Image: Los hijos de los padres que leí tanto

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Letras

Los hijos de los padres que leí tanto

7 mayo, 2010 00:00

Pantaleón Bruguera, Berta Marsé, Irina Salabert, Daniel Vázquez Salas, Ana Merino, Malcolm Otero Barral, Marcos Giralt Torrente, Gonzalo Pontón, Max de la Cruz y Juan Aparicio Belmonte

Crecieron entre libros, y aunque de niños soñasen con ser bomberos, pastoras o astronautas, hoy están tomando el relevo de padres y abuelos escritores y editores, con mucha, muchísima fuerza. Tienen, además, en quién mirarse: Ofelia Grande, por ejemplo, ha demostrado que podía hacer de Siruela una editorial de calidad y rentable. Como Claudio López Lamadrid, Ernest Folch... Bastante más que apuestas de futuro, su presente mueve al asombro por su cultura y temeridad, mientras explican cómo les ha condicionado ser quienes son.

Pantaleón Bruguera “Estoy orgulloso de haber apostado por el primer Mankell y por Murakami ” Su bisabuelo fundó la editorial Bruguera, dirigida después por su abuelo, su tío abuelo y su padre, Joan Bruguera, así que el mundo editorial ha formado parte de la vida de Pantaleón Bruguera (Barcelona, 1966) desde que nació . Sin embargo, tras la gravísima crisis que asoló a la editorial, “mis dos hermanos y yo encaramos nuestra trayectoria profesional fuera de este ámbito”. Él estudió Empresariales y fue director financiero de Shandwick hasta que en 1997 se incorporó a Tusquets Editores como director financiero primero y gerente después. Tras la muerte de Toni López Lamadrid se ha convertido en director general. Ahora recuerda con orgullo, de esos primeros años, “la apuesta que culminó con la publicación, en 2000, del primer libro de Henning Mankell y, un año después, de Haruki Murakami”. Gestor más que editor, presume de tener “un catálogo de ensueño”, que cuenta con autores “a los que admiro profundamente” y de la gran solidez de Tusquets, que les ha permitido “afrontar la crisis con garantías”. Berta Marsé “Mi padre es parco en halagos, como debe ser” Berta Marsé (Barcelona, 1969) quiso primero ser pastora, “supongo que influenciada por Heidi” y luego veterinaria, “o naturalista tipo Rodríguez de la Fuente”. Luego vinieron el cine y la literatura: tras colaborar en distintas productoras leyendo guiones, escribió La tortuga, que publicó en 2006 Anagrama, donde acaba de aparecer su último libro de relatos, Fantasías Animadas. En ningún caso, “ni cuando decidí que sería pastora, ni tampoco cuando empecé con el cine”, su padre, Juan Marsé, intentó desengañarla. “A mí me atrajo la literatura desde el principio, pero a mi hermano no. Va como va”, dice. Rehúye los tópicos con la misma fuerza con la que sostiene que a los lectores no les importa nada que sea “hija de”, y a ella tampoco. “Valernos por nosotros mismos es un trago por el que, más tarde o más temprano, tenemos que pasar todos por igual”. Como lector reconoce que Juan Marsé es “parco en halagos, como debe ser. Los halagos pueden eclipsar la autocrítica y entonces corres el riesgo de quedarte estancado. Cuando algo le gusta, con un ‘está bien' es suficiente. Con lo que no le gusta se explaya un poco más. Es un lector útil”. Irina Salabert “Este momento editorial tan malo es una ventaja” A los 18 años, Irina C. Salabert (Madrid, 1990) decidió crear, con Luis de la Peña, Nocturna Ediciones, actividad que compagina con sus estudios, “a partir de la idea de que hay muchas obras por rescatar y otras muchas por dar a conocer”. Sabe que lo suyo tiene algo de temeridad, por eso “nos hemos tomado este momento tan malo casi como una ventaja a la hora de aparecer. Ahora mismo hay tantos factores en contra que la situación no puede degenerar mucho más” Lectora empedernida, tuvo la suerte de que Ana María Matute le contase cuentos en su niñez. “Y si esas historias cortas en voz alta pueden considerarse ‘libros', las suyas fueron el prólogo de todas las demás”. El primer libro que editó fue Recuerdos recobrados, las memorias de Kiki de Montparnasse, aunque se sienta especialmente orgullosa de publicar a Lewis Carroll, “uno de mis autores favoritos”. ¿Consejos cruzados? Su madre, Juana Salabert, y la misma Irina, tratan de no interferir en sus trabajos, “ lo cual no quita que, a veces sí opinemos y ¡surjan discusiones!”