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Letras

Un mundo sin fin

Ken Follet

13 diciembre, 2007 01:00

Ken Follet

Plaza & Janés

Gwenda sólo tenía ocho años, pero no le temía a la oscuridad. Todo estaba como boca de lobo cuando abrió los ojos, aunque no era eso lo que la inquietaba. Sabía dónde estaba, en el priorato de Kingsbridge, en el alargado edificio de piedra al que llamaban hospital, tumbada sobre la paja que había esparcida en el suelo. Por el cálido olor lechoso que llegaba hasta ella, imaginó que su madre, que descansaba a su lado, estaría amamantando al recién nacido, al que todavía no le habían puesto nombre…

A continuación yacía su padre y, al lado de éste, el hermano mayor de Gwenda, Philemon, de doce años.
El hospital estaba abarrotado y aunque no llegaba a distinguir con claridad a las otras familias que ocupaban el suelo del recinto, hacinadas como ovejas en un redil, percibía el rancio hedor que desprendían sus cálidos cuerpos. Faltaba poco para que despuntaran las primeras luces del día de Todos los Santos, fiesta de guardar que ese año además caía en domingo, por lo que sería día de especial precepto. Por consiguiente, la víspera había sido noche de difuntos, azarosa ocasión en que los espíritus malignos vagaban libremente por doquier. Cientos de personas habían acudido a Kingsbridge desde las poblaciones vecinas, igual que la familia de Gwenda, a pasar la noche en el interior de los recintos sagrados del priorato para asistir a la misa de Todos los Santos con las primeras luces del alba.

A Gwenda le inquietaban los espíritus malignos, como a cualquier persona en su sano juicio, pero le preocupaba aún más lo que tendría que hacer durante el oficio. Con la mirada perdida entre las sombras, intentó apartar de su mente el motivo de su angustia. Sabía que en la pared de enfrente se abría una ventana arqueada, y a pesar de que ésta carecía de cristal, pues sólo los edificios más importantes estaban acristalados, una cortinilla de hilo los protegía del frío aire otoñal. Sin embargo, ni siquiera alcanzaba a distinguir la débil silueta grisácea de la ventana. Se alegró; no quería que amaneciera. Puede que no viera nada, pero sí llegaban hasta sus oídos multitud de sonidos distintos, como el de la paja que cubría el suelo y que susurraba constantemente cuando la gente se removía y cambiaba de postura durante el sueño. El murmullo de unas palabras cariñosas no tardó en acallar el llanto de un niño que parecía haber despertado de una pesadilla. De vez en cuando se oía a alguien farfullar, hablando en sueños. En algún lugar una pareja hacía eso que hacían los padres pero de lo que nunca hablaban, eso que Gwenda llamaba "gruñir" porque no sabía con qué otra palabra describirlo.

Vio una luz antes de lo esperado. En la puerta del extremo oriental de la alargada estancia, detrás del altar, apareció un monje con una vela en la mano. La dejó sobre el ara, encendió una pajuela con la llama y recorrió la estancia para acercarla a las lámparas de las paredes, donde su sombra se alzaba hasta el techo, como un reflejo; la pajuela se unía a su propia sombra en la mecha de la lámpara.

La luz fue avivándose deprisa e iluminó hileras enteras de figuras ovilladas desperdigadas por el suelo, envueltas en sus anodinas capas o acurrucadas junto a sus vecinos en busca de calor. Los enfermos ocupaban los camastros dispuestos cerca del altar, donde podrían beneficiarse mejor de la santidad del recinto. Una escalera en el extremo opuesto conducía al piso superior, donde se encontraban las habitaciones para las visitas de la nobleza, estancias ocupadas en ese momento por el conde de Shiring y otros miembros de su familia.

