Letras

Fuego latente

por Lluïsa Forrellad

4 enero, 2007 01:00

Lluïsa Forrellad

Espasa

PRIMERA PARTE

PONIENTE

En aquella época, en las masías había mucha gente contratada. Era estupendo. Durante las veladas invernales, todos se sentaban alrededor de la chimenea comiendo tostadas con ajo. A los niños nos daban manzanas asadas y nos ponían en fila sentados en el suelo frente a todas las viejas que hacían calceta. Los hombres discutían sobre política pasándose el porrón. Había liberales, carlistas, republicanos, anarquistas, radicales, regionalistas, revisionistas y también otras cosas menos definidas. Las discusiones solían acabar a gritos. Cuando insultos y maldiciones lo ensordecían todo, Gori, que era el masovero, daba un puñetazo en la mesa y enviaba a todo el mundo a dormir, incluidos los niños, aunque no nos hubiéramos acabado la manzana.

De este modo, los unos me habían dicho que yo había nacido el día de la Restauración borbónica, de la paz y del orden, mientras que los otros consideraban que era el día del golpe de estado reaccionario de los enemigos de la República y la libertad. No es necesario decir que la fecha era la misma, 9 de enero del año 1875, cuando don Alfonso de Borbón desembarcó en Barcelona, tuvieran razón los unos o los otros o no tuvieran razón ni los unos ni los otros, cosa que debía de ser la más aproximada.

Poco más había sabido yo de mi nacimiento. Total, que para colmo, el mismo día había muerto mi madre. No conocí a mi padre ni jamás nadie me habló de él, aunque se murmuraba acerca de algún libertario. Yo había oído decir que una de mis abuelas era cubana y que la llamaban la Barram, y que no había venido nunca a la Península. Tal vez mejor. De nombre me habían puesto Pol porque allí estaba la ermita de Sant Pol de la Serra. Al santo le debo haberme librado de llamarme Baldomero como Espartero, Amadeo como el rey o bien Juan como Prim, el héroe de la guerra de Marruecos. El apellido, por si alguna vez lo necesitaba, era Caselles, tal como se llamaba mi madre, Antònia Caselles, la criada de can Masats, hija de una criolla y de un muchacho cestero con malaria al que llamaban el Sucret.

Madre enterrada, padre desconocido y abuelos desaparecidos. Mi árbol genealógico era, pues, un solo brote que levantaba medio palmo del suelo a merced de cualquier pisotón. Fui un niño de todos o acaso de nadie. Las mujeres de la masía me daban las sopas mezclado con su chiquillería y me dejaban gateando en la era con la caca en el culo. Cuando tuve seis años, me pusieron a limpiar pocilgas de cerdos con un rastrillo y recibí los sopapos del masovero, que para desfogarse sólo me elegía a mí. Platos de patatas no me faltaban. Cuando iba a los encinares del Monterol con la piara, me llevaba pan con queso y la bota de vino. Me tumbaba sobre la broza dura llena de bellotas y, por entre las ondulaciones de aquellos árboles viejos, veía más allá la hermosura de los campos labrados, de un color pardo. Era tierra blanda y desgranada como pan de brisa. No tengo malos recuerdos de las cercanías del Alt Camp, salvo que me sentía solo en medio del ganado.

Fui a la escuela durante cuatro meses. Tenía que bajar a pie hasta el pueblo de Pella, que estaba a dos horas de camino. Algún que otro día me llevaba el esquilador en la grupa del burro. Los diecisiete chicos de clase me llamaban el bastardo. El año 1885 se murió el rey y el amo Lau mandó que se rezara una oración de difuntos. Gori, el masovero, no quiso ir.

