Letras

Los peces de la amargura

Fernando Aramburu

7 septiembre, 2006 02:00

Fernando Aramburu. Foto: Jaime Villanueva

Tusquets. Barcelona, 2006. 242 páginas, 16 eurosLeer extracto

Uno de los rasgos que parecen caracterizar la narrativa española de los últimos lustros es la frecuentísima huida del presente. Pocas veces los escritores se zambullen en los problemas más vivos de la actualidad, que parecen reservados a reportajes periodísticos y películas. Los novelistas se han dedicado en demasiadas ocasiones a refugiarse nostálgicamente en el paraíso de la adolescencia perdida y añorada, en la guerra civil -que tal vez ni siquiera vivieron- o en mundos aún más remotos, como la Edad Media, cuando no han empeñado sus esfuerzos en insulsos jugueteos constructivos.Aquel postulado con que Galdós encabezó su ingreso en la Real Academia Española, el de "la sociedad como materia novelable", parece haberse esfumado del horizonte de nuestros narradores. No se trata de reclamar para la novela los menesteres informativos del periodismo, ni de defender los supuestos ya periclitados de un "realismo" de otras épocas. No se trata de "copiar" la realidad -y no lo hicieron Cervantes, Stendhal, Thomas Mann, Dostoyevski, Steinbeck o Pratolini, entre muchos-, sino de transformarla artísticamente y de no escamotearla como marco de las acciones, que, inevitablemente, se sitúan en un lugar y un tiempo determinados. Durante años, el terrorismo ha sido la principal preocupación de la sociedad española, según numerosísimas encuestas. Pero no existe en la literatura narrativa una producción que corresponda a la importancia social del asunto. Hay muy pocas obras centradas en este motivo, y a menudo discretamente elusivas. Conviene, pues, resaltar el carácter insólito de esta decena de relatos que el escritor donostiarra Fernando Aramburu dedica a los efectos devastadores del terrorismo de ETA en el País Vasco.

Lo que al escritor le interesa no es la crónica de hechos concretos -los diversos atentados que se hallan en el origen de cada una de estas historias-, sino el modo en que afectan a seres humanos, la situación de infortunio y desvalimiento que una muerte, acaso fortuita, provoca en un grupo humano, marcado ya inevitablemente por la amargura para el resto de su existencia. Las víctimas no son tan sólo quienes sufren directamente un atentado y quizá mueren, sino los que permanecen, como familiares, amigos o vecinos que integran, se quiera o no, la lista de damnificados. Esa colectividad doliente, delineada sobre el fondo de una sociedad amedrentada que se refugia en el silencio -como si aquello de lo que no se habla no existiese- es el escenario en que se inscriben los cuentos que integran Los peces de la amargura. Pero, además, la eficacia de los contenidos se acentúa porque Aramburu -no hay que descubrirlo ahora- es un magnífico escritor, uno de los tres o cuatro nombres seguros en el panorama de la narrativa actual. Los peces de la amargura ofrece, junto a una prosa de insólita riqueza, de ejemplar precisión, una variedad de enfoques y modos de contar que acreditan un absoluto dominio del relato, desde el monólogo hasta la narración en tercera persona, desde la organización de la historia en secuencias aisladas a la manera de un guión cinematográfico hasta el relato enteramente dialogado, como ya habían ensayado en la época moderna Galdós o Baroja.

