Image: Juegos sagrados

Image: Juegos sagrados

Letras

Juegos sagrados

por Vikram Chandra

15 noviembre, 2007 01:00

Vikram Chandra

Mondadori

JORNADA DE POLICíA

Un lulú blanco llamado Fluffy salió volando por la ventana de un quinto piso en Panna, un flamante edificio nuevo que todavía tenía a su alrededor el andamiaje de los pintores. Fluffy aulló todo el tiempo mientras caía, como una pequeña tetera blanca liberando vapor, rebotó sobre el capó de un Cielo, y derrapó hasta detenerse cerca de una fila de colegialas que esperaban el autobús para ir al convento de Saint Mary. Sorprendentemente hubo poca sangre, pero la visión de los sesos de Fluffy hizo que las alumnas del colegio de monjas se pusieran histéricas, y, mientras tanto, arriba, el hombre que había zarandeado a Fluffy por encima de su cabeza agarrándolo por una pata, que había arrojado a Fluffy al vacío, un tal señor Mahesh Pandey de Textiles Mirage, ese hombre estaba apoyado en el alféizar y estaba riéndose. La señora Kamala Pandey, quien al hablarle a Fluffy siempre se refería a sí misma como "mami", en aquel momento se tambaleó y corrió a la cocina y arrancó del soporte magnético un cuchillo de veintidós centímetros de largo y cinco de ancho. Cuando Sartaj y Katekar echaron abajo la puerta del apartamento 502, la señora Pandey estaba de pie frente a la puerta del dormitorio, mirando intensamente un tupido círculo de heridas de cinco centímetros de largo en la madera, más o menos a la altura del pecho. Mientras Sartaj miraba, ella suspiró, levantó la mano y volvió a acuchillar la puerta. Tuvo que agarrar el mango con las dos manos para sacar el cuchillo.

-Señora Pandey -dijo Sartaj.

Se giró hacia ellos con el cuchillo todavía agarrado con las dos manos, en alto. Tenía el rostro pálido, manchado de lágrimas, y pies desnudos diminutos bajo un camisón blanco.

-Señora Pandey, soy el inspector Sartaj Singh -anunció Sartaj-. Me gustaría que bajase ese cuchillo, por favor.

Dio un paso, levantando las manos con las palmas hacia delante.

-Por favor -repitió.

Pero los ojos de la señora Pandey estaban muy abiertos y perdidos, y, excepto por el temblor de sus antebrazos, estaba bastante quieta. El vestíbulo donde se encontraban era estrecho, y Sartaj podía notar a Katekar detrás de él, queriendo pasar. Sartaj dejó de moverse. Otro paso y se pondría fácilmente al alcance de cualquier movimiento del cuchillo.

-¿Policía? -preguntó una voz desde detrás de la puerta del dormitorio-. ¿Policía?

La señora Pandey se sobresaltó, como si recordase algo, y después dijo "Bastardo, bastardo" y volvió a acuchillar la puerta. Ya estaba cansada, y la punta rebotó en la madera y la rascó, y Sartaj la cogió por la muñeca para empujarla hacia atrás y le quitó el cuchillo con bastante facilidad. Pero ella golpeó la puerta con las manos, rompiéndose las pulseras, y su último arrebato de enfado fue difícil de sujetar y contener. Por fin, la sentaron en el sofá verde del salón.

-Dispárele -pidió-. Dispárele.

Después se cogió la cabeza con las manos. Había moretones verdes y azules en su hombro. Katekar estaba junto a la puerta del dormitorio, murmurando.

-¿Por qué se peleaban? -preguntó Sartaj.
-No quiere que vuele más.
-¿Qué?

Tenía unos extraordinarios ojos marrón claro, y estaba enfadada con Sartaj por preguntar.

-Piensa que desde que soy azafata no paro de alternar con los pilotos en las escalas -respondió, y giró la cara hacia la ventana.

En ese momento Katekar sujetaba al marido por el cuello. El señor Pandey se subió su sedoso pajamas de rayas rojas y negras, y sonrió a Sartaj con aire confiado.

-Gracias -dijo-. Gracias por venir.
-¿Así que le gusta pegar a su mujer, señor Pandey? -le espetó Sartaj inclinándose hacia delante.

Katekar sentó al hombre de un empujón mientras este todavía tenía la boca abierta. Fue un gesto de gran precisión. Katekar era un agente de cierta antigöedad y un antiguo subordinado, un colega enrealidad; habían trabajado juntos de forma intermitente, durante casi siete años.

