Image: Algunas viejas preguntas a Saramago

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Letras

Algunas viejas preguntas a Saramago

El Nobel reconocía a un escritor sentido como suyo no sólo por los españoles a los que nos obsequió con una leal amistad, sino por los lectores paneuropeos

25 junio, 2010 02:00

José Saramago. Foto: Armando Franca

Escribir cuando un autor y a la vez amigo nos deja para siempre obliga a un arriesgado ejercicio de equilibrio entre reflexión y emoción. La segunda es fácil que se sobreponga a la primera, sobre todo cuando redacto estas líneas el viernes 18 de junio de 2010 -pocas horas después de que José Saramago hubiese fallecido en su casa de Lanzarote- para que sean leídas exactamente una semana más tarde. La emoción no habrá desaparecido aún, pero sería incómodo para los lectores que predominara sobre la reflexión, como sí se podría justificar, por el contrario, en los artículos que se publicaron el sábado.

El 30 de abril de 2004 José Saramago, por causa de una indisposición leve, no pudo acudir a una cita pública que la Fundación de otro novelista muy querido por el Nobel portugués, Carlos Casares, había organizado nada más y nada menos que en un teatro para presentar Ensayo sobre la lucidez. Se me había encargado entonces que fuese yo el que le secundase en una conversación acerca de lo que era su última novela, y ante lo peliagudo del compromiso me inspiré en un libro magnífico, los Diálogos con Jose Saramago, que Carlos Reis había publicado poco meses antes del premio Nobel de 1998. Recuperar de la memoria las preguntas que entonces preparé para formulárselas me sirve para mantener viva su presencia, pues aunque no de viva voz sus respuestas están en todas las novelas que nos ha dejado, las que ya había publicado hasta entonces y las tres que vendrían después, Las intermitencias de la muerte, El viaje del Elefante y Caín. Me interesaba hablarle acerca del empleo, en el título de la obra que hubiésemos presentado así, de una palabra que ya estaba en Ensayo sobre la ceguera. Si el título es la primera frase de una novela, y por lo tanto contiene toda una promesa de pacto, semejante elección parecía apuntar hacia la reflexión y no solo al placer del texto puramente narrativo. No se trataba, por otra parte, de algo nuevo. Su Manual de pintura y caligrafía se subtitulaba ya, en 1977, Ensaio de romance, y en otros casos Saramago utiliza lemas semejantes, como en Memorial del convento o Historia del cerco de Lisboa. Probablemente Saramago me respondería lo mismo que a Carlos Reis: no se trata tanto de narrar para contar una historia como de escribir una novela para intentar decirlo todo. La novela era para él un espacio literario abierto, no un género canónicamente codificado.

Hablaríamos también de la desinhibición con que el autor implícito de esta y otras de sus obras se dirige olímpicamente al discreto lector, no con aquella voluntad imperativa de las grandes creaciones del XIX sino a modo de un cierto distanciamiento (¿brechtiano?) estratégicamente urdido para neutralizar toda identificación empática con el universo de los personajes de ficción, y quizá entonces Saramago me recordaría, como a Carlos Reis, que por este motivo sus novelas se presentaban "con las costuras a la vista".

Le hubiese preguntado por su preferencia hacia situaciones de partida en la frontera de lo verosímil: la ceguera blanca que ataca toda la población como si de una plaga se tratase o la marea unánime del voto en blanco en las lecciones municipales de todo un país, la existencia de un doble perfecto descubierta por el protagonista en El hombre duplicado o la incomprensible huelga de la muerte que deja de actuar al comienzo de un determinado año. Acontecimientos en la frontera de lo insólito, de lo que Cervantes calificaba como "peregrino": el canónigo toledano en El Quijote pedía casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeran y Cervantes prometía en el Viaje del Parnaso abrir con donaire sendas a un desatino. Saramago, en Ensayo sobre la lucidez, habla de sorpresa, el prodigio nunca visto, perplejidad por lo que sucede en el innominado país en el que suceden cosas nunca antes vistas en ninguna otra parte del planeta.

¿Y por qué, teniéndolo a tiro, no ser un punto impertinente? Plantearle también en qué medida sus novelas estaban comprometidas en una especie de cruzada contra la indigencia intelectual vigente, en la que la euforia del pensamiento débil había llevado incluso a Fukuyama a anunciar la muerte de la Historia por la consagración de la economía de mercado y la democracia formal. Y por lo mismo, quisiera haberle tirado de la lengua acerca de otro de los oráculos de la posmodernidad, Samuel P. Huntington, y su dictamen acerca del choque de las civilizaciones, pues era notoria la implicación del Nobel portugués en los conflictos del Oriente Medio. Porque la radicalidad -o lucidez, como prefiramos- habían hecho ya de Saramago un escritor controvertido, en la mejor tradición de los novelistas intelectuales, especie a extinguir que en su momento ocuparon los espacios que hoy capitalizan los llamados "todólogos". No hubiésemos podido sustraernos al debate político. El autor de una novela tan platónica como La caverna era hombre de ideas perfectamente definidas, pero su creación novelística, lejos de promover la vigencia de su ideología, plantea el asunto de modo radical, regresando a la sustancialidad de la polis como escenario de las contradicciones y, sobre todo, como ágora de la construcción verbal, propiamente retórica, del poder y del dominio. Retórica y dialéctica, a partir de la manipulación sistemática ejercida sobre la realidad de las cosas por la llamada "lógica política". El comisario de Ensayo sobre la lucidez lo tiene muy claro: tal lógica no solo no se detiene ante lo que llamamos absurdo sino que se sirven de él para entorpecer la consciencia y aniquilar la razón.

Y no era entonces -y ahora- menor mi curiosidad por saber hasta qué punto era genuina, y no impostada, su aceptación casi unamuniana de la autonomía del universo creado por la novela misma. Algo de ello lo había apuntado ya cuando se autodefinió como un "novelista desprogramado", un escritor que creía saber hacia donde iba pero no cómo había llegado, pues sus novelas eran obras en construcción continua, textos que se iban haciendo a sí mismos. Y todo en función de lo que era su objetivo principal: escribir una ficción para resolver cuestiones pendientes, en la esperanza de que el interés de las mismas fuese compartido por los lectores. Hay algo de lo que sí estoy convencido, y no hubiese sido necesario consultárselo. Y no tendré empacho en repetirme: cuando la Academia Sueca decidió otorgar el Nobel de Literatura a Saramago saldaba así su deuda inexplicable con una de las lenguas más hermosas y más fecundas de Europa a la que había ignorado durante casi un siglo. Pero más allá de este reconocimiento tardío al idioma de Camoens, Eça de Queiroz y Pessoa, aquel premio reconocía a un escritor nuestro. Esto es, un escritor sentido como suyo no solo por los españoles, a los que Saramago nos obsequió con una leal amistad que nunca se le agradecerá lo bastante, sino por los lectores paneuropeos.