Apenas me estaba haciendo mayor cuando me fui con la cuadrilla de los segadores que emprendían camino hacia las tierras bajas. No creo que la gente de can Masats me echara de menos, porque pocos se habían dado cuenta de que vivía con ellos. No quiero decir que me hubieran cuidado mal. La masovera me lavaba la cara y me remendaba la ropa como a toda la tropa. Una vez me compró unos tirantes. Esos tirantes tuvieron la culpa de que me marchara. En la placita de Pella donde jugábamos a canicas, había un chico que tenía una colección de cromos. Al chico le gustaron mis tirantes e hicimos un trueque: yo se los daba y él me daba los cromos. Durante todo el camino de regreso a casa estuve contándolos. De tan contento me temblaban las manos. Cuando ya entraba en el condominio, me senté en el repecho. Mira y vuelve a mirar aquellas estampas de la conquista de las Américas. No me daba cuenta de que oscurecía. No oía que me llamaban. El masovero en persona vino a buscarme y de un cogotazo me envío a casa. La colección de cromos fue a parar a la basura.

-¿Y los tirantes, dónde están, eh, mal nacido?

Aquella noche decidí irme de can Masats. Cuando todos dormían, bajé de puntillas. La masovera se me presentó con un mantón sobre el camisón y la vela en la mano.

-¿Por qué quitas el cerrojo, Pol?

Era una mujer de pocas palabras y malcarada, pero más de una vez me había defendido. Recuerdo un día en que Gori, el masovero, me estaba dando una paliza y ella se puso en medio gritándole: "¡Lo vas a hacer trizas, maldito! ¡Con esta criatura eres una bestia!".

-¿No oyes lo que te digo, Pol? ¿Por qué abres la puerta a medianoche?

-Quiero irme con la cuadrilla de los segadores que acampan en el valle.

-No te querrán -dijo ella con desdén-. ¿No ves que eres un enano?

-Diré que tengo trece años.

La masovera me miraba de la cabeza a los pies.

-No sé por qué te vas al caer la noche como un ladrón si no te llevas nada. Coge el tapabocas.

Corrí a buscar el tapabocas, y cuando regresé a la entrada, la mujer daba la impresión de no haberse movido de allí, donde estaba en pie; a pesar de eso, me alargó un zurrón con un corrusco de pan, un puñado de avellanas y diez reales.

-Ten cuidado de que no te lo quiten -me dijo-. No seas bobo. ¡Hale, venga, vete!

Por eso digo que no se portaron mal conmigo. Nunca he tenido un mal recuerdo.


* * *


Tras un hartón de andar, a principios de junio empezamos con la hoz por las mieses tempranas de las tierras de la altiplanicie central. Yo no estaba acostumbrado y sudé de lo lindo bajo aquel sol infernal, con las manos llenas de ampollas y con las picaduras de los tábanos. Dieciocho horas diarias. Como el jefe de la cuadrilla me veía inexperto y joven, sólo me daba la mitad de la paga. Y cuando al cabo de dos semanas empecé a rendir igual que los demás, tampoco me la aumentó. Hasta finales de agosto no me vi capaz de ir delante de un bancal segando sin que nadie me alcanzara. Tampoco me la aumentó.

Habíamos empezado por la avena y la cebada y finalmente hacíamos el trigo. El día era largo y en todos los pueblos por donde pasábamos hacíamos refrigerios y jarana. Por dura que fuera la jornada, aquella gente robusta y juerguista no perdía jamás el buen humor. Cantaban y charlaban y se hacían pasar la bota. El trabajo no quedaba atrás, sino que competían entre ellos. Yo me sumé. Treinta y tantos segadores nos metíamos en los campos empuñando la hoz, a ver quién se afanaba más. La apuesta siempre estaba en pie. Y en un visto y no visto, conseguíamos una vasta extensión de espigas cortadas dejando un rastrojo igualado y corto como cabezas rapadas al cero. Aprendí a bailar coplas al son de la cornamusa, y también sardanas; las sardanas el domingo, en el pueblo, con cobla. Nos vestíamos de terciopelo, con faja roja y barretina enroscada. Había mucha gente joven, alegre y sana. Chicas espigadoras con ganas de festejar. Teníamos la piel tostada, por más que yo era oscuro de nacimiento como mi madre. Nos atiborrábamos de escalivada a la sombra de las parras y dormíamos sobre las balas de esparceta de los campos.