-¿Te gusta pegarle y luego lanzas a un pobre cachorro por la ventana? ¿Y después nos llamas para que te salvemos?
-¿Ha dicho que le pego?
-Tengo ojos. Puedo verlo.
-Entonces mire esto -replicó el señor Pandey girando la mandíbula-. Mire, mire, mire esto.

Y se levantó la manga izquierda de la chaqueta del pijama, para revelar un reluciente reloj de plata y cuatro arañazos espaciados de modo uniforme, amoratados y profundos, que iban desde la parte interior de la muñeca hasta más o menos el codo.

-Más, tengo más -continuó el señor Pandey, y dobló la cintura, agachó la cabeza y la giró para apartar de la piel el cuello de la prenda.

Sartaj se levantó y rodeó la mesa de centro. Había una llaga roja irregular sobre el omoplato del señor Pandey, y Sartaj no podía ver cuánto continuaba hacia abajo.

-¿Cómo se hizo eso? -quiso saber Sartaj.
-Me rompió un bastón de Cachemira en la espalda. Era así de ancho -respondió el señor Pandey formando un círculo con el pulgar y el índice.

Sartaj caminó hacia la ventana. Un grupo de chicos con uniforme se agrupaban alrededor del pequeño cuerpo blanco allá abajo, empujándose unos a otros para acercarse a él. Las chicas del Saint Mary estaban chillando, con la mano sobre la boca, y suplicando a los chicos que parasen. En el salón, la señora Pandey miraba con intensidad a su marido, con la barbilla hundida en el pecho.

-El amor es un asesino gaandu -comentó Sartaj-. Pobre Fluffy.

-Namaskar, Sartaj saab -llamó el PSI Kamble de punta a punta de la comisaría-, Parulkar saab estaba preguntando por usted.

La sala tenía unos siete metros y medio de ancho, con cuatro mesas de trabajo alineadas y cubriendo esa amplitud. En la pared había un póster de casi dos metros de Sai Baba, y un Ganesha debajo del cristal sobre la mesa de trabajo de Kamble, y Sartaj se había sentido impelido a añadir un retrato de Guru Gobind Singh en la otra pared, en una especie de retorcida demostración de secularismo. Cinco agentes se pusieron firmes de una sacudida, y después se dejaron caer en su habitual despatarramiento sobre las sillas blancas de plástico.

-¿Dónde está Parulkar saab?
-Con una manada de periodistas. Les está dando té y les está contando nuestra nueva iniciativa contra el crimen.

Parulkar era el comisario adjunto de la Zona 13, y su despacho estaba al lado, en un edificio aparte que era la jefatura del distrito. Adoraba a los periodistas, y tenía talento para ser jovial con ellos, y recientemente había desarrollado cierta habilidad para declamar pareados durante las entrevistas. A veces Sartaj se preguntaba si se quedaba hasta tarde practicando frente al espejo con libros de poesía.

-Bien -dijo Sartaj-. Alguien tiene que explicarles todo sobre nuestro
duro trabajo.

Kamble dejó escapar una risotada.

Sartaj se sentó en la mesa al lado de Kamble y abrió de un tirón un ejemplar del Indian Express. Dos miembros de la banda de Gaitonde habían sido asesinados a tiros en un encuentro con la brigada móvil en Bhayander. La policía había actuado sobre la base de la información recibida y los había interceptado cuando se dirigían a las oficinas de una fábrica en esa zona; a los dos extorsionistas se les había dado el alto y se les había pedido que se rindieran, pero de inmediato dispararon a la brigada, que entonces contraatacó, etcétera, etcétera. Había una foto a color de civiles inclinándose sobre dos alargadas manchas rojas en el suelo. En otras noticias, había dos robos en Andheri Este; uno en Worli, que había terminado con la muerte a puñaladas de una pareja joven. Mientras leía, Sartaj podía oír al anciano sentado frente a Kamble hablando sobre la muerte lenta. Su mausi de ochenta años se había caído por un tramo de escalera y se había roto la cadera. La examinaron en la Policlínica Shivsagar, donde había soportado con su estoicismo habitual el implacable dolor en sus viejos huesos. Después de todo, había marchado con Gandhi-ji en el 42 y entonces había sufrido su primera fractura, de la clavícula, por el lathi de un policía montado, y más tarde también por los suelos descubiertos de las celdas de la prisión. Tenía una fuerza pasada de moda, que consideraba el sacrificio del yo como la obligación de uno en el mundo. Pero cuando las llagas provocadas por la caída f lorecieron en heridas profundas y rojas sobre sus brazos, hombros y espalda, incluso ella dijo: tal vez es mi hora de morir. El anciano jamás le había oído decir algo parecido, pero entonces ella gimió: quiero morir. Y tardó veintidós días en hallar alivio, veintidós días antes de la bendita oscuridad. Si la hubiera visto, terminó el hombre, usted también habría llorado.