El monje se inclinó sobre Gwenda para encender la lámpara que quedaba justo encima de su cabeza. El hombre se fijó en ella y le sonrió. La niña observó su rostro bajo la vacilante luz de la llama y vio que se trataba del hermano Godwyn, un joven apuesto que la noche anterior había tratado a Philemon con mucha amabilidad. [...] La prosperidad no sonreía a la familia de Gwenda. Su padre no tenía tierras, por lo que se ofrecía de jornalero a quien pagara por sus servicios. En verano nunca faltaba trabajo, pero tras la recogida de la cosecha y la llegada del frío, la familia solía pasar hambre.

Por eso Gwenda tenía que robar.

Solía imaginarse que la prendían: una mano robusta la agarraba por el brazo y la sujetaba con fuerza sobrehumana mientras ella trataba de zafarse sin éxito; una voz profunda y cruel le decía: "Vaya, vaya, una ladronzuela"; a continuación sentía el dolor y la humillación de un latigazo y después venía lo peor de todo, la agonía y la desesperación cuando le cortaban la mano.

Era el castigo que había sufrido su padre, al final de cuyo brazo izquierdo asomaba un muñón repugnante y arrugado. Se las arreglaba bien con la otra mano -podía cavar, ensillar un caballo, incluso tejer una red para cazar pájaros-, pero siempre era el último jornalero al que contrataban en primavera y el primero del que prescindían con la llegada del otoño. No podía abandonar la aldea y buscar trabajo en otro lugar porque el muñón lo delataba como ladrón y la gente se negaba a contratarlo. Cuando viajaba se ataba un guante relleno a la muñeca para que los extraños no lo rehuyeran, pero la engañifa no solía durar demasiado.

Gwenda no había presenciado el correctivo que le habían aplicado a su padre -todo había ocurrido antes de que ella naciera-, pero solía recrearlo en su imaginación, y ya no podía dejar de pensar que lo mismo iba a sucederle a ella. Veía cómo caía la hoja del hacha sobre su muñeca, cómo se abría camino entre la piel y los huesos y cómo le separaba la mano del brazo en un adiós definitivo… En esos momentos tenía que apretar los dientes para no gritar.

La gente empezó a desperezarse, y algunos se estiraban, otros bostezaban y otros se frotaban la cara. Gwenda se puso en pie y se sacudió la ropa. Todo lo que llevaba puesto había pertenecido en un momento u otro a su hermano mayor. Vestía un sayo de lana que le llegaba hasta las rodillas y una túnica por encima ajustada a la cintura con un cinto de cuerda de cáñamo. Los zapatos habían llevado cordones, pero como tenía los ojales rotos, los había perdido, así que se los sujetaba a los pies con paja trenzada. En cuanto se remetió el pelo en el gorro de cola de ardilla, dio por terminado el acicalamiento.

Su padre la miró en ese momento y le señaló con disimulo la familia que tenían enfrente, una pareja de mediana edad con dos hijos un poco mayores que Gwenda. El hombre era bajo y enjuto, y lucía una barba pelirroja y rizada. Estaba ciñéndose una espada, lo que significaba que era un hombre de armas o un caballero, puesto que a la gente normal y corriente no se le permitía portar espadas. Su esposa era una mujer escuálida y malhumorada de bruscos modales.

-Buenos días, sir Gerald, lady Maud… -los saludó el hermano Godwyn con un respetuoso ademán de cabeza mientras Gwenda los observaba con atención. Gwenda descubrió lo que había llamado la atención de su padre. Sir Gerald llevaba una pequeña bolsa sujeta al cinturón por una correa de cuero. La bolsita abultaba. Daba la impresión de estar repleta de varios cientos de pequeños y finos peniques, medios peniques y cuartos de penique de plata, la moneda inglesa en circulación en esa época.

Tanto dinero como el que su padre habría ganado en un año si hubiera encontrado patrón, suficiente para sustentar a la familia hasta la época de arar los campos, en primavera. Tal vez incluso contuviera algunas monedas de oro extranjeras; florines de Florencia o ducados de Venecia.

