Image: La hija del sepulturero

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Letras

La hija del sepulturero

Joyce Carol Oates

18 septiembre, 2008 02:00

Entrevista con Joyce Carol Oates

En la vida animal a los débiles se los elimina pronto".

Lleva diez años muerto. Diez años enterrado con la cabeza destrozada. Diez años sin que nadie lo llore. Cualquiera pensaría que su hija, esposa ya y madre, se habría librado de él a estas alturas. ¡Como si no lo hubiera intentado, maldita sea! Lo detestaba. Sus ojos de color queroseno, su rostro de una tonalidad como de tomate hervido. Rebecca se mordía los labios hasta dejárselos en carne viva de puro odio. Donde era más vulnerable, en el trabajo. Le oía incluso en la cadena de montaje de Niagara Fiber Tubing, donde el ruido la adormecía hasta hacerla caer en trance. Le oía mientras le castañeteaban los dientes por las vibraciones de la cinta transportadora. Le oía mientras la boca le sabía a boñiga seca de vaca. ¡Hasta qué punto lo detestaba! Se agachaba incluso si se le ocurría que podía ser una trampa, una broma de mal gusto, uno de sus estúpidos colegas que le gritaba al oído. Como si se tratara de los dedos de algún tipo palpándole los pechos a través del mono o metiéndole la mano en la entrepierna y ella paralizada, incapaz de apartar su atención de los trozos de tubería sobre la cinta de caucho avanzando a saltos y siempre más deprisa de lo que se quiere. Las condenadas gafas protectoras empañadas y haciéndole daño en la cara. Con los ojos cerrados y respirando por la boca el nauseabundoaire polvoriento, aunque sabía de sobra que no debía hacerlo. Un ins-
tante de vergöenza, que abrasa el alma, qué más da vivir o morir, que se apoderaba de ella a veces en momentos de agotamiento o de pesar y entonces buscaba a tientas el objeto sobre la correa que en aquel instante carecía de nombre, de identidad, de propósito, arriesgándose a que la troqueladora le enganchara la mano y le aplastase la mitad de los dedos antes de que ella, agitando la cabeza, pudiera librarse de su padre, que le hablaba calmosamente, sabiendo que se le oiría por encima del traqueteo de la máquina. "Por lo tanto, Rebecca, has de ocultar tus debilidades." El rostro de Jacob tan pegado al suyo como si fuesen conspiradores. No lo eran, no tenían nada en común. No se parecían ni por lo más remoto. Rebecca detestaba el olor agrio de su boca. La cara que era un tomate hervido y estallado. Había visto explotar aquel rostro, convertido en sangre, cartílago, cerebro. Se había limpiado los restos de los antebrazos desnudos. ¡Se había limpiado aquella cara de la suya, maldita sea! Se había sacado fragmentos de entre el pelo. Diez años atrás. Diez años y casi cuatro meses. Pero Rebecca no olvidaría nunca aquel día. Rebecca no era de su padre. Nunca había sido suya. Tampoco era de su madre. No se advertía parecido alguno entre ellas. Rebecca era ya una mujer de veintitrés años, algo que la asombraba: haber vivido tanto tiempo. Haber sobrevivido a su padre y a su madre. Ya no era una niña aterrorizada. Era la esposa de alguien que era un hombre de verdad y no un cobarde llorica y asesino; un hombre que le había dado un hijo: un hijo que él, su padre muerto, no vería nunca. Qué placer le proporcionaba aquello: que su padre no viera nunca a su nieto. Que no pudiera verter palabras venenosas en los oídos del niño. Pero, de todos modos, se acercaba a Rebecca. Sabía cuáles eran sus puntos débiles. Cuándo estaba agotada, cuándo el alma se le reducía al tamaño de una pasa. En aquel lugar estruendoso donde sus palabras habían adquirido un ritmo de máquina poderosa y una autoridad que la golpeaba una y otra vez hasta lograr una aturdida sumisión.

"En la vida animal a los débiles se los elimina pronto. Has de ocultar tus debilidades. No nos queda otro remedio."

Una tarde de septiembre de 1959, una joven trabajadora regresaba a casa por el camino de sirga del canal de barcazas del lago Erie, al este de una pequeña población, Chautauqua Falls, cuando empezó a notar que un hombre tocado con un panamá la seguía a una distancia como de diez metros.

¡Un sombrero panamá! Y extraña ropa de colores claros, de una clase poco vista en la zona.

La joven se llamaba Rebecca Tignor. Estaba casada y terriblemente orgullosa del apellido de su esposo. "Tignor."
Muy enamorada y muy infantil en su vanidad, aunque no fuese ya una jovencita, sino esposa, y madre por añadidura. Aún repetía "Tignor" una docena de veces al día.