Al acabar las mieses de una campiña, nos contrato nuevo, haciendo una fila de cantores.

La juerga se nos estropeó en el Pla de Manlleu cuando se sumaron forasteros a la cuadrilla, gentuza bruta venida del otro lado de los Pirineos. Bebían todo el rato. Hablaban chapurreando y de una manera obscena que hacía ruborizar a los campesinos castos. Conseguían que los siguieran mujeres que de día ataban gavillas y de noche dormían con ellos. Por más que todos sudáramos, nunca habíamos ido guarros como esa gente. Su comportamiento era extraño. Se peleaban entre ellos; se arreaban golpes brutales, manos en aspa pegando del derecho y del revés; se rompían narices y dientes, y al cabo de un momento se abrazaban y se emborrachaban juntos brindando a la salud de la France.

A medida que íbamos bajando, se nos sumaban más. Accedían a cobrar menos.

Cuando empezábamos otro campo, muchos de nosotros no cabíamos. Nuestra cuadrilla ya no parecía nuestra.

Yo trajinaba en la trilla mezclado con la chusma. Apenas quedaba nadie de las tierras altas. El gabacho que bieldaba conmigo no callaba nunca. Me enseñaba francés. No hacía más que recitar arengas de les enfants de la patrie, y en cuanto podía se escabullía. Cuando reaparecía y yo le preguntaba dónde coño se había metido, me decía: "He ido al cabinet d'aisances". Apenas lo entendía. "¿Y eso qué es?" "¡La meadora, allons donc!"

Durante las horas de la noche, con ruido de ronquidos, de maldiciones, de gemidos y vomitados, los pocos que quedábamos de la primitiva cuadrilla nos alejábamos asqueados.

Yo solía esconderme en el punto más elevado de los pajares; extendía el tapabocas sobre el heno y me dormía como un bebé. Una noche oí que alguien subía. Una de esas rameras me decía con un susurro: "Joli, mon chéri". A la poca luz de la mecha de sebo le vi una pierna cuando cruzaba la valla hacia mi lado. No me habría asustado de una mujer si no hubiera sido porque tenía pocos años y mucha vergöenza. Me deslicé por encima de las balas de alfalfa y me dejé caer al suelo haciendo que me siguieran chaqueta y hatillo. Sin decir adiós a nadie, me embalé piernas para qué os quiero en plena noche. Podría decirse que no dejé de correr hasta la comarca del Penedés, donde llegué en pleno septiembre, justo para la vendimia.

Poco se diferenció la vendimia de la siega, sólo que hacía fresco y dormíamos envueltos en mantas bajo los soportales de las plazas. No tardamos en ver que allí volvían a comparecer miembros de la pandilla extranjera. Eran como el pulgón. Les llamábamos la plaga gabacha.

Cada vez nos resultaba más difícil obtener un contrato. No había trabajo. Mucha extensión de viña estaba seca. Entre nosotros se hablaba en voz baja de la resistencia de los campesinos contra los terratenientes. Las cepas se secaban sin que nadie quisiera replantarlas. Era difícil saber quién condenaba las viñas, si los unos o los otros.
Mientras nos calentábamos alrededor de una fogata, un hombre que se llamaba Soter dijo que las razones arrancaban del código civil del año de la polca, cuando habían inventado la ley de la cepa muerta. Yo estaba harto de oír hablar de la cepa muerta sin saber qué coño significaba. Mal que bien, me lo explicó: los campesinos habían plantado viña propia en tierras de otros. Sólo pagarían un impuesto a los propietarios y toda la cosecha sería para ellos mientras vivieran aquellas cepas, hasta que se murieran aquellas cepas. Aquellas cepas prometían durar cincuenta años. La cosa era sencilla, pero ellos la complicaron añadiendo tratos: Tú pagas las contribuciones, yo los abonos; tú los toneles, yo los portes, tú la bodega... ¿Y las granizadas, quién? ¿Y la filoxera, qué? Primero la carga de vino a siete duros. Después, mala cosecha, mercado francés perdido, la plaga, precios por los suelos, tributos altos. Más granizo. Pasaron años, diez, quince, veinte. Y aquellas cepas allí. Hasta que la viña empieza a morir. Pero no todas las cepas al mismo tiempo, sino de una en una, en largos intervalos. Media viña, tres cuartas partes. La ley no contaba con esto. Decía "cepa muerta" y basta. Entonces, ¿en qué momento los amos deben reclamar la heredad? ¿A la primera cepa muerta o a la última cepa viva? No se ponen de acuerdo; todos tienen razón; los unos pueden perder el beneficio de una vida de trabajo y los otros el derecho sobre las propias tierras. Empiezan las trampas. Aquí se injertan cepas viejas de manera que revivan. Allí se queman y se arrancan de raíz. Denuncias, litigios. Comités de resistencia. Agrupación de terratenientes. Vendimias protegidas por pelotones de caballería. Se mete la Real Audiencia de Cataluña, opina el Tribunal Supremo.