Gwenda escondía un pequeño cuchillo en una funda de madera que llevaba colgada del cuello con un fino cordón. La afilada hoja cortaría la correa sin problemas y la abultada bolsa caería en su mano… siempre que sir Gerald no notara algo extraño y la sorprendiera antes de que ella hubiera terminado su trabajo. Godwyn alzó la voz para hacerse oír por encima del bullicio general:

-Por la gracia de Dios, quien nos inculca caridad, el desayuno se servirá después de la misa de Todos los Santos -anunció-. Mientras tanto, hay agua fresca en la fuente del patio. Por favor, no olvidéis utilizar las letrinas de fuera. ¡Nada de orinar aquí dentro!

Los hermanos y las monjas eran muy estrictos con la higiene. La noche anterior, Godwyn había sorprendido a un niño de seis años orinando en un rincón y había expulsado a toda la familia. Salvo que tuvieran un penique para una taberna, tendrían que pasar la fría noche de octubre tiritando en el suelo de piedra del pórtico oriental de la catedral. Tampoco se admitían animales. Al perro de tres patas de Gwenda, Brinco, le habían vetado la entrada y la niña se preguntaba dónde habría pasado la noche.

Una vez encendidas todas las lámparas, Godwyn abrió la pesada puerta de madera que daba al exterior. El aire nocturno frío y cortante heló las orejas y la punta de la nariz de Gwenda. Los huéspedes de esa noche se envolvieron en sus ropas y empezaron a salir arrastrando los pies. Cuando sir Gerald y su familia se pusieron en marcha, los padres de Gwenda se colocaron justo detrás, seguidos de la niña y de su hermano.

[...] Cruzaron la puerta y vieron dos hileras de monjas ateridas que sujetaban unas antorchas encendidas para alumbrar el camino desde el hospital hasta el gran portalón occidental de la catedral de Kingsbridge. Las sombras jugueteaban allí donde el resplandor de las antorchas no alcanzaba a iluminar, como si los diablillos y los duendes de la noche corrieran a esconderse haciendo cabriolas, y lo único que les impidiera abalanzarse sobre las gentes fuera la protección de las hermanas.

[...] La inmensa iglesia era una masa informe que se alzaba por encima de la apelotonada multitud. Sólo se distinguían con claridad las partes más bajas, los arcos y los parteluces resaltados en rojo y anaranjado por la vacilante luz de las antorchas. La procesión aminoró el paso al acercarse a la entrada de la catedral, donde Gwenda divisó a un grupo de personas del lugar que se aproximaba por el otro lado. La niña supuso que debían de sumar cientos, tal vez miles, aunque no estaba segura de cuánta gente se necesitaba para reunir a mil personas, ya que no sabía contar hasta un número tan alto. La multitud atravesó el vestíbulo lentamente. La agitada luz de las antorchas alumbraba las figuras esculpidas en los muros, haciéndolas bailar como posesas.
En el nivel inferior sobresalían los demonios y los monstruos. Atemorizada, Gwenda contempló de hito en hito dragones y grifos, un oso con cabeza de hombre y un perro con dos cuerpos y un morro. Algunos de los demonios luchaban con humanos: un diablo le ponía la soga al cuello a un hombre, un monstruo parecido a un zorro arrastraba a una mujer por el pelo, un águila con manos atravesaba a un hombre desnudo… Sobre esas escenas, los santos se alzaban en una hilera bajo los protectores doseletes; sobre ellos los apóstoles se sentaban en tronos y a continuación, en el arco de la puerta principal, san Pedro con su llave y san Pablo con un rollo de pergamino adoraban con mirada devota a Jesucristo en lo alto.