. Daniel Vázquez Sallés “Ser hijo de Vázquez Montalbán ha sido un privilegio” Daniel Vázquez Sallés (Barcelona, 1966) se imaginaba de niño muchas cosas, “buzo, espeleólogo, bombero torero o el quinto Beatle”, pero nunca narrador. Su padre, Manuel Vázquez Montalbán, fue el verdadero culpable. “Sí, ‘¿Cuando vas a escribir una novela?', me decía. Lo cierto es que me sorprendió, y más con la frase que me había repetido a lo largo de los años con la intención de que yo me moviera por le mundo libre de prejuicios: ‘un hijo no es responsable del padre que tiene'. Cierto. Pero al final, caí en la trampa y me dediqué a fabular”. Por eso, proclama con orgullo que “jamás voy a renegar de mi pasado y de considerar el hecho que ser hijo de MVM ha sido un privilegio. Los peores lectores casi siempre son los que le han convertido en un tótem y hacen de su fanatismo una cárcel”. Ana Merino “Mi padre, un excelente lector, me enseñó a construir ficciones” De niña, Ana Merino (Madrid, 1971) se dormía escuchando el eco constante de las teclas de la máquina de escribir de su padre, “y quería hacerme mayor para poder leerle.” Ser hija de José María Merino es uno de los grandes orgullos de esta poeta, experta en cómics, que enseña escritura creativa en la Universidad de Iowa. “El otro es estar casada con el pintor Félix de la Concha, y “esos son dos privilegios que marcan mi existencia. No me ha preocupado nunca la etiqueta de ‘ser hija de', o ‘esposa de', porque me avalan muchos años de trabajo tenaz al otro lado del Atlántico, donde me paso la vida defendiendo los cómics y la literatura”. De su padre, “ un excelente lector que me ha enseñado a construir ficciones y a profundizar en la textura de las palabras”, aprendió además a “disfrutar de la literatura y ser coherente con mis decisiones”. Malcolm Otero Barral “La gestión es mi punto flaco” Con dos carreras a sus espaldas, y después de trabajar en editoriales pequeñas primero, y en Del Bronce, Columna, Destino y RBA después, el nieto de Carlos Barral, Malcolm Otero (Barcelona, 1973) acaba de crear su propio sello, Barril & Barral. De esa primera etapa se enorgullece, por ejemplo, de haber descubierto a autores como Eduardo Lago -“fue muy excitante”-, a pesar de “tantos libros que uno debiera haber publicado y que dejé escapar”. Desde su independencia, sabe que “como empezamos en plena crisis, todo es mejorar. Lo llevamos bien. La crítica es muy buena y los libros se venden en su justa medida. No se puede pedir más”. Confiesa, eso sí, que su punto fuerte “nunca fue el orden, fundamental para ser un buen gestor. Ahora, con editorial propia es más complicado; más que un gestor uno se convierte en hombre orquesta. Pero la gestión sigue siendo mi punto flaco”. Marcos Giralt Torrente “Me apodaron el nietísimo” Hubo un tiempo, al principio de su carerra literaria, en el que Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) necesitó marcar distancias con su célebre abuelo, Gonzalo Torrente Ballester, y protegerse. No por el lector, “al que seguramente le diese igual”, sino por las malidicencias del mundillo literario, “en especial del madrileño”. En esa época, coincidiendo con la publicación de su primera