El castillo blanco
Se publica al fin en España la primera novela del Nobel turco Orhan Pamuk
10 mayo, 2007 02:00Orhan Pamuk. Foto: Archivo
Amenazado de muerte por los integristas pero incapaz de vivir lejos de su país, Turquía, la vida de Orhan Pamuk (Estambul, 1952) dista mucho de ser tranquila a pesar de haber conquistado el último premio Nobel. Hoy, sin embargo, es noticia por un acontecimiento literario: Mondadori publica al fin en España su primera novela, El castillo blanco, que le dió fama mundial. Y así comienza...
En cambio, ahora pienso que mi vida habría cambiado en realidad de no ser por aquel breve ataque de cobardía del capitán. Es algo sabido que la vida no está predeterminada y que todas las historias son una cadena de casualidades. Pero incluso los que son conscientes de esa realidad, cuando llega cierto momento de su existencia y miran atrás, llegan a la conclusión de que lo que vivieron como casualidades no fueron sino hechos inevitables. Yo también pasé por una época parecida; ahora, mientras sueño con los colores de los barcos turcos que aparecían en la niebla como fantasmas e intento escribir mi libro en una vieja mesa, creo que esa época es la mejor para empezar y acabar una historia.
Al ver que los otros dos barcos se habían deslizado por entre las galeras turcas desapareciendo en la niebla, nuestro capitán abrigó esperanzas de que pudiéramos imitarles y por fin, también gracias a nuestra insistencia, se atrevió a forzar a los galeotes, pero ya era demasiado tarde; además, a esas alturas los látigos no valían con aquellos esclavos emocionados por sus deseos de libertad. Se nos echaron encima de súbito más de diez galeras turcas rasgando de manera multicolor el desconcertante muro de la niebla. Entonces el capitán decidió combatir, supongo que más que para derrotar al enemigo para vencer su propia cobardía y su vergöenza; ordenó que se aprestaran los cañones mientras se azotaba sin piedad a los cautivos, pero su ardor guerrero, que tan tarde había prendido, no tardó en apagarse. Fuimos objeto de un fuerte fuego por la borda y decidimos izar la bandera de la rendición ya que, si no lo hacíamos de inmediato, nos hundirían.
Mientras aguardábamos a los barcos turcos en medio del mar en calma, bajé a mi camarote, puse en orden mis cosas como si esperara no a los enemigos que habrían de alterar mi vida entera sino a unos amigos que vinieran de visita, abrí mi pequeño baúl y hojeé absorto mis libros. Se me humedecieron los ojos mientras pasaba las páginas de un tomo por el que había pagado un alto precio en Florencia; podía oír los gritos que llegaban del exterior, los ruidos de pisadas inquietas, el alboroto; tenía presente que poco después me separarían del libro que tenía en las manos, pero no quería pensar en nada de eso sino concentrarme en lo que estaba escrito en sus páginas. Era como si entre los razonamientos, las frases y las ecuaciones del libro se encontrara todo mi pasado y yo no quisiera perderlo; mientras leía las líneas que se me venían al azar a los ojos, susurrándolas, casi como si rezara, me habría gustado grabarme el libro entero en la mente para que así, cuando llegaran, pudiera recordar todos los colores de mi pasado como si evocara las palabras amadas de un libro memorizado con placer y no pensar en ellos y en lo que me harían sufrir.
Por aquel entonces yo era otra persona a quien su madre, su prometida y sus amigos llamaban por otro nombre. De vez en cuando todavía sueño con aquella persona que en tiempos era yo, o que ahora creo que era yo, y me despierto sudando. Aquel hombre, cuyos colores pálidos recordaban los tonos oníricos de los países inexistentes, los animales que nunca vivieron y las armas inverosímiles que más tarde estuvimos inventándonos durante tanto tiempo, tenía entonces veintitrés años. Había estudiado "ciencias y artes" en Florencia y Venecia, creía entender de astronomía, matemáticas, física y pintura; por supuesto, era un engreído que había engullido debidamente todo lo que se había hecho antes de él y que lo juzgaba con desprecio. No dudaba de que él haría cosas mejores, de que era inigualable, sabía que era más inteligente y creativo que nadie: en suma, era un joven cualquiera. Cuando, como me ocurre a menudo, siento la necesidad de inventarme un pasado, me cuesta trabajo creer que yo era aquel joven que conversaba con su amada de sus pasiones, sus proyectos, del mundo y la ciencia y que encontraba natural que ella le admirara. Pero me consuelo pensando que algún día los pocos que lean pacientemente hasta el final esto que estoy escribiendo comprenderán que aquel joven no era yo. Puede que esos pacientes lectores, como me ocurre a mí ahora, piensen que la historia de aquel muchacho cuya vida se vio interrumpida mientras leía los libros que tanto amaba continuará algún día a partir de donde se detuvo.