Gwenda sabía que Jesús le decía que no debía pecar o, de lo contrario, los demonios la torturarían, pero los humanos la asustaban más que los demonios. Si no conseguía robarle la bolsa a sir Gerald, su padre le propinaría una azotaina. Peor aún, su familia sólo tendría sopa hecha con bellotas para comer; Philemon y ella estarían hambrientos durante interminables semanas; a su madre se le secarían los pechos y el recién nacido moriría, como había ocurrido con los dos últimos, y su padre desaparecería durante días y volvería con una escuálida garza o como mucho un par de ardillas que echar a la cazuela. Tener hambre era peor que los latigazos: dolía durante más tiempo.

Le habían enseñado a hurtar desde muy pequeña; una manzana de un tenderete de fruta, un huevo recién puesto bajo la gallina de una vecina, el cuchillo de un borracho olvidado por descuido en la mesa de una taberna… Sin embargo, robar dinero era otra cosa. Si la sorprendían robando a sir Gerald, de nada le serviría echarse a llorar con la esperanza de que la trataran como a una niña traviesa, tal como había hecho una vez después de afanar un par de refinados zapatos de piel a una monja de corazón benévolo. Cortar la correa de la bolsa de un caballero no era una chiquillada, sino un delito de adulto en toda regla, y como tal sería tratada.
Intentó no pensar en ello. Era pequeña, ágil y rápida, y se haría con la bolsa sigilosamente, como un fantasma… siempre que dejara de temblar. La amplia iglesia estaba abarrotada de gente. En los pasillos laterales, unos monjes encapuchados sujetaban antorchas que proyectaban un trémulo resplandor rojizo. Los pilares de la nave se perdían en la oscuridad que inundaba las alturas. Gwenda permaneció cerca de sir Gerald mientras la gente avanzaba hacia el altar. El caballero de la barba roja y su escuálida mujer no repararon en ella, y sus dos hijos le prestaron tanta atención como a los muros de piedra de la catedral. La familia de Gwenda se quedó atrás y los perdió de vista.

[...] En ese momento se oyó el tañido de una campana y todo el mundo guardó silencio. Sir Gerald estaba junto a una familia de la ciudad. Todos vestían ropas de primera calidad, por lo que probablemente se tratara de prósperos comerciantes de lana. Junto al caballero había una niña de unos diez años; detrás de ellos, esperaba Gwenda tratando de no llamar la atención. Sin embargo, para su consternación, la niña se volvió y le sonrió sin tapujos, como queriéndole decir que no tenía nada que temer. Los monjes que los rodeaban apagaron las antorchas, una tras otra, hasta que la gran iglesia quedó sumida en una oscuridad absoluta.

Gwenda se preguntó si la niña rica la recordaría más adelante. No se había limitado a intercambiar una mirada con ella y olvidarla al instante como hacía casi todo el mundo, sino que se había fijado en ella, había pensado en ella, había presumido que podía estar asustada y le había ofrecido una sonrisa amistosa. Con todo, había cientos de niños en la catedral, por lo que era imposible que hubiera retenido las facciones de Gwenda con toda precisión bajo aquella luz mortecina… ¿no? [...]

Invisible en la oscuridad, dio un paso al frente y se deslizó entre las dos figuras. Sintió la suave lana de la capa de la niña a un lado y al otro, la tela más basta de la vieja sobrevesta del caballero. Ahora ya tenía la bolsa a su alcance. Se metió la mano en el escote y desenfundó el pequeño cuchillo.

Un chillido estridente quebró el silencio. Gwenda lo estaba esperando, pues su madre ya le había explicado lo que iba a suceder durante la misa, pero de todos modos le costó sobreponerse. Era como si estuvieran torturando a alguien.

Entonces la catedral resonó con estridencia, como si hubieran golpeado una plancha de metal, a lo que siguieron otros ruidos: quejidos, carcajadas demenciales, un cuerno de caza, griterío, animales, los tañidos de una campana… Un niño rompió a llorar entre los feligreses, imitado al poco por otros muchos. Varios adultos rieron con nerviosismo. Sabían que la algarabía era cosa de los monjes, pero no por eso dejaba de ser espeluznante.
Amedrentada, Gwenda pensó que no era el mejor momento para apoderarse de la bolsa. Todo el mundo estaba en tensión, despiertos los cinco sentidos. El caballero notaría hasta el más mínimo roce.