Kamble estaba pasando las páginas de un registro. Sartaj creyó por completo la historia del anciano, y comprendió su problema: la Policlínica Shivsagar no le permitiría llevarse el cuerpo sin un certificado de no objeción refrendado por la policía. La nota escrita a mano en un papel de la BMC diría que la policía estaba convencida de que la muerte en cuestión había sido por causas naturales, que no había ningún juego apestoso de por medio, que el cuerpo podía ser entregado a los familiares para la incineración. Se suponía que esto evitaba que los asesinatos -crímenes por la dote y cosas por el estilo- se hicieran pasar por accidentes, y se suponía que Kamble lo firmaría en nombre de la siempre vigilante policía de Mumbai, pero lo tenía justo junto al codo y estaba garabateando de forma aplicada en su registro. El anciano tenía las manos entrelazadas, y el pelo blanco le caía sobre la frente, y miraba al indiferente Kamble con los ojos húmedos.

-Por favor, señor -pidió.

Sartaj pensó que en general era una buena actuación, y que el dolor era sincero, pero la parte sobre Gandhi-ji y las clavículas rotas era excesivamente recriminatoria y melodramática. Tanto el anciano como Kamble sabían bien que cualquier pago tendría que hacerse antes de que se firmase el certificado. Probablemente Kamble propondría ochocientas rupias, el viejo querría dar solo quinientas o así, pero los sacrificios de los ancianos se repetían hasta la saciedad en las películas, y Kamble era bastante indiferente a la táctica de la degeneraciónde- la-India. En este punto cerró su registro rojo y alcanzó a coger uno verde. Lo examinó detenidamente. El anciano comenzó de nuevo a contar toda la historia, desde la caída por las escaleras. Sartaj se levantó, se estiró, y salió al patio de la comisaría. A la sombra del porche que rodeaba la parte delantera del edificio, y bajo el pórtico de hojalata, estaba la habitual multitud de revendedores, parásitos, familiares de quienes se encontraban retenidos en la sala de interrogatorios en el interior, mensajeros y representantes de los empresarios locales, los buscadores de favores y, aquí y allá, aquellos marcados por la desgracia y la miseria repentina, que en este momento le admiraban con una mezcla de esperanza y amargura.

Sartaj pasó por el lado de todos ellos. Había un muro de ocho metros y medio alrededor de todo el complejo, del mismo ladrillo marrón rojizo de la comisaría y la jefatura del distrito. Ambos edificios tenían dos alturas, y tejados idénticos de tejas rojas y ventanas ovaladas en la parte superior. Los arcos lúgubres contenían una promesa, como el espesor de los muros y la inf lexible altura de las fachadas, se notaba la seguridad del poder voluminoso, y por tanto la ley, y el orden. Un centinela se cuadró mientras Sartaj subía las escaleras. Sartaj oyó la risa desde el despacho de Parulkar bastante antes de poder verle, mientras todavía circulaba en torno al laberinto de despachos con papeles amontonados. Sartaj llamó con brusquedad a la puerta de madera lustrosa de Parulkar, y acto seguido la empujó para abrir. Se giraron hacia él con rapidez rostros sonrientes, y Sartaj vio que la iniciativa de Parulkar, o al menos su poesía, había atraído incluso a los periodistas de los diarios nacionales. él se vendía bien.

-Caballeros, caballeros -dijo Parulkar, levantando una mano con la que señalaba con orgullo-. Mi agente más audaz, Sartaj Singh.

Los corresponsales bajaron las tazas de té haciendo un ruido prolongado y miraron a Sartaj con escepticismo. Parulkar dio la vuelta al escritorio, ajustándose el cinturón.

-Un minuto, por favor. Hablaré con él fuera un momento, después les contará nuestra iniciativa.

Parulkar cerró la puerta, y llevó a Sartaj hasta la parte trasera del despacho, a una cocina muy pequeña que ahora podía presumir de tener en la pared un filtro de agua Brittex reluciente y nuevo. Parulkar pulsó botones y un fuerte chorro de agua cayó en el vaso que sostenía debajo.

-Tiene un sabor muy puro, señor -comentó Sartaj-. De verdad muy bueno.

Parulkar estaba dando grandes tragos de un vaso de acero.

-Les pedí el mejor modelo que tuvieran -explicó-. Porque el agua limpia es absolutamente necesaria.
-Sí, señor. -Sartaj dio un sorbo-. Señor, ¿audaz?
-Audaz les gusta. Y más vale que seas audaz si quieres permanecer en este trabajo.

