Image: Tango de muerte

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Letras

Tango de muerte

por Mikel Azurmendi

17 julio, 2008 02:00

Mikel Azurmendi

El Cobre

PRIMERA PARTE

ú l t i m o t a n g o e n B i a r r i t z


L a p a r t e d e B i g o t e s

Aquella noche de marzo instalada en su ya usado trono de invierno velaba por ellos. Hijos de las tinieblas que se mueven como dioses en los más oscuros y gastados reinos, los ocho habían ido al bar en dos coches pero ahora se llevaban otro coche más. Cargaban consigo a tres prisioneros a quienes habría que interrogar duramente. Duramente y hasta el final, tal era la orden que habían recibido de Zaldubi. éste solamente aparecería en ese final. Zaldubi tenía aquella noche una cita con la dirección, y su dominio sobre los tres prisioneros se realizaría por delegación. Tenía biltzar, dicho en la jerga de los propios etarras, o sea una reunión de la más alta dirección.

Los ocho suponían que lo peor había pasado ya, pues para ellos lo peor no era la crueldad del interrogatorio a muerte que iba a suceder en breve, sino el riesgo de haber sido reconocidos por la clientela del bar. Sin embargo, pese a la intensidad del altercado en el bar todo había transcurrido con normalidad. Hasta habían tenido tiempo de mirar a los clientes por si alguno diera muestras de haberles reconocido. No las habían dado. La oscuridad de aquella noche la atenuaban dentro de Le Moustache unas luces moradas y rosas que reverberaban el frío de las paredes como chorros de limonada sin gas para así volver singulares únicamente las partes desnudas del cuerpo de algunas mujeres que pululaban por entre las mesas. El resto quedaba pardo. Más noche todavía en aquella tenebrosidad de un marzo lluvioso.

Los ocho muchachos se marchaban más serenos que cuando llegaron, a sabiendas de que su acción había culminado con éxito y de que en el invernadero les estaría esperando Bigotes para llevar él mismo las riendas del interrogatorio. Hasta hacer cantar a esos tres txakurras, duramente y hasta el final, era la orden. Bigotes era el comandante vicario de ese operativo al que cinco o seis horas después de iniciado, a las tres de la madrugada exactamente, llamaron con jocosa ingeniosidad "Tango, tango, tango". Un tango por cabeza. él no había participado en la refriega del bar por razones tan evidentes como ser un empleado de Le Moustache, que por eso sus conmilitones le llamaban cariñosamente Bigotes. Y no venía al caso exponerse a que los clientes le reconociesen apaleando a unos españoles que se habían dejado caer por allá para tomar un cubata. Pero había sido él quien, caminando hacia el párking de la estación para recoger su coche, justamente después de haber concluido su horario de trabajo, se cruzó con esos tres jóvenes. Jóvenes. Jóvenes bien vestidos. Jóvenes bien vestidos y que hablaban en castellano con marcado acento gallego; qué extraño, reflexionó sin pausa Bigotes. Y al poco de haberse cruzado con ellos se dio la vuelta para seguirlos. Y comprobó que entraban directamente en el bar. En el suyo precisamente, y mira si había otros bares de copas por los alrededores... Inspeccionó luego el párking de la estación y advirtió un coche con matrícula española. Matrícula de La Coruña. Palpó el capó y comprobó que el motor aún despedía calor, y se dijo para sí que aquellos txakurras no tenían cojones para venir de uno en uno a su bar. Comentó el sospechoso asunto con Zaldubi, que le estaba esperando en su casa. Bigotes iba a ser su chófer también esa noche de cita clandestina de alta dirección. Que dicho en vascuence suena más sacramental. Pronunciar biltzar sin saber ni palabra de vascuence, como era el caso de casi todos ellos, es como cuando dices en latín hoc est enim corpus meum y comprendes que inmediatamente puede suceder algo nuevo. Y fue así como, antes de emprender ambos rumbo hacia algún punto todavía desconocido para Bigotes, ingeniaron de inmediato un dispositivo y lo pusieron en marcha. A las tres de la madrugada el dispositivo que había acabado con la vida de tres muchachos que se habían desplazado a Biarritz para ver último tangoen París quedó bautizado como "Tango, tango, tango" en alusión a los tres cadáveres maltrechos cruelmente despedidos mediante una canción infantil de pastores, y el "Tengo, tengo, tengo, / tú no tienes nada, / tengo tres ovejas en una cabaña. / Una me da leche, / otra me da lana / y otra..." de la infancia de Arrieta quedó transformado en una obscena tonadilla. Debido más a la crueldad de un niño malo que a una estúpida ironía. Sobre la granja el cielo había cobrado el siniestro tono de aquella canción y parecía expeler lluvia sucia.