Cuando por fin abordaron nuestro barco guardé mis libros en el baúl y salí. En la cubierta se vivía un tremendo caos. Los habían reunido a todos y les habían ordenado que se desnudaran. En cierto momento se me pasó por la cabeza saltar por la borda aprovechando la confusión, pero pensé que me asaetearían por la espalda o que me atraparían rápidamente y me matarían y, además, no sabía a cuánta distancia estábamos de tierra. En un primer momento no me hicieron el menor caso. Los esclavos musulmanes, libres de sus cadenas, lanzaban gritos de alegría y algunos se dedicaban a vengarse de los cómitres. Poco después encontraron mi camarote, entraron en él y saquearon mi equipaje. Revolvieron los baúles buscando oro y, después de arrebatarme algunos de mis libros y todas mis pertenencias, uno de ellos me agarró del brazo mientras yo hojeaba absorto un par de volúmenes que me habían dejado y me condujo hasta uno de los capitanes.
El arráez, del cual luego supe que era un genovés converso, se portó bien conmigo. Me preguntó de qué entendía. Para que no me encadenaran al remo le expliqué que tenía conocimientos de astronomía y que podía encontrar el rumbo de noche, pero eso no les interesó. Así pues, confiando en el volumen de anatomía que me habían dejado, afirmé que era médico. Pero cuando poco después vi al hombre con el brazo cortado que me mostraron les repliqué que no era cirujano. Se enfurecieron y estaban a punto de encadenarme a un banco cuando el capitán, al ver mis libros, me preguntó si acaso entendía de la orina y el pulso. Mi respuesta afirmativa no solo me libró del remo sino que también me permitió salvar un par de libros.
Pero aquellos privilegios me costaron caros. Los otros cristianos, a quienes habían convertido en galeotes, me odiaron de inmediato. De haber podido me habrían matado en la bodega en la que nos encerraban por las noches, pero también me temían porque rápidamente había establecido buenas relaciones con los turcos. Habían empalado a nuestro cobarde capitán, que acababa de expirar, y a los cómitres, a quienes habían cortado las orejas y las narices para que sirviera de ejemplo, les habían abandonado en el mar en una almadía. Cuando se cerraron por sí solas las heridas del puñado de turcos que traté, usando la lógica y no mis conocimientos de anatomía, por fin todos creyeron que era médico. Hasta algunos de mis envidiosos enemigos, que insistían ante los turcos en que no lo era, me mostraban sus llagas por la noche en la bodega.
Entramos en Estambul en medio de una espléndida ceremonia. El sultán niño nos contemplaba. Izaron sus estandartes en lo más alto de los mástiles y, por debajo de ellos, nuestras banderas y las imágenes de la Virgen María y las cruces colgadas boca abajo para que sirvieran de blanco a sus matones. De repente, los cañones comenzaron a hacer gemir los cielos.
Aquella ceremonia, de las que luego tantas vería desde tierra con tristeza, fastidio y agrado, duró largo rato y hubo quien se desmayó por el sol. Poco antes del anochecer anclamos en Kasýmpasa. Nos encadenaron para llevarnos ante el sultán, equiparon a nuestros soldados con sus armaduras del revés para burlarse de ellos, colocaron argollas de hierro en los cuellos de nuestros capitanes y oficiales y nos llevaron a palacio mientras tocaban las trompetas y tambores que habían tomado de nuestro barco. El pueblo, dispuesto a lo largo del camino, nos observaba con alegría y curiosidad. El sultán, sin que nosotros llegáramos a verlo, seleccionó a los cautivos que le correspondían por derecho. Y al resto nos llevaron hasta Gálata y nos encerraron en las mazmorras de Sadýk Bajá.
La prisión era un lugar horrible y en sus sombrías y mínimas celdas se pudrían cientos de cautivos. Allí encontré gente en abundancia para poner en práctica mi nueva profesión e incluso curé a algunos. Extendí recetas para los guardianes a los que les dolían la espalda o las piernas. Y así fue como, de nuevo, me separaron de los demás y me proporcionaron una buena celda en la que daba el sol. Estaba intentando dar las gracias a Dios por la situación en la que me encontraba viendo el estado en que estaban los demás cuando una mañana me unieron al resto y me explicaron que me llevaban a trabajar. Cuando les dije que era médico y que entendía de medicina y de ciencia se rieron de mí; estaban elevando los muros del jardín del palacio del bajá y hacían falta más hombres. Cada mañana nos encadenaban antes de que saliera el sol y nos sacaban fuera de la ciudad. Al atardecer, mientras regresábamos a nuestra prisión encadenados unos a otros después de habernos pasado el día picando piedra, yo pensaba que Estambul era una ciudad hermosa pero que allí era necesario ser señor y no esclavo.