Image: Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra Fría

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Letras

Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra Fría

Vladislav M. Zubok

2 octubre, 2008 02:00

primer día de la construcción del muro de berlín, en agosto de 1961. Foto: archivo

Traducción de Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda. Crítica, 2008. 692 páginas., 39 euros Leer extracto

La inquietud por el creciente autoritarismo interior y agresividad exterior que parecen caracterizar a la nueva Rusia era visible desde hace tiempo, pero se ha disparado a raíz de su intervención armada en Georgia. Ante ello muchas voces europeas, también españolas, han comenzado a predicar el entendimiento con Rusia, han criticado la insensatez de Estados Unidos al extender la OTAN hacia el Este y han denunciado el peligro de que Europa se deje arrastrar por la incomprensión de Estonia, Polonia o Chequia hacia su vecino ruso. Nicolás Sartorius ha llegado a escribir que Estados Unidos nunca debería haber tratado de desbancar a Rusia "de zonas sensibles para su seguridad desde la más remota época de los zares -los Balcanes, el mar Negro y el Cáucaso-". La respuesta de la Unión Europea, liderada por Sarkozy, ha sido menos complaciente, pero una portada del Economist resumía hace poco la firmeza europea frente a la actuación rusa en Georgia al compararla con la de un aterrorizado postre de gelatina.

No nos encontramos ante un retorno de la guerra fría, pero tampoco está de más revisar la política rusa de entonces. En Estados Unidos se publicaron el año pasado dos notables libros sobre el tema y ambos aparecen ahora en edición española, publicados por Crítica. Se trata de La guerra después de la guerra, de Melvyn P. Leffler, y Un imperio fallido, de Vladislav M. Zubok. El segundo es particularmente interesante porque expone la guerra fría desde el lado soviético, basándose en la amplia documentación interna que se ha dado a conocer en los últimos años, y lo hace además desde la perspectiva de un autor ruso. Zubok se doctoró en Moscú por el Instituto de Estudios sobre Estados Unidos y Canadá en 1985 y fue un cualificado observador de la política exterior de Gorbachev antes de emigrar a Estados Unidos, donde es profesor de historia en la Temple University e investigador del Nacional Security Archive en la George Washington University.

Zubok está convencido que para comprender la política exterior soviética resulta crucial prestar atención a la personalidad y a las decisiones concretas de quienes la dirigieron; por ello Un imperio fallido se centra básicamente en la historia de los cuatro principales líderes soviéticos del período, es decir Stalin, Khruschev, Brezhnev y Gorbachev. El primero fue el fundador del imperio y el forjador del paradigma imperial-revolucionario, una combinación de política de gran potencia y de apoyo a la expansión mundial del comunismo que continuaron sus sucesores. En mi opinión, sin embargo, Zubok no ofrece grandes novedades en sus tratamiento de la política de Stalin, mientras que resultan muy sugestivos, incluso provocativos, sus retratos de Khruschev (sobre quien disponemos de una excelente biografía de William Taubman, traducida por La Esfera de los Libros en 2005 y ya comentada aquí), de Brezhnev y de Gorbachev. En Occidente Khruschev tiene relativamente buena imagen, al recordarse sobre todo que denunció el estalinismo y en la crisis de Cuba supo frenar a tiempo, y Gorbachev tiene una excelente imagen por buenos motivos, mientras que Brezhnev encarna el prototipo de la gerontocracia soviética, que condujo a su país al estancamiento interior y tomó las funestas decisiones de invadir Checoslovaquia y, once años más tarde, Afganistán. Así es que resulta refrescante comprobar cómo Zubok destaca los defectos de Khruschev y de Gorbachev y subraya las virtudes de Brezhnev, una perspectiva que no debe resultar insólita en Moscú.

Fue sin duda un alivio que en 1956 la Unión Soviética abandonara la doctrina de la inminencia de una guerra mundial y adoptara la de la coexistencia pacífica, pero no por ello abandonó Khruschev el paradigma imperial-revolucionario, del que acentuó el componente revolucionario de la expansión mundial del comunismo frente al de la consolidación de un imperio ruso, en contraste con lo ocurrido en la era de Stalin. Creyó que el poderío nuclear soviético, que se incrementó muchísimo durante su mandato, ofrecía una baza excelente para esa expansión, pues esperaba que la amenaza nuclear forzara a los occidentales a ceder, sin que se llegara a producir la temida tercera guerra mundial. No tenía unos objetivos estratégicos claros y carecía por completo de tacto diplomático, como lo demostró en sus encuentros con Mao, Eisenhower y Kennedy, pero lo más grave fue el extremismo con el que jugó la carta nuclear en sus relaciones con Estados Unidos, sobre todo en el caso de la crisis de los misiles de Cuba, que representó el momento más peligroso de toda la guerra fría. Todo sumado, su caída en 1964 no supuso una pérdida para la causa de la paz mundial.

