Letras

Dictadores: La Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin

Richard Overy

18 enero, 2007 01:00

Traducción de Jordi Beltrán. Tusquets. Barcelona, 2006. 891 páginas, 30 euros

Sus objetivos eran opuestos y se combatieron entre sí en una guerra feroz, pero sin embargo los regímenes de Hitler y Stalin eran extrañamente similares en rasgos como el culto al líder, la movilización coreográfica de grandes masas, la propaganda obsesiva e incluso el propósito incumplido de levantar en sus respectivas capitales edificios de una grandiosidad sin precedentes: el Palacio de los Soviets de Moscú y la Sala del Pueblo de Berlín. Examinar sus similitudes y sus diferencias representa por ello un excelente medio de aproximarse a uno de los grandes enigmas de la Historia, el de las raíces de la locura totalitaria que afectó a Europa en el pasado siglo.

El historiador británico Richard Overy, de quien hace dos años pudimos leer un excelente libro sobre la victoria militar que salvó la democracia (Por qué ganaron los aliados, Tusquets, 2005), se ha enfrentado a la cuestión en Dictadores, una obra brillante y exhaustiva, que a menudo se aparta de los lugares comunes por su énfasis en la importancia de los valores morales en el devenir histórico. Se suele pensar que tiranos sanguinarios como Hitler y Stalin eran seres amorales que regían mediante el terror a poblaciones atemorizadas por la policía política. Por el contrario Overy describe unos regímenes basados en fuertes convicciones morales que lograron una fuerte adhesión a sus objetivos utópicos, ampliamente aceptados por unas poblaciones que colaboraron con entusiasmo en la represión de los supuestos enemigos del pueblo mediante una avalancha de delaciones. Una descripción que resulta mucho más inquietante y que atribuye los rasgos característicos de ambos regímenes a una inversión moral, es decir a la ruptura con los valores morales universales de la tradición occidental.

Esta cuestión reaparece como tema de fondo a través del análisis comparativo de los distintos aspectos del nacionalsocialismo y el stalinismo que Overy lleva a cabo en su extenso libro. En su opinión resulta fundamental el componente utópico de ambos regímenes, encaminado el de Stalin a alcanzar el ideal comunista de una sociedad perfecta en que la igualdad de los ciudadanos pondría fin a todo tipo de injusticia y opresión, y el de Hitler al de crear una Alemania a la que la pureza racial y la subordinación de todos a un objetivo común convertirían en dominadora del mundo. Unos objetivos distintos, pero utópicos ambos en sus aspiraciones y profundamente distópicos en sus consecuencias reales. En ambos casos el sueño se convirtió en pesadilla, aunque no lo percibieran así en su momento la mayoría de los ciudadanos, pues si no se pertenecía a uno de los grupos de riesgo, entre los cuales en la paradójica Rusia de Stalin se encontraba la elite del Estado y del Partido, la probabilidad estadística de encontrarse cara a cara con la represión era escasa.

Aquellas utopías feroces, caracterizadas por el culto a la violencia, encontraron un caldo de cultivo apropiado en la experiencia terrible de la primera guerra mundial, de la que surgió un mundo en que los valores liberales triunfantes en la centuria anterior parecían anacrónicos. Eran por otra parte herederas del culto decimonónico a la ciencia, aunque lo fueran de una manera harto peculiar. Tanto el materialismo dialéctico de Stalin como la pseudobiología racista de Hitler, basada en la lectura errónea del darwinismo que realizaron divulgadores como Haeckel, se hallaban por supuesto en las antípodas del verdadero espíritu científico, siempre consciente de los límites del conocimiento, pero respondían a lo que Tzvetan Todorov ha denominado cientifismo, es decir, la creencia en que la ciencia puede servir de guía para la acción moral. Stalin y Hitler creían en una peculiar ciencia histórica, basada en la lucha de clases para el primero y en la lucha de razas para el segundo, de la que se deducía la necesidad de su victoria, lo que les permitía exigir que toda otra consideración quedara subordinada a ese objetivo. Se trató de una locura contagiosa, en parte porque combinaba el doble componente del entusiasmo por un objetivo grandioso y el miedo a enemigos insidiosos dispuestos a sabotear el esfuerzo colectivo.