Parulkar tenía los hombros caídos y un cuerpo con forma de pera que desafiaba a los mejores sastres, y su uniforme ya estaba arrugado, pero eso sencillamente era lo normal. Había una caída en su voz, una resignación en su mirada de soslayo que Sartaj nunca había visto antes.

-¿Algo va mal, señor? ¿Hay alguna complicación con la iniciativa, señor?
-No, no, ninguna complicación con la iniciativa. No, nada que ver con eso en absoluto. Es otra cosa.
-¿Sí, señor?
-Van a por mí.
-¿Quién, señor?
-¿Quién va a ser? -replicó Parulkar con una aspereza inusual-. El gobierno. Me quieren fuera. Creen que ya he llegado bastante alto.

Parulkar era ahora comisario adjunto, y una vez había sido humilde subinspector. Había ascendido en el Servicio de Policía de Maharashtra, y había dado ese salto casi imposible al augusto Servicio de Policía India, y lo había hecho solo, con buen trabajo policial, sentido del humor, y horas muy largas. Había sido una carrera asombrosa y sin precedentes, y había ascendido hasta convertirse en el mentor de Sartaj. Vació el vaso y vertió más agua de su filtro Brittex nuevo.

-¿Por qué, señor? -preguntó Sartaj-. ¿Por qué?
-Estuve demasiado cerca del gobierno anterior. Piensan que soy un hombre del Partido del Congreso.
-De forma que puede que le quieran fuera. Eso no quiere decir nada. Tiene muchos años por delante antes de jubilarse.
-¿Te acuerdas de Dharmesh Mathija?
-Sí, es el tipo que construyó nuestro muro.

Mathija era un constructor, uno de los más llamativamente exitosos en los suburbios de la zona norte, un hombre cuya ambición se mostraba como el sudor febril en la frente. Había construido, en tiempo récord, la ampliación del muro del recinto en la parte trasera de la comisaría, alrededor de las tierras bajas recientemente ocupadas. Ahora había un templo de Hanuman y una pequeña zona de césped y árboles jóvenes que se podían ver desde las oficinas de la parte trasera del edificio. La pasión de Parulkar era mejorar. Lo decía a menudo: debemos mejorar. Mathija e Hijos habían mejorado la comisaría, y por supuesto lo habían hecho gratis.

-¿Y qué pasa con Mathija, señor?

Parulkar estaba bebiendo pequeños sorbos de agua, haciéndola girar en la boca.

-Me llamaron de la oficina del DG ayer, temprano.
-Sí, señor.
-El DG había recibido una llamada del ministro del Interior. Mathija ha amenazado con presentar una demanda. Dijo que había sido forzado a hacer trabajos para mí. Construcción.
-Eso es absurdo, señor. Venía él mismo. La cantidad de veces que le visitó aquí. Todos lo vimos. Era feliz haciéndolo.
-No nuestro muro de aquí. En mi casa.
-¿En su casa?
-El techo necesitaba un arreglo de forma urgente. Como sabes, es una casa muy vieja. Mi hogar ancestral en realidad. También necesitaba un baño nuevo. Manta y mis nietas han vuelto a instalarse en casa. Como sabes. Así es.
-¿Y?
-Mathija lo hizo. Hizo un buen trabajo. Pero ahora dice que me tiene grabado en una cinta, amenazándole.
-¿Cómo?
-Recuerdo que le llamé para decirle que se diera prisa. Que acabase el trabajo antes de los últimos monzones. Puede que empleara alguna palabra subida de tono.
-Pero ¿y qué, señor? Déjele ir a los tribunales. Déjele hacer lo que quiera. Déjele ver lo que hacemos por su vida aquí, señor. Con sus terrenos, sus oficinas…
-Sartaj, esto solo es una excusa. Es una forma de presionarme, y hacerme saber que no soy querido. No se conforman con transferirme, quieren librarse de mí.
-Luchará contra ellos, señor.
-Sí.

Sartaj pensó que debería decir algo más, algo lleno de gratitud y contundente sobre lo que Parulkar había significado para él, los años juntos, los casos resueltos y los que habían abandonado, las estrategias aprendidas, cómo vivir y trabajar y sobrevivir como policía en la ciudad, y sin embargo Sartaj tan solo fue capaz de quedarse en posición de tensa expectativa. Sartaj estaba seguro de que lo había entendido.

A la puerta del despacho, Sartaj se remetió bien la camisa, deslizó una mano sobre su turbante. Después entró, y les habló a los periodistas de más policías en más calles, de la interacción comunitaria, de la supervisión estricta y la transparencia, de cómo las cosas iban a ir mejor.