-¡Todo a hacer puñetas! -concluyó el hombre.

Se acostó y se tapó con el capote. Me resguardé a su lado. Aunque durmiéndome ya, le oía parlotear:

-¡La madre que los parió! Un hartón de comer uvas y tener ca-garrinas por sesenta duros. ¡Maldito sea el día que me marché de la ciudad! ¡Allí sí que hacía pasta!

Aquellas palabras se me metieron en la cabeza y me desvelé. ¡Hacer pasta en la ciudad! Fue como si me diera una idea que a mí solo no se me hubiera ocurrido.

El tal Soter no tenía una sola noche tranquila. De repente se incorporaba a gatas. Regresaba y se dejaba caer, palpando para encontrar la manta.

-Me estiráis la mía -refunfuñaba yo-. ¿Dónde vais tantas veces?

-¡Al cabinet d'aisances, dónde si no!

Por Santa Catalina, a finales de noviembre, con un viento que cortaba y una escarcha que azucaraba las hierbas de los senderos, me encontraba en las Garrigues en la cosecha de la aceituna. Todos los que subidos a las escaleras arrancábamos, llevábamos medio ladrillo caliente dentro de la pechera e íbamos metiendo ahora una mano, ahora la otra, para no perder el tacto. Veíamos allí, haciendo guardia, a los campesinos con la escopeta y los perros.

En primavera íbamos hacia abajo, hacia levante, a recolectar habas por toda la huerta tortosina y ayudar en la siembra del arroz. Ahora en las masías no nos daban la comida. Y nada de dormir en los graneros rapiñando huevos. Los temporeros nos las teníamos que apañar fuera, en el pajar de la era, royendo un corrusco y oyendo ladrar a los perros toda la noche.

De este modo yo iba recorriendo el mundo mezclado con aquel montón de inútiles, teniendo siempre la sensación de estar solo. Solo y echado a perder, sin un instante de reposo ni techo seguro, ni mesa, ni cama, mal calzado y mal vestido, pasando calor y frío, con la barriga flaca y con unos hartones de trabajar que me dejaban doblado.


* * *


Un año, dos y tres dando vueltas por la intemperie. La llegada de los fríos deshacía la cuadrilla y cada uno volvía a casa, pero yo seguía. Hacía alguna parada aquí para ordeñar vacas y alguna parada allá salando cerdo. Un invierno de chubascos y granizadas estuve más de tres semanas seguidas sin moverme de un pueblo de las Gavarres, haciendo tapones. Tapones de corcho, tal como suena. Cortaba la corteza en trocitos y la volvía a pelar con un cuchillo. Allí cumplí quince años, en enero de 1890. Aquel trabajo insignificante no iba conmigo. Me impacientaba sentado frente a los cestos entre cuatro abuelos. Los viejos taponeros no dejaban de hablar de los grupos revolucionarios y de las sociedades obreras, fumando un tabaco mojado y apestoso que les hacía toser acto seguido. A mí no me interesaba nada de lo que decían. A mí sólo me interesaba el cobijo y los platos de judías con tocino. Dormía en una buhardilla llena de mazorcas, donde una de las mozas de la cocina me visitaba cada noche. Quién sabe si, al fin y al cabo, fue por aquella espabilada que aguanté tantas semanas raspando corcho. El primer día de sol recogí fiambrera y capote y me las piré.

