Letras

Hombre lento

por J. M. Coetzee

6 octubre, 2005 02:00

J. M. Coetzee. Foto: Eric Miller

Que la vida iba en serio uno lo descubre siempre muy tarde. Es lo que le ocurre al protagonista de Hombre lento (Mondadori), la última novela de J. M. Coetzee. El premio Nobel de 2003, esquivo y excelente narrador, descubre la historia de un fotógrafo jubilado al que atropellan y pierde una pierna. Obsesionado por su cuidadora, irecibe la visita inoportuna de una vieja conocida de los lectores de Coetzee, Elisabeth Costello, que le azuza para que se convierta en un personaje interesante. Antes, en el fragmento que publica El Cultural, vive la conmoción de saber que todo ha cambiado para siempre .

Las noches son interminables. Siempre tiene calor o frío. La pierna le pica, aprisionada en sus vendajes, y él no alcanza a rascarla. Si contiene la respiración, puede oír el susurro fantasmal de su carne maltrecha al soldarse de nuevo. Cuando le llega el sueño, lo hace de repente y le dura poco, como si de los pulmones le subieran ráfagas de restos de anestesia que lo venciesen.

Día y noche, el tiempo avanza a paso de tortuga. Hay un televisor frente a la cama, pero a él no le interesan ni la televisión ni las revistas que alguna persona amable le ha traído (Who, Vanity Fair, Australian Homes and Gardens). Se queda mirando la esfera de su reloj y graba en su mente la posición de las manecillas. Luego cierra los ojos y trata de pensar en otras cosas: su propia respiración, su abuela sentada a la mesa de la cocina desplumando un pollo, abejas entre flores, cualquier cosa. Abre los ojos. Las manecillas no se han movido. Es como si trataran de avanzar a través de pegamento.

El reloj permanece inmóvil, pero el tiempo no. Incluso tumbado en su cama puede sentir que el tiempo opera sobre él como una enfermedad que lo consume, como la cal viva que echan sobre los cadáveres. El tiempo lo está royendo, está devorando una a una las células que lo componen. Sus células se están apagando como luces.

Las pastillas que le dan cada seis horas mitigan lo peor del dolor, lo cual está bien, y a veces le hacen dormir, lo cual está mejor. Pero también lo dejan aturdido y le insuflan tanto pánico y terror que rehúsa tomarlas. "El dolor no es nada -se dice a sí mismo-, solamente una señal de advertencia del cuerpo al cerebro. El dolor ya no es más real que una radiografía". Pero, por supuesto, se equivoca. El dolor es real, no tiene que aguijonearle en absoluto, solamente enviarle un par de punzadas. Después de eso se conforma con estar aturdido y con las pesadillas.

Han llevado a otra persona a su habitación, un hombre mayor que él al que acaban de operarle de la cadera. El hombre se pasa el día tumbado con los ojos cerrados. De vez en cuando una pareja de enfermeras cierra las cortinas que rodean su cama y, a cubierto, atienden las necesidades de su cuerpo.

Dos vejestorios. Dos tipos viejos en el mismo barco. Las enfermeras son buenas, son amables y joviales, pero bajo su enérgica eficiencia él puede detectar -y no se equivoca, lo ha visto demasiado a menudo en el pasado- una indiferencia final hacia su destino, el suyo y el de su compañero. En el joven doctor Hansen percibe, bajo la preocupación amable, la misma indiferencia. Es como si en algún nivel inconsciente esos jóvenes a quienes les han asignado cuidar de ellos supieran que no les queda nada que aportar a la tribu y que por tanto ya no cuentan. "¡Tan jóvenes y tan despiadados!" -se lamenta para sus adentros-. "¿Cómo he ido a caer en sus manos? ¡Es mejor que los viejos se encarguen de los viejos y los muertos de los muertos! ¡Y qué locura es estar tan solo en el mundo!"

Hablan de su futuro, lo incordian para que haga los ejercicios que lo prepararán para ese futuro, lo apuran para que salga de la cama. Pero para él no hay futuro, la puerta al futuro ha sido cerrada con llave. Si existiera una manera de acabar consigo mismo mediante alguna acción puramente mental lo haría de inmediato, sin perder más tiempo. Tiene la cabeza llena de historias de personas que ponen en práctica su propio final: que pagan metódicamente las facturas, escriben notas de despedida, queman viejas cartas de amor, etiquetan llaves, y luego, una vez que todo está en orden, se ponen su mejor traje de los domingos, se tragan las pastillas que han ido reuniendo para la ocasión, se tumban en su cama recién hecha y se disponen a desaparecer. Todos ellos héroes anónimos, sin nadie que cante su hazaña. "He decidido no ser una molestia". De lo único de lo que no se pueden ocupar es del cuerpo que dejan atrás, ese montón de carne que al cabo de un par de días empezará a apestar. Si fuera posible, si estuviera permitido, cogerían un taxi hasta el crematorio, se colocarían delante de la puerta fatal, se tragarían su dosis y, antes de que la conciencia se apagara, apretarían el botón que los precipitaría a las llamas y les permitiría emerger al otro lado convertidos en nada más que una palada de ceniza, casi ingrávida.

