Letras

Identidades proscritas. El no nacionalismo en las sociedades nacionalistas

Juan Pablo Fusi

18 mayo, 2006 02:00

Seix Barral. Barcelona. 2006. 352 páginas, 19’50 euros

La pereza mental obra en favor de los mitos nacionalistas y de la xenofobia, porque lo más sencillo es creer que el vasco es la lengua de los vascos, que todos los judíos son sionistas y que son más irlandeses aquellos que son católicos. Pero las identidades sólo son homogéneas en las comunidades inventadas. En las reales existe una saludable diversidad, mal que les pese a algunos nacionalistas.

En un momento en que los nacionalismos arrecian en tantos lugares, no sólo en nuestra España, un libro que enfatiza esa diversidad merece una cordial acogida. Juan Pablo Fusi, historiador nacido en San Sebastián y afincado en Madrid, gran conocedor del pasado y el presente de las gentes vascas, ha dedicado su última obra a las identidades de quienes no se amoldan a los estereotipos nacionales. Lo hace a través del estudio de seis casos: la realidad vasca, cuya intrínseca diversidad no encaja en los moldes que pretenden imponerle los herederos de Arana; la actitud de aquellos irlandeses que no aceptaron el dogma nacionalista en el que se basó la independencia irlandesa; las variadas direcciones que tomaron las aspiraciones de los judíos tras su emancipación en el siglo XIX; la lucha de algunos surafricanos blancos contra el régimen racista del apartheid; y los contrastes que se dan en dos territorios en los que en los últimos años han cobrado fuerza las aspiraciones nacionalistas: Escocia y Quebec.

El enfoque de Fusi no es conceptual. No se preocupa de definir con precisión qué es eso del "no nacionalismo en las sociedades nacionalistas", concepto que aplica al conjunto de los casos que estudia, en realidad muy distintos entre sí. De hecho, no se entiende en qué sentido se puede decir que las comunidades judías repartidas por varios continentes hayan constituido nunca una sociedad nacionalista en la que estuviera mal visto el rechazo al sionismo. Por el contrario, lo que caracteriza a los judíos de los dos últimos siglos, como lo demuestra muy bien el propio Fusi, es la variedad de las respuestas que han dado a la cuestión de su identidad. Y el interés de Identidades proscritas reside precisamente en eso, en su capacidad de mostrar, en muy pocas páginas, que los individuos reales que integran una comunidad nunca se amoldan al patrón único que por pereza intelectual se les suele atribuir y que, en el peor de los casos, ciertos nacionalistas pretenden imponer. Es más, entre quienes rechazan el patrón nacionalista destacan algunas de las mentes más creativas de sus respectivas comunidades. El ambiente conformista que caracterizó a Irlanda en las primeras décadas de la independencia resultaba tan opresivo para algunos de sus escritores más brillantes, como para que optaran por vivir en el extranjero. Samuel Beckett llegó a decir, en 1939, que prefería vivir en una Europa en guerra que en una Irlanda en paz.

El capítulo más extenso de Identidades proscritas se dedica al caso vasco, que presenta rasgos sorprendentes. Tendemos a olvidar, por ejemplo, que el propio término Euskadi, de uso hoy habitual entre nacionalistas y no nacionalistas, era a comienzos del siglo XX un neologismo muy poco empleado fuera de un estrecho círculo nacionalista, que por otra parte lo escribía de distinta manera: Euzkadi. En realidad, la integración de los territorios vascos en la monarquía castellana y luego en la española no resultó problemática hasta finales del siglo XVIII, y el nacionalismo, con su pretensión de negar el pasado común y de identificar a lo vasco con lo euskaldún, no ha unido a la sociedad vasca, sino que la ha dividido. Pero los puentes entre ambas riberas del Ebro han seguido siendo sólidos. ¿Alguien puede imaginar la literatura española del pasado siglo sin Unamuno y Baroja, o su economía sin los grandes bancos vizcaínos? Menos conocida es la aportación de los arquitectos vascos a la arquitectura madrileña, incluido el primer rascacielos español, el Edificio España, construido por los hermanos Otamendi. Y hoy mismo intelectuales vascos como Savater, Juaristi y Elorza siguen siendo figuras clave de la cultura española.