La barahúnda infernal aumentó de volumen hasta que sobrevino un nuevo sonido: música. Al principio era tan débil que Gwenda dudó si lo había oído en realidad y luego, poco a poco, fue haciéndose más audible. Las monjas estaban cantando. Gwenda sintió la tensión a flor de piel; se acercaba el momento. Se volvió hacia sir Gerald moviéndose como un fantasma, liviana como el aire.

[...] Apenas con un roce, Gwenda puso la mano sobre la capa imaginando que era una araña tan etérea que al hombre le sería imposible percibirla. Desplazó la mano arácnida por la parte de delante de la capa hasta encontrar la abertura, la deslizó por debajo de la orilla de la ropa y continuó sobre la voluminosa barriga hasta que dio con la bolsa. El pandemonio fue apagándose a medida que la música tomaba el relevo. Un murmullo acongojado se alzó al frente de la congregación. Gwenda no veía nada, pero sabía que habían encendido una lámpara en el altar y que ésta iluminaba un recién aparecido relicario: una caja de marfil y oro de elaborada talla que contenía los huesos de san Adolfo. La gente avanzó en tropel con el deseo de acercarse a las reliquias sagradas, momento en que Gwenda, al sentirse comprimida entre sir Gerald y el hombre que tenía delante, levantó la mano y llevó el filo del cuchillo a la correa de la bolsa.

El cuero era duro y no pudo cortarlo de un solo tajo. Empezó a serrarlo impaciente, con la esperanza de que la escena del altar interesara lo suficiente a sir Gerald para que no reparara en lo que ocurría bajo sus narices. La niña levantó la vista unos instantes y se dio cuenta de que empezaba a distinguir el perfil de la gente que la rodeaba. Los monjes y las hermanas estaban encendiendo las velas, por lo que pronto todo se inundaría de luz, así que no tenía tiempo que perder.

Le propinó un fuerte tajo con el cuchillo y sintió que la correa cedía. Sir Gerald masculló algo. ¿Habría notado el tirón o sólo era una reacción a lo que ocurría en el altar? La bolsa se desprendió y cayó en la mano de Gwenda, pero era demasiado grande para asirla con facilidad y se le resbaló. Por un aterrador instante creyó que iba a aterrizar en el suelo, donde acabaría perdiéndola entre los pies despreocupados de la gente, pero la atrapó en el último momento y la agarró con fuerza. Sintió un instante de jubiloso alivio: ya tenía el monedero.

No obstante, el peligro no había pasado. El corazón le latía con tanta fuerza que temía que los demás lo oyeran. Deslizándose la pesada bolsa por el interior de la parte delantera de la túnica, se volvió rápidamente para darle la espalda al caballero. Sabía que el bulto que despuntaba por encima del cinto como si fuera la barriga de un anciano parecería sospechoso, así que lo desplazó a un costado para disimularlo con el brazo. Aun así, sabía que sería muy evidente cuando la luz lo inundase todo, pero no tenía otro lugar donde esconderlo.

Enfundó el cuchillo. Había llegado el momento de desaparecer lo más rápido posible, antes de que sir Gerald se diera cuenta de su ausencia; sin embargo, la misma aglomeración de fieles que antes la había ayudado a hacerse con la bolsa subrepticiamente, ahora obstaculizaba su huida. [...] Estaba atrapada, incapaz de moverse, delante del hombre al que acababa de robar.

-¿Estás bien? -le preguntó alguien al oído.

Gwenda intentó dominar el pánico al comprobar que se trataba de la niña rica. Tenía que hacerse invisible, por lo que una niña solícita era lo último que necesitaba en esos momentos. No contestó.

-Id con cuidado -advirtió la chica a la gente que la rodeaba-. Estáis aplastando a esta pobrecilla.

