La prosa de Marguerite Yourcenar siempre ha discurrido entre lo lírico y lo filosófico, la intuición y el concepto. La novela histórica es un género limitado por el rigor de los hechos, pero en este caso poesía y verdad coinciden en la recreación de un espíritu, donde el poder y la prudencia coexistieron con la irracionalidad de los afectos. Adriano comienza a escribir cuando su cuerpo declina y se impone la necesidad de recurrir a la memoria para contrarrestar el efecto disgregador de la muerte. Lejos del prejuicio neoplatónico contra la materia, el emperador se reconoce en el placer, la ambición o el deseo. El imperio del hombre está delimitado por su carne, pero Roma no es un lugar físico, sino una ciudad atemporal y ajena a los valores del cristianismo. Adriano no ignora que el destino es más poderoso que la divinidad. La vida es un bien efímero y el amor no es menos frágil. El tiempo sólo ha corroborado la excelencia de una novela que nunca ocultó su nostalgia por la Antigöedad clásica y pagana.