El miedo a esos enemigos era en efecto uno de los rasgos esenciales de aquellas tiranías y el fundamento de su ferocidad represiva. La cruel ironía era que se trataba de enemigos en gran medida imaginarios: los judíos no representaban una amenaza para Alemania y la gran mayoría de las víctimas de Stalin nunca conspiraron contra él. En realidad ambos dictadores y quienes compartían sus designios se hallaban dominados por esa peligrosa patología que en inglés se denomina teoría de conspiración sin fundamento (unwarranted conspiracy theory) y que en español podríamos llamar fantasía conspirativa, un tema que los historiadores rara vez abordan, debido a su reticencia a enfrentarse con los elementos irracionales de la conducta humana, pero al que Overy presta la atención debida. Judíos, gitanos o disminuidos psíquicos y físicos, en un caso, y supuestos agentes de la gran conspiración contra el poder soviético, en el otro, fueron castigados, escribe Overy, "para satisfacer las poderosas fantasías de conspiración que tejían las dos dictaduras". En la Unión Soviética la paranoia conspirativa alcanzó su culminación en 1937 y 1938, cuando fueron ejecutadas cerca de 700.000 personas. El ataque contra la elite comunista, supuestamente infiltrada por los conspiradores trotstkistas al servicio de potencias extranjeras, fue tan demencial que, por ejemplo, perecieron 98 de los 139 miembros del Comité Central del Partido. En cuanto a la Alemania nacionalsocialista, el umbral del horror absoluto se cruzó cuando en la primavera de 1939 se acordó el exterminio de los niños minusválidos.

Este género de crímenes sólo eran posibles por el repudio de valores morales muy anclados en la tradición europea. Fueron la consecuencia extrema de esa revuelta contra el liberalismo y el humanitarismo que asoló Europa tras la primera guerra mundial y que en España condujo a la guerra civil y a la tiranía de Franco. El dictador español, culpable de una represión feroz, se mantuvo sin embargo dentro de los límites del tradicionalismo católico y ello evitó que en España se llegara a los extremos aberrantes que Overy analiza en Dictadores. Cualquier horror podía ser justificado en la Rusia de Stalin o en la Alemania de Hitler, debido a la radical negación de que existieran valores morales universales. Como observa Overy, esto implicaba una paradoja filosófica, pues por un lado se afirmaba que la moral dependía del devenir histórico y era por tanto relativa, pero por otro lado se proclamaba el valor absoluto de los principios derivados de esas supuestas realidades históricas que eran la lucha de clases o la de razas. Y este planteamiento llevaba no sólo al repudio del liberalismo, sino al ataque contra dos pilares básicos de la tradición occidental, que se remontan respectivamente a sus raíces judeocristianas y grecorromanas, el espíritu religioso y el espíritu jurídico. En la Unión Soviética el ataque contra la religión fue implacable, pero en último término también el nacionalsocialismo era incompatible con el cristianismo, aunque ello quedara enmascarado por el hecho de que muchos cristianos alemanes compartían las convicciones nacionalistas, antisemitas y anticomunistas de Hitler.

Todos los hombres de Föhrer

Ferrán Gallego, autor de varias obras sobre la historia de la extrema derecha, traza en el reciente Todos los hombres del Föhrer (Debate) las biografías de una docena de prominentes nacionalsocialistas, incluidos los más destacados colaboradores de Hitler. Aparecen entre ellos Julius Streicher, furioso propagandista antisemita, ejecutado en 1946 por crímenes contra la humanidad; Ernest Rühm, fundador de las SA, asesinado por orden de Hitler en 1934, tras haber mostrado una excesiva independencia respecto al föhrer: Joseph Goebbels, cuyo nombre ha quedado como sinónimo del propagandista político mendaz y que se suicidó con su familia en los últimos días del régimen; Herman Güring, el jefe de la Luftwaffe, quien se suicidó tras ser condenado en el juicio de Nöremberg; Heinrich Himmler, el hombre de las SS y principal organizador del Holocausto, suicida también él en 1945; y Alfred Rosenberg, ideólogo del nacionalsocialismo, ejecutado en 1946. Toda una galería de horrores, que testimonian el lado oscuro de la naturaleza humana.