Gwenda sintió deseos de gritar. La amabilidad de la niña rica le costaría una mano. Desesperada por huir, apoyó las manos en el hombre que tenía delante y se dio impulso hacia atrás para abrirse camino, pero lo único que consiguió fue llamar la atención de sir Gerald.

-Ahí abajo no se ve nada, ¿verdad? -preguntó su víctima con voz amable. Para consternación de Gwenda, el hombre la asió por debajo de los brazos y la alzó. Estaba perdida. Apenas unos centímetros separaban la bolsa que ocultaba en la axila de la manaza del caballero. Gwenda volvió la cabeza hacia el altar para que el hombre sólo pudiera verle la nuca y por encima de la multitud vio que los hermanos y las monjas encendían más velas y cantaban al santo muerto. Detrás, una débil luz se filtraba a través del enorme rosetón. El amanecer ahuyentaba los malos espíritus. El estruendo se había detenido y la catedral resonaba con los cantos. Un alto y apuesto monje, a quien Gwenda identificó como Anthony, el prior de Kingsbridge, subió al altar.

-Y así una vez más, por la gracia de Dios, la armonía y la luz de la santa casa del Señor destierran el mal y la oscuridad del mundo -anunció el prior en voz alta, alzando las manos en actitud de alabanza.

Los feligreses estallaron en clamoroso júbilo, recobrando el sosiego. El clímax de la ceremonia había pasado. Gwenda se removió y sir Gerald, comprendiendo el mensaje, la dejó en el suelo. La niña pasó por su lado en dirección al fondo, con el rostro vuelto hacia un lado. La gente ya no ansiaba ver el altar como antes, por lo que esta vez consiguió abrirse camino [...]. Su padre la esperaba con mirada expectante, pronto a montar en cólera si había fracasado. Gwenda se sacó el monedero de la camisa y se lo lanzó, aliviada por poder desembarazarse de él. El hombre lo atrapó en el aire, se volvió ligeramente y le echó un furtivo vistazo. Gwenda vio que se le iluminaba la cara. Acto seguido, vio también cómo le pasaba la bolsa a su madre, quien la remetió rápidamente entre los pliegues de la manta con que arropaba al recién nacido.

El tormento había pasado, pero no así el peligro.

-Una niña rica se ha fijado en mí -dijo Gwenda, percibiendo el miedo que le atenazaba la voz.
En los ojos pequeños y oscuros de su padre brilló la cólera.

-¿Te ha visto robando la bolsa?

-No, pero les ha dicho a los demás que no me pisaran y luego el caballero me ha levantado para que pudiera ver mejor.

La madre dejó escapar un lastimoso quejido.

-Entonces te ha visto la cara -concluyó el padre.

-Intenté darle la espalda.

-Aun así, será mejor que no vuelvas a cruzártelo. No regresaremos al hospital de los monjes. Iremos a almorzar a una taberna.

-No podemos escondernos todo el día -protestó la madre.

-No, pero podemos confundirnos entre la gente.

Gwenda empezó a sentirse mejor. Por lo visto su padre no creía que hubiese un peligro real. De todos modos, al menos se acababa de quitar un gran peso de encima al ver que su padre había vuelto a asumir el mando y la había descargado de responsabilidades. -Además, me apetece un poco de pan y fiambre, en vez de esas gachas aguadas de los monjes -añadió el hombre-. ¡Ahora podemos permitírnoslo!

Salieron de la iglesia. La luz del amanecer teñía el cielo de nácar gris. Gwenda iba a darle la mano a su madre, pero el recién nacido rompió a llorar y reclamó toda la atención de la mujer. Entonces vio un perro de tres patas, blanco, con la cara negra, que entraba corriendo en el recinto de la catedral con una cojera que le resultaba familiar. -¡Brinco! -lo llamó.

Lo izó para estrecharlo entre sus brazos.