El vigor de la cultura vascoespañola es comparable a la de la angloirlandesa. El capítulo de Identidades proscritas dedicado a la cuestión irlandesa, recuerda que olvidar ese componente sería ignorar que algunos de las más brillantes escritores en lengua inglesa, desde Jonathan Swift hasta Samuel Beckett, pasando por Oscar Wilde, George Bernard Shaw y James Joyce, nacieron en Irlanda. De hecho los apellidos angloirlandeses fueron comunes entre los primeros partidarios de dotar a Irlanda de una personalidad política propia. En vísperas de la I Guerra Mundial el gran objetivo de la mayoría de los irlandeses era la autonomía, no la independencia. Se impuso, sin embargo, el nacionalismo independentista que identificaba a Irlanda tan sólo con su componente gaélico y católico. El resultado fue que se separaron las provincias del norte y que, durante sus primeras décadas, el Estado irlandés se caracterizó por la intransigencia de su cultura católica y el estancamiento de su economía. En 1961, recuerda Fusi, la Irlanda de Eamon de Valera era, con el Portugal de Salazar y la España de Franco, el país más pobre de Europa occidental. Toda una demostración de las ventajas de la autarquía, que debieran tomar en consideración los supuestos progresistas que hoy se oponen a la globalización.

Hoy en día, sin embargo, la República de Irlanda se caracteriza por su apertura y por su dinamismo económico, mientras que Irlanda del Norte empieza a superar las secuelas de décadas de enfrentamiento sectario. También es esperanzadora la evolución de Suráfrica, donde la caída del régimen racista del apartheid, basado en la exclusión de la mayoría negra, no ha llevado a un régimen mayoritario que excluyera a las minorías, sino a un sistema que, con sus problemas y sus defectos, puede ser considerado como una democracia multirracial. Y a ese resultado contribuyeron, como destaca Fusi, un admirable puñado de blancos antirracistas, liberales unos, comunistas otros, clérigos algunos -incluido un pastor de la Iglesia Reformada Holandesa, que en su conjunto representó un pilar ideológico del apartheid. Un brillante ejemplo de lo que pueden lograr, en este caso a costa de grandes penalidades, algunos individuos que van a contracorriente de las ideas de su comunidad. Con la paradoja adicional de que algunos de aquellos admirables luchadores blancos contra el apartheid eran militantes comunistas, afiliados al partido en tiempos de Stalin, que sin embargo pueden ser legítimamente incluidos entre los padres fundadores de la democracia surafricana.

En cuanto a los judíos europeos, al acabar la segregación que durante largos siglos les había sido impuesta se les abrieron tres nuevas vías: la plena integración en sus respectivos países, la emigración, o la fundación de un Estado judío en su ancestral Palestina. Este último proyecto ha tenido un éxito difícil de prever en su día, con la fundación del Estado de Israel. Pero no menor ha sido el éxito de otros judíos que emprendieron un proyecto individual muy distinto, la emigración a Estados Unidos y la integración en el melting pot americano. De ahí surgirían Milton Friedman y Noam Chomsky, Stanley Kubrick y Steven Spielberg, Leonard Bernstein y Bob Dylan.


El apartheid
"Quizás la historia -dijo Mandela en 1994- ordenó que el pueblo de nuestro país pagara un alto precio porque nos legó dos nacionalismos que dominan la historia de Suráfrica. [...] Como ambos nacionalismos reclamaban el mismo pedazo de tierra [...] el enfrentamiento entre ambos estaba condenado a ser brutal". Tras abrir el capítulo dedicado al apartheid con estas frases, Fusi demuestra que sólo tuvo razón en parte, pues hubo más fuerzas implicadas y lograron salvar sus diferencias y rencores.