Otra vez hacia arriba por la ribera del Ebro haciendo trabajos de laya, hasta que llegó junio y la ronda de los segadores se volvió a organizar.

A la hora de ajornalarnos, las plazas del pueblo estaban a rebosar de hombres venidos del Bages, del Berguedà e incluso del Bajo Cinca. No eran temporeros sino mineros, trabajadores de fábricas y obreros que no sabían nada de la tierra. Los de siempre nos veíamos obligados a aceptar condiciones miserables. Los masoveros se habían enseñoreado de la demanda. Trataban a la baqueta. Ni bota de vino. A trabajar y a callar, y al más pequeño incidente, fuera. Había incidentes cada día, rapiña, disputas, amenazas.


Apenas empezaba la trilla del trigo cuando yo ya estaba harto de todo eso. Decidí no perder tiempo y emprender camino hacia las comarcas de viña. Era un largo trecho.

Por los pueblecitos que dejaba atrás no se veía un alma. La gente cerraba a cal y canto por miedo al saqueo. Para comer tenía que meterme en los huertos y atiborrarme de tomates. Por el lado de poniente se veía fuego. Ya hacía tiempo que incendiaban bosques. Era un final de verano pesado. A la hora peor del mediodía me tumbaba a la sombra de los albaricoqueros y recogía la fruta del suelo, llena de hormigas. Arriba, en los árboles, no quedaba nada.

Cuando finalmente llegué al punto donde me había propuesto y se abrían ante mí las pendientes del Priorat, me detuve, incrédulo. Una pandilla famélica de hombres ya cortaba uva. La plaga gabacha.

Huían a bandadas de Francia, donde la filoxera se había extendido. Todo el Rosellón estaba seco.

Nada de contrato. A precio fijo, a real el cesto.

Enseguida calé que la chusma encontraba trabajo y los catalanes no. Desaliñado como iba, me puse a chapurrear en francés. Dicho y hecho, me contrataron.

La recolección se hizo feroz. Nunca tenías el cesto lleno. En cuanto te volvías, mil garras lo apresaban y te lo vaciaban. Tiraban, agredían. Me tenía que defender a puñetazos. Las noches eran un ajetreo de pesadilla entre broncas y aguardiente.

El invierno de 1891 fue especialmente crudo. Tres palmos de nieve en las tierras bajas. Se decía que la helada había acabado con toda la huerta del Vallès. No se recordaba tanto frío a lo largo del siglo.

Yo me refugié en una casa de campo trabajando sin paga, sólo a cambio de un plato de sopa y un rincón en la chimenea. Cada noche rezaban el rosario y yo, hale, con las avemarías aguantándome los bostezos. Tenía tanta hambre que cuando daba el pienso al macho mordisqueaba las algarrobas.

Cuando regresé a los campos, las mieses estaban descuidadas, llenas de mala hierba. El abandono era intencionado. No por culpa de los arrancadores de cepas o de los terratenientes, sino que esta vez se habían revolucionado los jornaleros. Grandes cantidades de andaluces llegaban a las comarcas catalanas con hambre y furia. Se temía que resucitasen la mano negra.

Por la zona de Lérida se hubiera podido hacer algo si no se hubiera presentado un pelotón de agitadores armados con pistolas. Fueran o no fueran la mano negra, aquellos no se andaban con chiquitas. Nos hicieron recoger a todos e incendiaron las gavillas. Los masoveros se reunían en los contrafosos con escopetas, resueltos a defenderse. Resonaron estampidos de tiros. Llegaba la Guardia Civil.

Fui a parar a can Guim, en la Palma d'Ebre.

