Image: Cuando los cómics se llamaban tebeos

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Letras

Cuando los cómics se llamaban tebeos

Antoni Guiral

28 abril, 2005 02:00

El jueves ediciones. Barcelona, 2005. 360 páginas, 29 euros

Es un primer acierto que El Jueves haya acogido esta obra, dado que sin lugar a dudas son algunos de los dibujantes más jóvenes de esa publicación semanal los que, con la conveniente puesta al día, mejor han recogido la herencia que aquellos esforzados dibujantes de humor de Bruguera fueron atesorando a lo largo de varias décadas en algunos de los más importantes tebeos con que este país ha contado.

Y, cuando digo esto, estoy pensando en nombres como Manel, Monteys, ágreda, Vergara o Velarde, por ejemplo. Y es un segundo acierto que la autoría de este libro, que viene a hacer las veces del catálogo que nunca existió en la exposición Factoría de humor Bruguera del CCCB de Barcelona, corresponda a Antoni Guiral, que ha sido guionista, teórico y editor, con lo que se evita esa actitud cuasi de entomólogos con que algunos estudiosos se acercan al mundo de la historieta, manejando la información con la misma frialdad con que los forenses llevan sus intervenciones a cabo.

Estamos, pues, ante un libro apasionado, bien documentado y mejor escrito, en el que el autor se ha puesto unos límites para la investigación: 1945, que es cuando comienza una clara apuesta editorial por la historieta, sustentada en el convencimiento que un notable redactor jefe, Rafael González, tuvo de sus posibilidades en aquel momento histórico concreto y en el respaldo de un gran plantel de autores de diversas generaciones, y 1963, año en que el ministerio de Manuel Fraga fija su atención en las publicaciones infantiles e insta a la elaboración de una severa legislación que estrangulará la casi nula libertad de que en algunos momentos se había gozado. Si bien yo creo, y el propio Guiral así lo apunta también en su trabajo, que el derrotero de expansión descontrolada que el grupo había tomado y, como efecto del mismo, la situación profesional de los autores hacía tiempo que venían mostrando signos evidentes de agotamiento.

La génesis de esta aventura comenzó con el entusiasmo de un editor, Juan Bruguera Teixidó, sobre cuya biografía seguimos contando con demasiadas lagunas, que comprendió en 1910 la amplitud de mercado que había en España para la literatura popular y fundó El Gato Negro. De entre el sinfín de folletines, tebeos, cromos y otros productos que surgieron de su imprenta, nos interesa sobre todo el hecho de que en 1921, para competir con el TBO, aparecido cuatro años antes, pusiera en el mercado una publicación llamada Pulgarcito, que los que hayan tenido oportunidad de conocer por sus ejemplares o por la reedición de Ediciones B de hace unos años, distaba mucho de ser lo que luego sería, impregnada como estaba del moralismo y el patriotismo propios de casi todas las revistas para niños de aquel período.

A su muerte, en 1933, la editorial pasó a manos de sus hijos Pantaleón y Francisco, que perseveraron por el mismo camino, sortearon luego las contrariedades de la Guerra Civil y la temporal incautación de sus talleres, y, terminada la contienda, cambiaron el nombre de la empresa por el de Editorial Bruguera.

En un marco lleno de dificultades para los editores, tanto por la escasez de papel como por la necesidad de los oportunos permisos, que eran más favorables a los empresarios afines al nuevo régimen político (y Francisco Bruguera, pese a estar a la sombra de su hermano, estaba estigmatizado por su compromiso republicano), hubo que empezar prácticamente de cero con cromos, novelas y tebeos que a duras penas podían llegar a los puestos de venta con una periodicidad regular, situación que mejoraría algo a partir de 1945, pero que no se normalizaría totalmente hasta 1952.

Pero el acierto de contratar a un periodista de La Vanguardia represaliado, el antes citado Rafael González, que, con el paso de los años se iría convirtiendo en una persona demasiado severa, se tradujo en que en aquellos momentos, en torno al nuevo Pulgarcito, y después a las revistas que fueron apareciendo, se produjera una concentración de espléndidos veteranos dibujantes de humor, muchos de ellos también represaliados, y de otros más jóvenes que generaron docenas de personajes con el suficiente carisma para que niños y adultos encontraran en aquellas páginas un costumbrismo cómico con el que identificarse: El reporter Tribulete, que en todas partes se mete (1947) de Cifré; Carpanta (1948) y Zipi y Zape (1948) de Escobar; Don Pío (1947) y Gordito Relleno (1948) de Peñarroya; Doña Urraca (1948) de Jorge; Las hermanas Gilda (1949) de Vázquez; o El loco Carioco (1949) de Conti, por citar algunos.

