peripecia mediante un buen argumento. Lo que pasa en La velocidad de la luz interesa y nos concierne. Además, está dicho de tal modo que parece una historia real por la cercanía del narrador y por la verosimilitud de la lengua en que éste se expresa. No es que la novela esté bien escrita, en un castellano cuidadoso, de fraseo amplio y culto, propio de quien reúne la condición de escritor y profesor, sino que esa lengua resulta un elemento más de la ilusión de realidad.
El final de la novela se centra en la dificultad de entender el sentido entero de las acciones humanas y en el papel de la escritura como medio de afrontar la realidad. En ello se insiste mucho y con declaraciones demasiado explícitas. Ese énfasis, a mi parecer exagerado y el único momento en que se roza lo discursivo, se entiende porque la cuestión mira hacia el problema seminal de la novela, la necesidad de buscar la verdad para lograr la catarsis. Pero ninguna alegría cabe tras ese recorrido. La velocidad de la luz viene a hacer cierto el repetido rezo de Hemingway: “Nada nuestro que estás en la nada. Nada es tu nombre, tu reino es nada, tú serás nada en la nada como en la nada”. Cercas imagina esta amarga y desoladora fábula de la naturaleza humana con fuerza y originalidad y ello lo confirma como un narrador de primera fila.
Cercas en Illinois
No es la primera vez que Javier Cercas ambienta uno de sus relatos en el campus norteamericano de Urbana, Illinois: la novela El inquilino (Sirmio, 1989, reeditada después en Acantilado) -retrato de las frustraciones profesionales y amorosas de un joven profesor de lengua- transcurría en el mismo escenario universitario. Por exótica que tal localización pueda parecer a sus lectores, para el novelista no lo es en absoluto: Javier Cercas fue profesor en esa Universidad de Illinois entre los años de 1987 y 1989, y anteriormente había sido estudiante de graduado en la misma universidad. Pese a todo, la única novela publicada en EE.UU. de Javier Cercas es Soldados de Salamina (Bloomsbury), editada a comienzos de 2004 y reeditada el mes pasado en edición de bolsillo. Elizabeth Gold saludó su aparición en The Washington Post diciendo que “es un viaje al corazón del misterio que produce, según se avanza, más y más perplejidad, un viaje lejos del cinismo a la empatía y el asombro. En un tiempo en el que los líderes se visten con mucha facilidad con el disfraz del héroe, esta novela tiene mucho que decir acerca de los dolores y las ambigöedades de ser lo que se es”.
Así comienza La velocidad de la luz
Ahora llevo una vida falsa, una vida apócrifa y clandestina e invisible aunque más verdadera que si fuera de verdad, pero yo todavía era yo cuando conocí a Rodney Falk. Fue hace mucho tiempo y fue en Urbana, una ciudad del Medio Oeste norteamericano en la que pasé dos años a finales de la década de los 80. La verdad es que cada vez que me pregunto por qué fui a parar precisamente allí me digo que fui a parar precisamente allí como podía haber ido a parar a cualquier otro sitio. Contaré por qué en vez de ir a parar a cualquier otro sitio fui a parar precisamente allí.
Fue por casualidad. Por entonces -de esto hace ahora 17 años- yo era muy joven, acababa de terminar mis estudios y compartía con un amigo un piso oscuro e infecto en la calle Pujol, en Barcelona, muy cerca de la plaza Bonanova. Mi amigo se llamaba Marcos Luna, era de Gerona como yo y en realidad era más y menos que un amigo: habíamos crecido juntos, habíamos jugado juntos, habíamos ido juntos al colegio, teníamos los mismos amigos. Desde siempre Marcos quería ser pintor; yo no: yo quería ser escritor. Pero habíamos estudiado dos carreras inútiles y no teníamos trabajo y éramos pobres como ratas, así que ni Marcos pintaba ni yo escribía, o sólo lo hacíamos en los escasos ratos libres que nos dejaba la tarea casi excluyente de sobrevivir. Lo conseguíamos a duras penas. él impartía clases en un colegio tan infecto como el piso en que vivíamos y yo trabajaba a destajo para una editorial de negreros... JAVIER CERCAS