La vendimia ya estaba hecha. Nos admitieron para hacer caminos con las aportaderas. Fue curioso que al oscurecer, en medio de aquella retahíla de andaluces y franceses tumbados bajo el puente, acabara descubriendo una cara conocida. Una cara de la primitiva cuadrilla. Era aquel hombre que se llamaba Soter.

-¿Qué hacéis vos aquí? -le dije-. ¿No decíais que en la ciudad hacíais dinero?

El hombre se apartó la gorra de los ojos. Se me quedó mirando sin expresión. No parecía conocerme de nada.

-Hace tres años -añadí yo-, vendimiando en el Penedés.

-Ahora la ciudad es un estercolero -dijo medio dormido-. Toda Barcelona está patas arriba. Revueltas, huelgas, la tropa por la calle... Sólo nos faltaba Melilla. Los anarquistas no paran con los atentados. Yo me cago en los burgueses, pero no les pondría una bomba dentro de su casa. Tres muertos y seis heridos en can Vallromà, el día de la Purísima. Gente rica aposentada en San Gervasio. Hacían una fiesta y, hala, aquí tenéis el regalo: una bomba y todo a hacer puñetas.

-¿Entonces tampoco hay trabajo?

-Trabajo sí. Piden peones en el Ensanche. Pero yo no puedo. Tengo cincuenta años y estoy herniado.

-¿Qué es el Ensanche?

-Es que ensanchan, qué si no. ¡Aquel Cerdà tocado del ala! ¡Calles de siete varas! Todo como para gigantes. ¡No te jode! ¡Trabajo, sí, la madre que los parió!

-¿Por dónde se va a Barcelona?

El hombre me miró con los ojos medio cerrados y exclamó:

-¡Ahora sé quien eres! ¡El moreno del botijo! Pero estás cambiado. ¡Caray, menudo estirón! ¿No saliste de can Masats tú? Yo había trabajado como bovero allí. Conozco bien la Serra del Monterol. ¡Hablo de hace años, me cago en! ¡Cómo ha cambiado aquello! El otro día pasé. Entre el heredero manirroto y el dichoso Gori, todo se va al carajo... ¿No quieres volver a la masía?

-No tengo nada yo en la masía. ¿Qué camino lleva a Barcelona?

-No hace mucho estuvimos hablando con tu amo; no me refiero a Gori sino a Lau, como llaman al heredero Masats. Se lamentaba de que no hubieras vuelto por allí. Dijo que eres un desagradecido. Parece ser que en invierno te esperaban.

-¿A mí? Lau me ha mirado dos veces en su vida. Un año, por Pascua, me dio un trozo de mona, y otra vez me enganchó por los calzones a la romana que usaban para pesar los cerdos en canal. Dijo que me dieran más pienso, que estaba delgado.

-Tú no puedes acordarte de cuando yo trabajaba de bovero en can Masats. No tenía habitación ni soldada fija, pero me encontraba a gusto. Aquel carajo de Lau me quería de masovero. Entonces se metió por medio Gori y me lo jodió todo. Gori se quedó de masovero y a mí me despachó. A Lau le dolió. El otro día aún me lo echaba en cara. Yo le dije: "¿Entonces, si me queríais aquí, por qué no me poníais, coño? ¿O es que Gori tiene más cojones y os hace la ley a vos, que sois el amo?". él se quedó impasible. Todo le importa un bledo. "El chaval de la Antonia -me dijo- es un desagradecido". Eso dijo.

-¿Pero por qué camino se va a Barcelona?

-Los caminos no van; son carreteras. El suelo de Barcelona está todo empedrado.

-¿Subiendo por Montblanc?

-Abajo, perpendicularmente. Buena hora para irte a trabajar. Podrás estrenar la jornada de diez horas. Aquí sólo nos tiramos dieciocho porque la luz no dura más. No puedes ir a pie. Serán días y noches. Debes hacer trechos a caballo. El tren es caro. Mejor te irán coches de rúa. No hagas como todos, que llegan descalzos y llagados.


* * *


Descalzo y llagado llegué un día de octubre de 1892.