El libro, centrado en el universo de las revistas humorísticas de Bruguera (otro libro reciente, Guía visual de la Editorial Bruguera (1940-1986) de Tino Reguera, en Glénat, les ayudará a ampliar la mirada), vuelve a reincidir en la tesis planteada por anteriores eruditos de que todas aquellas páginas se convirtieron en el mejor espejo de una España gris y mísera, en la que el hambre, el estraperlo, la férrea moral, el autoritarismo o la insultante estulticia de los nuevos ricos, por ejemplo, campaban a sus anchas. Los personajes de Bruguera serían, por tanto, la mejor crónica cotidiana de lo que estaba aconteciendo bajo aquella dictadura y su crítica la única posible en aquellos momentos. Y algo de ello, en efecto, hay. Pero mucho me temo que la nostalgia y la evidente inexistencia de otros caminos por los que haber podido discurrir nos empuje con estos juicios a una magnificación excesiva.

Lo que estos autores hicieron, y los que se incorporaron en nuevas hornadas (como Martz Schmidt, Nené Estivill, Ibáñez -que acabaría por ser la estrella de la casa-, Gin, Raf, Segura, Gossett, o Sanchís, entre otros), fue proporcionar a los españoles de aquellas décadas un pequeño lenitivo para sus sinsabores, más a la manera, porque no podía ser de otro modo, a como en el siglo anterior lo había hecho un Mesonero Romanos que un Larra. Muchos de ellos tenían unas dotes fuera de lo común, y por eso la parte más emotiva y apasionante del libro es aquella en la que Guiral se centra en el retrato humano de los dibujantes, y bastantes soñaron con la posibilidad de haber nacido en otro país y en otro momento para poder haber crecido como lo hicieron sus pares extranjeros en las páginas de Punch o de New Yorker. Pero aquella siniestra España era una madrastra castradora que daba de sí bien poca cosa y lo que hicieron, y lo hicieron francamente bien, era lo único que la sociedad admitía y que les permitía vivir. Buscar soterradas lecturas en Pulgarcito, El DDT, El Campeón, Can Can, Sissi, o Tio Vivo (que fue inicialmente la revista de un pequeño grupo de rebeldes que quiso plantar cara a los abusos de los que los editores estaban dando demasiadas muestras) sería, a mi juicio, por completo descabellado.

La avaricia empresarial, que empezó a manifestarse a finales de los años cincuenta, creció sin continencia alguna. Las relaciones laborales fueron empeorando y el stajanovismo al que los dibujantes eran sometidos alcanzó límites insoportables. Y cuando llegó el momento de la crisis de los tebeos como elemento masivo de ocio infantil el monstruo en que se había convertido Bruguera empezó a tambalearse, aunque hubo algunos destellos y algunas estrellas (como Jan), de manera que cuando se derrumbó en 1986 nadie comprendía cómo aquel cadáver podía haber aguantado tanto tiempo en pie.

Pero libros como éste, al margen de levantar acta de todo ese devenir, son necesarios para homenajear a toda esa pléyade de creadores que, como el mismo pueblo español, se hubiera merecido una historia bien distinta.


Escuela Bruguera
La referencia a la Escuela Bruguera parece nacer de Terenci Moix, que con ella alude en su libro Los comics: arte para el consumo y formas pop a la vertiente de los tebeos humorísticos de la editorial de ese nombre. Este concepto de escuela evoca la existencia de ciertos elementos unificadores en la creación, que además han influido en otros autores coetáneos y posteriores. Curiosamente, en este caso no se plantea esa denominación alrededor de un estilo gráfico, como el expresionismo o la línea clara, sino de una editorial representada esencialmente por Pulgarcito y sus contenidos. Sin olvidar, por su carácter igualmente emblemático, la serie de Paracuellos, nombre del pueblo del Jarama en que existió el Hogar de Auxilio Social en el que el dibujante Carlos Giménez pasó su infancia y donde leyó muchos cuadernos de aventuras de El cachorro: en ella su autor refleja el contexto histórico de dictadura política, de negación de libertades, de escasez económica y penalidades sociales.