Está convencido de que pondría fin a su vida si pudiera, ahora mismo. Y, al mismo tiempo que lo piensa, sabe que no lo va a hacer. Es sólo el dolor, junto con las noches intermitentes de insomnio en este hospital, esta zona de humillación en la que no hay donde esconderse de la mirada despiadada de los jóvenes, lo que le hace desear la muerte. Las implicaciones de estar soltero, solitario y solo se le hacen palpables de forma más pronunciada al final de la segunda semana de su estancia en la tierra de la blancura.
-¿No tiene familia? -dice la enfermera de noche, Janet, la que se permite bromear con él-. ¿No tiene amigos? -Arruga la nariz al hablar, como si fuera una broma que él les estuviera gastando a todos.
-Tengo todos los amigos que quiero -responde él-. No soy Robinson Crusoe. Simplemente no quiero ver a ninguno.
-Ver a sus amigos le haría sentirse mejor -dice ella. Le animaría. Estoy segura.
-Ya recibiré visitas cuando me apetezca, gracias -dice él.

No es un hombre irascible por naturaleza, pero en este lugar se permite accesos de irritabilidad, de enfado y de cólera, ya que parece que eso hace que a sus cuidadores les resulte más fácil dejarlo sólo. "En el fondo no es tan malo",se imagina que les dice Janet a sus colegas en tono de protesta. "¡Menudo viejo cabrón!", se imagina que le replican sus colegas entre resoplidos burlones.

Sabe que ahora que está mejorando se espera de él que experimente deseos repulsivos hacia esas jóvenes, deseos que, dado que los pacientes masculinos, no importa cuál sea su edad, no pueden evitarlos, aflorarán en momentos inconvenientes y tendrán que ser desviados con toda la rapidez y la firmeza posibles.

La verdad es que él no tiene esos deseos. Su corazón es tan puro como el de un bebé. Las enfermeras no le reconocen el mérito de esa pureza de corazón, claro, pero él tampoco lo espera. Ser un vejestorio lascivo forma parte del juego, un juego que él rehúsa a jugar.

Si se niega a ponerse en contacto con ningún amigo es simplemente porque no quiere que lo vean en su nuevo estado mermado, humillante y humillado. Pero, por supuesto, de una forma u otra, la gente se entera de lo sucedido. Le envía sus mejores deseos e incluso lo llaman en persona. Por teléfono es fácil inventarse una historia. "No es más que una pierna - dice con una amargura que él confía que no se perciba al otro lado de la línea-. Iré con muletas durante una temporada y luego con una prótesis". En persona, la farsa es más difícil de representar, ya que en la cara lleva escrito con total claridad cómo aborrece de ese muñón con el que a partir de ahora va a tener que cargar a todas partes.

Desde el principio del episodio, desde el incidente en Magill Road hasta el presente, no se ha comportado bien, no ha estado a la altura de las circunstancias; eso lo tiene claro. Se le ha presentado una oportunidad única para sentar un ejemplo de cómo aceptar con buen humor uno de los golpes más aciagos del destino y él la ha rechazado. "¿Quién me hizo esto?: cuando recuerda cómo le gritó al sin duda muy competente, aunque más bien vulgar, joven doctor Hansen, queriendo decir al parecer "¿Quién me atropelló?", pero queriendo decir en realidad "¿Quién tuvo el mal juicio de cortarme la pierna?", le embarga la vergöenza. No es la primera persona en el mundo que sufre un accidente desagradable ni el primer anciano que se encuentra en un hospital con gente joven bienintencionada pero en última instancia indiferente que cuida de él de forma puramente mecánica. Y una pierna de menos...

¿Qué es perder una pierna, desde una perspectiva global? Desde una perspectiva global perder una pierna no es más que un ensayo para perderlo todo. ¿A quién le va agritar cuando llegue ese día? ¿A quién va a culpar?

Margaret McCord viene a visitarlo. Los McCord son sus amigos más antiguos en Adelaida. A Margaret le disgusta haber tardado tanto en enterarse, y está llena de indignación moral contra quienquiera que le haya hecho eso.
-Confío en que los vayas a demandar -dice ella.
-No tengo intención de demandar a nadie -contesta él-. Tiene demasiados visos de comedia. Quiero que me devuelvan mi pierna, y si no puede ser.... esas cosas se las dejo a la compañía de seguros.
-Estás cometiendo un error -dice ella. A la gente que conduce de forma imprudente habría que darles una lección. Supongo que te pondrán una prótesis. Hoy día hacen unas prótesis tan maravillosas que pronto vas a poder ir en bicicleta otra vez.
-Creo que no -responde él-. Esa parte de mi vida se ha acabado.
Margaret cabecea.
-¡Qué pena! -dice. ¡Qué pena!
Es enternecedor que diga eso, reflexiona él más tarde. "¡Pobre Paul, pobrecito, qué difícil es lo que vas a tener que pasar!": eso es lo que quería decir, lo que ella sabía que él entendería detrás de sus palabras. "Todos tenemos que pasar por algo así -le gustaría a él recordarle-, al final".
Lo que le sorprende de todo el asunto del hospital es lo deprisa que la preocupación se desplaza del hecho de arreglar su pierna -"¡Excelente -dice el doctor Hansen palpando el muñón con un dedo elegantemente manicurado-. Se está soldando de maravilla. Pronto volverá a ser usted mismo") a la cuestión de cómo "se las arreglará (es la expresión que usan) cuando lo suelten en el mundo de nuevo.
Indecentemente pronto, o eso le parece a él, una asistenta social, la señora Putts o Putz, entra en escena.
-Todavía es joven, señor Rayment, Paul -le informa ella con ese tono jovial que le deben de haber enseñado a usar con los viejos-. Va a querer seguir siendo independiente, y no hay duda de que eso está bien, pero durante una temporada va a necesitar una enfermera, una enfermera especializada, que nosotros le ayudaremos a conseguir. A largo plazo, incluso cuando pueda caminar, va a necesitar a alguien que le ayude, que le eche una mano con las compras, la cocina, la limpieza y demás. ¿No tiene a nadie?