Image: Daños colaterales. Un español en el infierno iraquí (2005-2008) (Extracto)

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Letras

Daños colaterales. Un español en el infierno iraquí (2005-2008) (Extracto)

por Ignacio Rupérez

18 septiembre, 2008 02:00

Ignacio Rupérez

Planeta Leer crítica

CAPíTULO 1

Se marcharon los periodistas


Con la invasión de Kuwait, la mayoría de los periodistas dejaron La Habana para ir a Oriente Medio y al golfo Pérsico. La verdad es que constituían una magnífica compañía en las semanas en que la embajada estuvo llena de refugiados, todo un suceso informativo de primera plana en unos tiempos en que ya las vacaciones de verano en absoluto suponían un receso en los escándalos, las tragedias y los conflictos armados. Nada de todo lo malo se interrumpía, más bien todo lo contrario, e incluso se intensificaba en los días de estío. Precisamente, el trayecto de La Habana a Kuwait suponía esa ruptura de la tregua veraniega, que ya no se cesa de violar una y otra vez durante los meses de calor. Apenas recuerdo ya un verano tranquilo y unas vacaciones desprovistas de alguna presencia desagradable, siendo ejemplo de ello los sucesos de La Habana y Kuwait, tan distintos y acaecidos en lugares tan dispares, a los que sin embargo me sería forzoso ir años más tarde. "¡éramos tan jóvenes! Creo que aquel verano apenas dormimos." Asumía con indignación la apelación a los veranos según Pavese, ante unas vacaciones alteradas en lo que me parecía una desfachatez inaudita.

No hubo vacaciones para nadie en el verano de 1990 en La Habana. No hubo ocasión de rememorar vacaciones idílicas en que nada, ni nadie, parecía tener la capacidad o el interés de alterar la paz y la somnolencia, como si no existieran los sucesos exteriores a nuestro propio estado de ánimo, incidentes o tragedias que nos situaran en un plano de estupor o mala conciencia por la infelicidad de otros. Pero ya en el verano de 1990 ni era tan joven, ni volvería a conocer tales estíos interminables y felices, y no faltaban mientras tanto cosas desagradables, que pudimos descubrir más tarde, al menos por la mera comparación entre lo que escribíamos en nuestros diarios y cartas y lo que en las mismas fechas se publicaba en los periódicos. En periódicos que por supuesto no leíamos y que apenas circulaban entre bañistas, veraneantes, domingueros y horteras del entorno. ¡De haberlo sabido! En definitiva, que transitábamos por el largo y cálido verano sin necesidad de olvidar, porque nada sabíamos.

Fue aquél un verano de otro tiempo, pero no tan lejano, porque a partir de 1990 padecí veranos y Navidades horribles, primero en La Habana y más tarde en Bagdad. Y es que en otros tiempos el verano se consagraba como la ocasión propicia para la tregua, el indulto, el armisticio o la amnistía; los conflictos se dejaban de lado, para nunca más o para más adelante, hasta la rentrée de otoño. "Nos veremos en septiembre", decíamos con el sosiego de quien empieza a caminar por un terreno llano. Ahora parece que todo es justamente al revés, o como siempre, y que las mayores sorpresas se presentan cuando menos se espera, o cuando menos pensamos que las merecemos. Nada de lo que antecede vale ya, casi tan sólo para rememorar excelentes testimonios literarios y celebrar lo bien que lo hemos pasado. Cuando nos lamentamos del verano que nos espera por el calor y la sequía que se anuncian, más valdría no lamentarse porque seguramente también nos aguardan, sin que podamos ser ajenos ya, la violencia, la muerte y la sangre derramada, todos los días y en diversos lugares a la vez, sin ningún respeto para la vida, el relajo, el sueño y la ilusión, siempre con la inoportunidad del sufrimiento.

Nada de tregua, amnistía, indulto o armisticio, porque ya todo vale, aunque sea en verano y a costa de que las vacaciones se estropeen. Volví con prisas a La Habana recién llegado a Madrid, con las mandíbulas muy doloridas aún, porque pocos días antes me habían extraído las muelas del juicio. Para cerrar las heridas tenía que hacer gárgaras con el Listerine que en los diplomercados aún se vendía en enormes frascos de cristal. Porque se me recomendó no utilizar el cepillo de dientes, los limpiaba con una pera de goma cargada de agua. La verdad es que no pensé en el pésimo verano que se me anunciaba, pero al repetirse de alguna manera tales experiencias, sí he pensado con resignación en otros veranos caracterizados por la tragedia, de la que tenía conocimiento directo, sin mucha esperanza de que el panorama se despejara. Por ejemplo, después del verano de 2006 en Beirut, que abandoné encantado una semana antes del comienzo de los bombardeos israelíes, tenía motivos más que sobrados para dudar que cesara la pésima y arraigada costumbre de matar, haga frío o calor, sea la Navidad o la Virgen de Agosto, purim o ramadán. Como decía, al iniciarse agosto, y debido a la invasión de Kuwait, perdí la compañía de aquellos periodistas, venidos todos de fuera para ocuparse de un suceso que tuvo una enorme repercusión informativa: la ocupación de una embajada por ciudadanos que pretendían forzar de esa manera su salida de Cuba. Cuando estalló la crisis volví rápidamente desde Madrid, casi al tiempo de la partida apresurada de La Habana del consejero comercial, del consejero de Cooperación y de un agregado cultural, con sus familias y mulatas respectivas, que no se consideraban llamados a gestionar el problema, y que se desentendían de algo porque no lo concebían como suyo o porque carecían de instrucciones para seguir allí. He conocido varias veces tales comportamientos. Llevan implícito que los diplomáticos deshagan el enredo a solas y así se restablezca, porque las complicaciones lo exigen, la llamada unidad de acción en el exterior. En tiempos normales, a ninguno de los que entonces se quitaban de en medio le importó gran cosa. Años después, en el verano de 2006, con ocasión de la invasión del Líbano por los soldados israelíes y de los terribles bombardeos de Beirut, la evacuación a través de Damasco me recordó la situación vivida en La Habana: que el último en salir apague la luz o, por si acaso, que la apaguen los diplomáticos, que para eso están.