Y que ya empezaba a pensar, mientras caminaba más deprisa: Será mejor que no me siga, a Tignor no le gustaría. Para desanimar al individuo del panamá y para que renunciara a alcanzarla e intentase hablar con ella como los hombres hacían a veces, no a menudo pero sí a veces, Rebecca hundió en el camino los tacones de los zapatos que se ponía para trabajar, de la manera más desgarbada posible. De todos modos ya estaba nerviosa, irritable como un caballo atormentado por las moscas.

Casi se había destrozado la mano con una troqueladora. ¡Tan trastornada estaba, maldita sea! Y ahora aquello otro. ¡Aquel tipo! Le mandó una mirada de indignación por encima del hombro, todo menos darle ánimos.

¿Alguien que conocía? No parecía de la zona.

En Chautauqua Falls los hombres la seguían a veces. Al menos, con los ojos. Rebecca trataba casi siempre de no darse por enterada. Había vivido con hermanos, conocía a los "hombres". No era una niñita tímida y asustadiza. Era una mujer fuerte, sólida. Si quería, estaba convencida de que podía cuidar de sí misma.

Pero hoy, por alguna razón, tenía una sensación distinta. Uno de esos días calurosos y pálidos, de color sepia. Uno de esos días que hacen que tengas ganas de llorar, Dios sabe por qué.

Aunque Rebecca Tignor no lloraba. Nunca.

Y el camino de sirga estaba desierto. Si gritaba pidiendo ayuda...

Aquel tramo Rebecca lo conocía como la palma de la mano. Un paseo hasta su casa de cuarenta minutos, algo menos de tres kilómetros. Cinco días a la semana recorría el camino de sirga hasta Chautauqua Falls y esos mismos cinco días regresaba a casa por el mismo camino. Todo lo deprisa que se lo permitía el condenado calzado que usaba para trabajar.

Algunas veces una barcaza la adelantaba por el canal. Eso animaba un poco las cosas. Intercambio de saludos, bromas con los tipos que iban a bordo. Había llegado a conocer a unos cuantos.

Pero ahora el canal estaba vacío, en ambas direcciones.

¡Sí que estaba nerviosa, maldita sea!

Le sudaba la nuca. Y dentro de la ropa, las axilas inundadas. Y el corazón latiéndole de una manera que dolía, como si tuviera algo cortante entre las costillas.

-Tignor. Dónde demonios estás.

No lo culpaba en realidad. Aunque sí, demonios, claro que lo culpaba.

Tignor la había llevado a vivir allí. A finales del verano de 1956. Lo primero que Rebecca leyó en el periódico de Chautauqua Falls era tan horrible que no se lo podía creer. Un individuo de la localidad había asesinado a su mujer: le había dado una paliza, luego la arrojó al canal en algún sitio en aquel mismo tramo desierto, y le tiró piedras hasta que se ahogó. ¡Piedras!

Había necesitado quizá diez minutos, le dijo el culpable a la policía. No había alardeado de lo que había hecho, pero tampoco se avergonzaba.
La muy zorra trataba de dejarme, dijo.

Quería llevarse a mi hijo.

Una historia tan horrible que Rebecca querría no haberla leído. Lo peor era que todos los hombres que se enteraban, Tignor incluido, movían la cabeza y dejaban escapar una risita.

Rebecca le preguntó a Tignor qué demonios significaba: ¿por qué se reía?

"Con su pan se lo coma."

Eso era lo que había dicho Tignor.

La teoría de Rebecca era que todas las mujeres del valle del Chautauqua conocían aquella historia o alguna similar. Qué hacer si un hombre te tira al canal. (Podía ser el río, también. El mismo problema.) De manera que cuando empezó a trabajar en Chautauqua Falls y a utilizar el camino de sirga, a Rebecca se le ocurrió una manera de salvarse cuando llegara la ocasión, si es que llegaba. n

Sus imágenes eran tan luminosas y vívidas que muy pronto llegó a pensar que ya le había sucedido, o casi. Alguien
(sin rostro, ni nombre, un individuo más grande que ella) la empujaba a unas aguas de aspecto turbio y Rebecca tenía que
luchar para salvarse. De inmediato sácate el zapato izquierdo con la punta del derecho y luego el otro, ¡deprisa! Y a continuación... Sólo disponía de pocos segundos, los pesados zapatos del trabajo la hundirían como piedras de molino. Librada de ellos tendría
por lo menos una posibilidad, arrancándose la chaqueta, sacándosela antes de que se empapara por completo. Los condenados pantalones del trabajo sería difícil quitárselos, con bragueta, y botones, y las perneras muy apretadas en los muslos, y además, maldición, tendría que nadar al mismo tiempo, en dirección opuesta a donde estaba su asesino...