Brezhnev y Nixon no parecían condenados a entenderse, pero fueron quienes iniciaron en 1972 la corta primavera de la distensión. Zubok sostiene que a ello contribuyó decisivamente la voluntad de Brezhnev, quien no tenía una gran talla intelectual y carecía de experiencia en temas internacionales cuando alcanzó la cima del poder soviético, pero tenía la firme convicción de que era necesario evitar una guerra mundial. Como primer paso hacia ese fin buscó con empeño un acuerdo sobre armamento nuclear y, a diferencia de lo ocurrido durante el mandato de Khruschev, dio prioridad a los intereses de seguridad de la Unión Soviética sobre la solidaridad con los regímenes radicales del Tercer Mundo: él no se habría arriesgado a una guerra mundial por Cuba. Sus acuerdos con Estados Unidos y con Alemania occidental, basados en un entendimiento con Nixon y con Brandt, fueron sus grandes triunfos. Sin embargo, desde mediados de los años 70, las relaciones entre la URSS y Occidente se deterioraron de nuevo. La salud de Brezhnev decayó, como resultado de una arterioesclerosis cerebral y de su excesiva dependencia de fármacos sedativos, hasta limitar gravemente su capacidad de liderazgo. Los astronómicos gastos de defensa y el mantenimiento de los regímenes clientes representaban una carga excesiva para la economía soviética y el régimen mostraba una decreciente capacidad de innovación. En 1979 llegó el gran error, la invasión de Afganistán, que en contra de lo que pensaban Carter y Brzezinski no se encuadraba en ninguna gran estrategia de expansión soviética en el Medio Oriente. Como a menudo ocurre, aquella fatídica decisión se tomó sin haber valorado debidamente sus implicaciones.

La huella del individuo en la historia se observa con especial claridad en el caso de Gorbachev, cuya sorprendente gestión ha llevado a valoraciones contrapuestas de su legado. Gorvachev tenía en común con Khruschev un gran optimismo y una enorme confianza en sí mismo, pero en contraste con la impetuosidad del irascible Nikita, buscaba el consenso. Su política fue un fracaso, ya que no logró ni reformar el sistema soviético ni asegurar un lugar preeminente a su país en un nuevo mundo libre de las tensiones de la guerra fría. Así es que hoy se le recuerda por los resultados no intencionados de su política: en Occidente se le admira porque condujo a que el imperio soviético desapareciera de una forma tan rápida como pacífica, mientras que en Rusia muchos le consideran culpable de la desintegración de la URSS. Zubok se muestra duro con sus errores, pero en su último párrafo le hace justicia: Gorbachev y los que le apoyaron "no estaban dispuestos a derramar sangre por una causa en la que no creían y por un imperio del que no sacaban provecho alguno". El resultado fue la emancipación de la Europa centro-oriental y el fin del comunismo. El imperio soviético podría haber resistido algún tiempo más, pero prefirió suicidarse.

La traducción de Un imperio fallido es mediocre e incurre en ocasionales despistes. Uno de ellos produce un involuntario efecto humorístico, cuando el discurso secreto de Khruschev sobre los crímenes de Stalin se convierte en su "discreto secreto". Algún otro es garrafal, como cuando la evitada Tercera Guerra Mundial (Third World War) se convierte en la "la guerra del Tercer Mundo". También es peculiar que en una página Gorbachev logre convencer a Reagan de que renuncie a su proyecto de defensa espacial y en la página siguiente fraca-
se en ese mismo intento. La verdad es que Reagan mantuvo su proyecto. Llama la atención que una editorial de prestigio como Crítica no haga revisar las traducciones que publica, pero a pesar de ello vale la pena leer Un imperio fallido.

"Voy a agarrar a Kennedy por los huevos"

El día en que Khruschev desafió a Estados Unidos

Uno de los momentos más tensos de la guerra fría se vivió en julio de 1962, cuando, como recuerda Zubok en Un imperio fallido, "la delegación cubana, con Raúl Castro a la cabeza, llegó a Moscú para firmar un acuerdo secreto cubano-soviético sobre despliegue de misiles y otros asuntos de defensa de la isla. Khruschev irradiaba seguridad. Pero los cubanos encontraron al mandatario soviético demasiado seguro de sí mismo y jactancioso. Si los yanquis se enteraban de lo de los misiles antes, les dijo, no había nada de qué preocuparse. ‘Voy a agarrar a Kennedy por los huevos. Si se plantea el problema, os enviaré un mensaje; y ésa será para vosotros la señal para invitar a la flota del Báltico a visitar Cuba’. Los militares soviéticos actuaron con la misma arrogancia y despreocupación".