Efectivamente se presentaron en la embajada de la capital de Siria muchas personas durante varios días para refugiarse y ser evacuadas. Naturalmente, los funcionarios con pasaporte rojo, pero no diplomáticos de carrera, abandonaron el país en el primer avión. En Bagdad, debido a una situación similar, todavía quedaban sus archivos, dejando el marrón en manos de los que a fin de cuentas y de manera sobrentendida y cómoda, siempre son considerados como los titulares habilitados para arreglar situaciones imposibles y aderezar los peores guisos para que se puedan comer. En Damasco, en el verano de 2006, Alejandro Lago tuvo la ocurrencia de enviar por correo electrónico todo un diario del refugio y la evacuación, lleno de gracia y de sensibilidad, en que también se lamentaba de lo solos que se quedaban los diplomáticos, con qué frecuencia tienen que estar a las duras, echando en falta quizá un poco más de solidaridad humana y profesional, más fortaleza y capacidad de sacrificio al desaparecer las recepciones y las cenas glamurosas, la alta política y los actos oficiales que tanto gustan a todos, para encargarse de la logística de la comida y el aseo, la cama y el transporte de gentes desamparadas. O sea, que en el verano de 1990 pareció ponerse de moda buscar refugio en las embajadas de La Habana, indudablemente algo menos arriesgado que echarse al mar en una balsa o esconderse en el tren de aterrizaje de un avión, pero también de resultados inciertos. Todo empezó en la embajada de Checoslovaquia, situada en el muy exclusivo reparto* Kholy. Hasta la caída del muro de Berlín y el desmoronamiento del poder soviético en la Europa del Este, la embajada de Checoslovaquia era de las más mimadas por el régimen cubano; disponía de una sede en el barrio más distinguido de la capital, prácticamente reservado a la nomenclatura, y de un fastuoso centro cultural en la Rampa. Ninguna otra embajada tenía derecho a centro cultural propio, ni siquiera la española. Tan sólo se consiguió años más tarde en la Casa de las Cariátides del Malecón, pero con muchos contratiempos. Frecuentábamos la Casa de la Cultura de Checoslovaquia por los saraos y las exposiciones de pintura, y también para comprar preciosas piezas de cristal de Bohemia que se ofrecían a precios muy bajos, a veces en pesos cubanos. No había en La Habana cerveza mejor. Tanto en La Habana como en el Bagdad de Saddam Hussein, los cambios políticos de Checoslovaquia se vivieron de manera muy brusca en el país de acogida, a tortas entre los anfitriones y los invitados.

Repito que con las encías aún sin cicatrizar empecé a hacer las maletas en Madrid, dejando para otra ocasión las vacaciones y el viaje con Francisca a Venecia que ya estaba apalabrado. Desde la redacción de El País, Juan Jesús Aznárez me avisó de lo que estaba ocurriendo, poniéndome ya en antecedentes sobre la dudosa personalidad de algunos de los refugiados en la embajada de Checoslovaquia, que estaban a medio camino entre ser disidentes y agentes de la Seguridad del Estado, además de contarse entre ellos algunos tipos francamente cínicos y desaprensivos. Los conocía muy bien después de varios años como delegado en Cuba de la agencia EFE, y era muy capaz de calibrar de qué manera en ese país, como con las razas, apenas se puede hablar de blanco o negro, de bueno o malo, de disidente o colaborador, porque existe una infinidad de tonalidades intermedias en el color y en el comportamiento. Las que existen en el color de la población cubana y, al menos entonces y en tales circunstancias, en sus actuaciones políticas. En la Cuba de Fidel Castro, el extranjero vive bien, es muy reacio y perezoso ante cualquier alteración en su calidad de vida y por cobardía o comodidad prefiere que no haya cambios. O al menos que no le pillen allí. Nada de esto debía saber el encargado de Negocios de Checoslovaquia, persona corpulenta y de elevada estatura, cuyo nombre he olvidado. Por iniciativa propia, en un momento de ruina en las relaciones de ambos países, no supo a quién permitía entrar en casa, dejó a los huéspedes cubanos a solas con un teléfono, lo que nunca era recomendable, les dio cerveza y comida en abundancia, como para que no quisieran marcharse e invitaran a su vez a sus compinches del hampa castrista o de la Seguridad del Estado para compartir su hospitalidad, etc. Al final le destrozaron la mansión, hicieron sus necesidades en el mismo salón, incluso desmenuzaron sus cortinas con tijeras, dejándole en definitiva en espantoso ridículo ante todo el mundo, especialmente ante sus colegas. De este modo se señalaba la clamorosa ruptura en las magníficas relaciones que siempre mantuvieron dos países fraternos bajo el paraguas de la Unión Soviética, el socialismo real y del CAME. Como novios despechados todos estos países y Cuba se fueron tirando las cartas a la cara y se devolvieron sus regalos.