La diversidad de estrategias narrativas es paralela a la variedad de historias y personajes puestos en juego. En el cuento que da título al volumen, el narrador acude a recoger a su hija al hospital, donde ha pasado medio año, acompañado por el novio de ésta. Diversas informaciones nos retrotraen a un suceso apenas aludido -un atentado terrorista que ha causado la invalidez de la muchacha- que transforma la vida familiar. La narración acumula hechos triviales -el cuidado de la pecera, la limpieza de los platos- que invaden el texto se diría que de modo deliberado, sin dejar apenas espacio al relato del suceso central, del que no se habla abiertamente y queda reducido a una escueta mención sin comentario alguno. Tan sólo el final de cada párrafo incluye, sintácticamente aislada, la misma palabra -"Triste"-, que, como un estribillo poemático, resume a la vez el comentario del narrador, su estado de ánimo y una resignación dolorida que ni siquiera deja aliento para el grito y la protesta. "Madres" reviste el aspecto de un relato oral ya desde las primeras palabras ("ésta era una mujer de treinta y cinco años que se llamaba María Antonia"), e inmediatamente, como corresponde al modelo narrativo escogido, brota el nudo de la historia: "Vivía en un pueblo costero de la provincia de Guipúzcoa y su marido trabajaba de guardia municipal en la localidad hasta que una noche, entrando el otoño, lo mataron". La presión de los vecinos para que la viuda y los hijos abandonen el pueblo no se debe tanto a enemistad personal como al miedo de que su cercanía convierta la zona en un lugar inseguro, como sucede en el cuento "La colcha quemada", donde los habitantes de la vivienda en que un vecino ha sido atacado con cócteles Molotov deciden invitarlo a que "se vaya buscando otro domicilio. Que se instale en el pueblo de al lado o en Bilbao hasta que se arregle la cosa. Tiene que comprender que nos crea situaciones muy difíciles" (p. 100). En "Maritxu" la narración en tercera persona de las visitas de una madre a la cárcel en la que está preso su hijo alterna con fragmentos monologados de la mujer, que no está por completo de acuerdo con las acciones de su hijo: "Que matéis guardias y chivatos, pase. Pero niños, no" (p. 63). En "Lo mejor eran los pájaros", una mujer adulta decide contar a su hijo cómo, siendo niña, fueron a sacarla del colegio porque su padre acababa de ser asesinado. A pesar del tiempo transcurrido, la intensidad de la evocación es de tal magnitud que revela hasta qué punto aquel suceso ha condicionado toda la vida posterior de la narradora. La historia evocada concluye con la instalación de la capilla ardiente en el cuartelillo mientras en el pueblo "como se celebraban las fiesta patronales había música y atracciones. Se veían las calles animadas" (p. 87). El cuento "Enemigo del pueblo" relata cómo un rumor infundado que acusa a Zubillaga de chivato despierta la repulsa de sus convecinos, a pesar de que él, envuelto en una ikurriña, se exhibe durante horas en la plaza del pueblo para demostrar su inequívoca ideología. La cárcel y la delación entre militantes son también motivos esenciales en "Golpes en la puerta", donde acaso lo más escalofriante es asistir a la diversión de unos niños que juegan a la ekintza incendiando con petardos caseros pequeños coches de juguete donde se han introducido fotografías de víctimas de atentados aparecidas en la prensa. Aramburu incorpora aquí, acaso sin saberlo, la espléndida intuición de Goytisolo en Duelo en el Paraíso (1955), con aquellos niños que, recluidos en una finca en plena guerra civil, se entregaban a juegos bélicos a imitación de sus mayores.

El cuento dialogado "Después de las llamas" ofrece una estampa casi esperpéntica de la mujer más preocupada por la posible visita del lehendakari -con su cortejo de periodistas y fotógrafos- al hospital que por el estado de su marido, víctima de un atentado. La lectura atenta de Los peces de la amargura me parece indispensable.

El artista sin sombras

Licenciado en Filología Hispánica, Fernando Aramburu nació en San Sebastián, en 1959, en una familia "que chorreaba modestia por todas partes". Hizo de todo para pagarse sus estudios y desde 1985 vive en Alemania dando clases de castellano a los hijos de inmigrantes en Lippstandt y Gieseke, al norte de Renania-Westfalia. A pesar de su disfraz de lobo estepario, a comienzos de los 80 fue creador y promotor del grupo de literatura Cloc en San Sebastián.

Aramburu saltó a la fama tras la publicación de Fuegos con limón (1996), y sus siguientes novelas -Los ojos vacíos (2000); El trompetista del Utopía (2003); Vida de un piojo llamado Matias (2004); Bami sin sombra (2005)- y ensayos -No ser no duele (1997), El artista y su sombra (2002)- le han consolidado como uno de los escritores más destacados de su generación. Ha recibido, entre otros, el premio Ramón Gómez de la Serna 1997 y el Euskadi 2001. En otoño se estrena la película Bajo las estrellas, basada en El trompetista del Utopía. Él mismo confesaba a El Cultural que "me gano el sustento con la docencia a fin de gozar de libertad en lo que más me importa, que es la literatura. El mercado apenas logra dañarme ya que soy escritor solitario, rumiante, y vivo lejos".