Zaldubi era un veterano de la primera hornada y Bigotes más bien de los últimos llegados, pero ambos congeniaban porque eran del mismo pueblo y hablaban el mismo dialecto eusquérico de la costa vizcaína. También compartían un inmenso apego a las acciones peligrosas. Los dos, por ejemplo, habían sido recientemente los únicos supervivientes de una singular acción de comando que desbarató la Guardia Civil. Seguramente tenían algún infiltrado en los grupos que comandaba con bastante autonomía Zaldubi, y para detectarlo trataba de urdir diferentes planes. El operativo de esa oscura noche fría y lluviosa de marzo de 1973 tendría por misión hacer cantar a esos tres txakurras el nombre del infiltrado en sus filas. La reciente operación de comando frustrada al desembarcar de noche en la escarpada costa del Jaizquíbel condujo a Zaldubi a dudar de su íntimo amigo y paisano, y precisamente para tantearlo lo había puesto al frente del operativo. Si era Bigotes el infiltrado, tendría que desenmascararse esa misma noche. Por eso le dio la orden de barra libre en el interrogatorio, duro y hasta el final si fuese necesario. Y ante testigos.

No era normal que, pese al sigiloso desembarco nocturno en una zódiac, sin luz alguna, con los dos motores apagados y remando desde doscientos metros antes de entrar en la pequeña ensenada de El Molino, estuviesen esperándoles metralleta en mano, en unas descarnadas rocas de la vertiente norte del Jaizquíbel, algo así como una docena de miembros de la Guardia Civil. La operación de comando hubiese podido resultar relativamente sencilla, pues se trataba de irrumpir en el domicilio del director de la principal sucursal irunesa de la Caja de Ahorros y conminarle, amablemente pero con armas, a que los acompañase a su oficina. En ella había aquella noche, excepcionalmente, algo más de 500 millones de pesetas. Con el chicote del cable en una mano enfundada en un recio guante de cuero y no sin dificultades debido al oleaje echó pie a tierra Josecho, el hermano de Zaldubi. Mientras amarraba la embarcación saltaron tras él Broncas y el Mudito, dos muchachos ágiles y bastante curtidos. Bigotes y Zaldubi debían esperar a bordo hasta que Josecho subiese al Molino y silbase, pero éste no había terminado el amarre del chicote cuando una ráfaga segó la vida de los dos que subían hacia las ruinosas paredes de un antiguo molino de agua. Solamente oyeron al Mudito decir "joder, me han dado" y caer rodando. El otro rodó pero no dijo nada. Zaldubi había tenido la prudencia de entrar en la pequeña ensenadaremando de popa para que, en caso de emergencia, el embarque de vuelta fuese inmediato y rápido sin necesidad de hacer una ciaboga donde el oleaje tampoco facilitaba la maniobra nocturna. Nada más iniciarse el ataque, Zaldubi se echó sobre la cubierta y arrancó el fueraborda de un potente latigazo de su brazo mientras Bigotes blasfemaba a gritos haciendo fuego con su metralleta hacia el lugar donde había supuesto se hallaba el atacante. Zaldubi le gritó a su hermano que se agarrase bien al cable, pero se le oyó decir "cabrones, me han jodido" en medio de un estruendo de motor, ráfagas de plomo azul y blasfemias. Y Zaldubi nunca dejó de pensar en las razones que pudo tener la Guardia Civil para no disparar contra la embarcación y hundirla según estaban atracando. No podía suponer que la Benemérita fuera remisa a deshacerse completamente del comando. Entonces empezó a sospechar de Bigotes y lo quiso poner a prueba la noche del operativo contra tres txakurras que husmeaban en su propio bastión. ¿Husmeaban?, se preguntaba Zaldubi con la neurona que le quedó trastabillada en alguna parte del cerebro la aciaga noche del desembarco en Jaizquíbel. Así como hay perros de todas clases y oficios, pensaba él que existen también neuronas que, una vez han mordido, no sueltan jamás su presa y se vuelven cancerberos al servicio de sus dueños. Y él echaba de comer con sumo gusto a ese perro de su cerebro. Debido al ejercicio de echarle alimento Zaldubi podía reconocer rostros, miradas, matrículas de coche e indumentarias de personas con las que se había cruzado alguna vez en la vida.