novela, Entiéndame (Anagrama, 1995) “alguien me llegó a apodar el nietísimo. Podía llegar a sembrarse la idea de que me hacían caso por ser quien era. Cinco libros después me da igual. Creo que he demostrado que mi vocación es seria y que no soy un oportunista”. Licenciado en Filosofía, primero se soñó arqueólogo, luego fue pintor y a los 14 años se convirtió en lector voraz. Y en escritor, a pesar de que su abuelo le había aconsejado que tuviese otro oficio para sobrevivir, mientras su padre, el pintor Juan Giralt, no acababa de “creérselo hasta que fue irremediable”. Ahora que acaba de de publicarTiempo de vida (Anagrama) recuerda que el primero le gustó mucho a Torrente, aunque a Marcos Giralt le quepa aún la duda de si “lo celebraba el abuelo o el escritor”. Gonzalo Pontón “Decidí no ser editor, a tenor de lo que veía en casa cada noche” Profesor Titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona, Gonzalo Pontón (Barcelona, 1969) es hijo del editor homónimo que creó Crítica. Allí comenzó a trabajar, a las órdenes de Francisco Rico, y tras ser editor de ensayo de Destino tres años, hoy vuelve a colaborar en Crítica y prepara una línea de alta divulgación para su universidad. No lo oculta, ser hijo de editor condicionó decisivamente su trayectoria: “Decidí no serlo, a tenor de lo que veía en casa cada noche, cuando mi padre regresaba de sus trabajos y sus días. Fue después, una vez afianzado en la universidad, cuando me dejé tentar por el mundo editorial. No soy un editor, sino un profesor”. Algo que no siempre resulta compatible, como descubrió en Destino, donde sus conocimientos y formación casi le perjudicaron. Max la Cruz “Lo mío es vocacional y algo filantrópico, pero lo de mi padre fue sólo alimenticio” Lo tiene claro. La pasión por la edición de Max Lacruz (Barcelona, 1962) no tiene nada que ver con el trabajo de su padre, el legendario editor Mario Lacruz. Max creó en 2004 la editorial Funambulista, “porque tenía ganas de publicar algunos libros y no tenía a quien recomendárselos (no me gustan los editores que hablan de autores de culto, de señas de identidad, de referentes, de ‘nichos', y que van de exquisitos pero no han leído nada)”. Allí “da cancha” a autores que no han sido publicados, presume de un porcentaje de ‘debuts' del 25 por 100 y prefiere no mirar mucho los números, para seguir editando. ¿La diferencia con su padre? Que lo suyo “es vocacional y algo filantrópico (lo financio con unos ahorros de 20 años de trabajo en otra cosa); lo de mi padre fue alimenticio, y sacrificando su vocación de escritor”, concluye. Juan Aparicio Belmonte “Hubiese preferido ser controlador aéreo” No hay herencia que valga. Juan Aparicio Belmonte (Londres, 1971) ganó con su primera novela, Mala suerte (2003) el premio Caja Madrid y desde entonces no ha dejado de publicar ni de recibir premios, pero él niega la mayor. Hijo de Juan Pedro Aparicio y de una madre bibliotecaria, leyó lo mismo que sus hermanos, “y sólo yo soy escritor”. En realidad, su padre siempre le había dicho que estudiara oposiciones a algún cuerpo de funcionarios del Estado “pero como lo de opositar no se me daba del todo bien, intenté convertirme en controlador aéreo”. Pasó las pruebas técnicas y la de inglés, pero no la entrevista personal, por lo que ha acabado ganándose la vida en la empresa privada, “el destino que mi padre quería evitar a sus hijos, fueran o no novelistas.” Tampoco ha evitado las maledicencias, “precio lógico en un país de chismosos”, ni que haya quien atribuya sus libros, premios y traducciones a su padre, teniendo en cuenta, bromea, “su privilegiada posición de novelista de la editorial Menoscuarto, conocida multinacional radicada en Palencia, capital europea de la cosa literaria”.