A causa de ello se sabía un hombre de suerte y no le preocupaba ser temerario. Había llegado al sur de Francia a mediados de los años 60 a resultas de un atraco que acabó mal. El muchacho que se retiraba con el botín tras desperdigarse los miembros del comando sufrió un accidente de moto. Cuando despertó en el hospital, el muchacho preguntó a las dos enfermeras guapas que le atendían si sabían algo de una bolsa verde que llevaba en la moto. "Está bajo la cama, no te preocupes, la ambulancia te la recogió", le respondió la más guapa. De manera que cuando ellas se marcharon al presentarse dos policías de paisano preguntándole por el origen de la bolsa verde, el muchacho comprendió que las enfermeras guapas no eran sino vulgares agentes guapas. Y cantó cuanto sabía y dio el nombre de todos sus compañeros de comando. No obstante éstos endilgaron públicamente la cantada del compinche a la acción del pentotal, pero ni las enfermeras guapas sabían poner una inyección ni los dos paisanos llevaban entre manos, aparte de las pistolas, más artilugios que un bloc de notas y un bic negro.

Zaldubi tuvo la suerte de conocer los detalles del accidente de moto antes de que la policía publicase los nombres de los seis atracadores, porque ante el gran despliegue de efectivos de la Guardia Civil en torno al accidentado, un vecino dio parte a un implicado en la subversión. Y así pudo Zaldubi enterarse a tiempo y telefonear al resto del comando para que huyese, y él mismo se resguardó por precaución en Euskadi norte, como acostumbraba a decir. Los agentes llegaron al día siguiente a su casa preguntando dónde estaba, sin que nadie de su familia lo supiese exactamente. Así comenzó Zaldubi a interesarse por los pasos de muga que, debido a su hiperactivismo, fue conociendo palmo a palmo como nadie. Su preferencia activista era ensañarse con las placas conmemorativas del Alzamiento Nacional y de cualquier otro monumento que hiciese mención a los caídos por Dios y por España, esa hija de puta, que decía él. Y los hacía añicos lanzando contra ellos unas bolas de acero que siempre llevaba consigo en el coche. También colocaba ikurriñas en los sitios más inverosímiles, a ser posible en su propia comarca y derredores. él podía cruzarla a pie por monte en una noche y esfumarse cuando la aurora dibujaba el paisaje. Una de esas noches, por ejemplo, largó un cable desde el ayuntamiento hasta la torre de la iglesia colocando una enorme ikurriña flanqueada por varios paquetes de goma 2 en la mitad de la espectacular parábola que describía el cable. El regocijo del pueblo a la mañana siguiente fue de un escarlata intenso. Y duró dos días eternos con sus noches eléctricas, al cabo de los cuales la Guardia Civil desalojó las casas del centro del pueblo para efectuar una serie de tiros de cetme contra aquella artillería del cable hasta desbaratar por completo el artilugio. Zaldubi asistía a la operación de tiro al plato con fuegos artificiales desde un pequeño collado vecino provisto de unos catalejos y fumándose un puro. Y al día siguiente, al alba, bajó de nuevo al pueblo y perpetró un atraco a cara descubierta en la Caja de Ahorros, con cuyo director estaba conchabado y que gustosamente se dejó amordazar y atar.

Ese activismo populachero y antifranquista le dio tal notoriedad que hubo de establecer una especie de oficina clandestina de contratación y reclutamiento. Se valió primeramente de los servicios de su hermano Josecho y, después de la huida de éste, de otro pariente. La familia era su bastión sagrado, toda una trinchera artesanal de ideología que él cuidaba personalmente. De hecho, con su lucha no pretendía otro objetivo que convertir Euskadi en una gran familia, bien diferenciada de las vecinas por una honda trinchera de desapego social. "Tribu de familias, fosa separadora, seres en degeneración, esa es la cartografía de la revolución y va a costarnos mucha sangre", repetía él a sus conmilitones, porque la sangre es lo que más toca el corazón y vuelve temerosa o cordial a la familia. En ambos casos unida. Zaldubi aceptaba casi todas las solicitudes de demanda de los jóvenes que soñaban aventuras contra la Guardia Civil, pero junto a cada solicitud, exigía que el reclutador añadiese su propio informe personal sobre el candidato. Y luego a éste se le ponía una cita de contacto con Zaldubi en algún picacho, intrincada senda o escondrijo cavernoso de las montañas fronterizas. Así es como fue curtiendo unas células completamente adictas, casi tan propias como un cinturón usado y muy poco amantes de la teoría. La teoría vendrá después, solía decir a los neófitos, pero sólo para acompañar a la práctica y mejorarla. Y citaba alguna que otra frase de Marx, del Che o de Mao, de quienes, por supuesto, jamás había leído nada.