Letras

Comienzo de Los buenos soldados. Muerte, miseria y decepción en la guerra de Irak

por David Finkel. Trad. de Enique Herrando Pérez

3 septiembre, 2010 02:00

David Finkel

Crítica

Seleccionado por 'The New York Times' y 'Publishers Weekly' como uno de los cinco mejores títulos de no ficción de 2009. Este es un gran libro sobre la guerra y sobre los soldados. Sobre un grupo de soldados, de una edad media de 19 años, que fueron enviados en 2007 a Bagdad para cambiar el curso de un conflicto que se estaba perdiendo. David Finkel, ganador del Premio Pulitzer, se propuso ahondar en la realidad de esta sucia guerra compartiendo durante ocho meses la vida de los hombres del Batallón 2-16 y dando voz a estos "buenos soldados" para que contaran lo sucedido a través de sus experiencias, sus pesadillas y sus decepciones.

6 DE ABRIL DE 2007
Muchos de los que están escuchando esta noche se preguntarán por qué va a ser eficaz esta campaña si anteriores operaciones para afianzar Bagdad no lo fueron. Bien, he aquí las diferencias...

-George W. Bush, enero de 2007, anunciando la oleada

Sus soldados aún no le estaban llamando a sus espaldas el Kauz Perdido, no cuando todo esto comenzó. Aquéllos de sus soldados que caerían heridos aún estaban completamente sanos, y aquéllos de sus soldados que morirían aún estaban completamente vivos. Uno de sus soldados favoritos, al que a menudo se describía como si fuera una versión más joven de él mismo, aún no había escrito sobre la guerra en una carta dirigida a un amigo suyo: «Estoy harto de toda esta gilipollez.» Otro soldado, uno de sus mejores hombres, aún no había escrito en el diario que mantenía oculto: «He perdido toda la esperanza. Siento que mi fin está cerca, muy, muy cerca.» Otro aún no se había puesto tan furioso como para dispararle a un perro sediento que estaba bebiendo a lengüetazos un charco de sangre humana. Otro, que al final de todo esto se convertiría en el soldado más condecorado del batallón, aún no había empezado a soñar con la gente a la que había matado y a preguntarse si Dios le iba a pedir explicaciones por aquéllos dos que no habían estado haciendo nada más que subir por una escalera de mano. Otro no había empezado a verse a sí mismo disparando a un hombre en la cabeza, y después, a ver a la niña pequeña que había visto cómo lo había hecho, cada vez que cerraba los ojos. Ni siquiera habían empezado aún sus propios sueños, o al menos aquellos que iba a recordar: aquel en el que su esposa y sus amigos se hallaban en un cementerio, en torno a un hoyo en el que él caía de repente; o aquel en el que a su alrededor no había más que explosiones y él trataba de defenderse sin más armas ni municiones que un cubo de balas viejas. Esos sueños llegarían muy pronto, pero a principios de abril de 2007, Ralph Kauzlarich, teniente coronel del Ejército de los EE. UU. que había entrado en Bagdad al mando de unos ochocientos soldados formando parte de la oleada de tropas ordenada por George W. Bush, aún encontraba cada día un motivo para decir : «Todo va bien.»

Cada día se despertaba en Bagdad oriental, inhalaba su aire amargo y abrasador y lo decía. «Todo va bien.» Echaba un vistazo a los elementos fundamentales que conformaban aquello en lo que se había convertido su vida: su camuflaje, su arma, su blindaje personal, su máscara de gas por si era objeto de un ataque químico, su autoinyección de atropina por si era objeto de un ataque con gas nervioso, su ejemplar de The One Year Bible junto a su arreglada cama, que hacía en cuanto se levantaba cada mañana debido a su necesidad de orden, sus fotografías en las paredes de su mujer y sus hijos, que estaban allá en Kansas, en una casa sombreada por olmos americanos y en la que había un vídeo en su aparato reproductor en el que se le veía a él diciéndoles a los niños la noche antes de su marcha: «Bueno. De acuerdo. Es hora de empezar con los fideos. Os quiero. Todo el mundo arriba. ¡Izquierda, derecha, izquierda!»; y lo decía. «Todo va bien.» Salía al exterior e inmediatamente quedaba cubierto de tierra desde el cabello hasta las botas, a menos que el camión que rociaba la tierra con aguas residuales para mantenerla a raya hubiera pasado por allí, en cuyo caso caminaba a través de cieno cargado de aguas residuales, y lo decía. Pasaba por delante de los muros antideflagración, de los sacos terreros, de los búnkers, del puesto de socorro en el que se trataba a los heridos de otros batallones, del anexo en el que reunían a los muertos, y lo decía. Lo decía en su pequeño despacho, con sus paredes agrietadas por diversas explosiones, mientras leía los correos electrónicos de la mañana. De su mujer: «¡Te quiero tanto! Ojalá pudiéramos estar acostados juntos, abrazándonos... entrelazando nuestros cuerpos, quizá sudando un poco :-).» De su madre, que vivía en una zona rural del estado de Washington, después de someterse a alguna operación quirúrgica: «Tengo que decir que hacía meses que no dormía tan bien. Al final todo fue normal, qué bien, qué bien. Rosie vino a por mí y me llevó a casa porque esa era la mañana en la que mataban a nuestras vacas y tu padre tenía que estar allí para asegurarse de que las cosas se hicieran bien.» De su padre: «He pasado en vela muchas noches desde la última vez que te vi, y a menudo he pensado que ojalá pudiera estar a tu lado para ayudarte de alguna forma.» Lo decía de camino a la capilla, donde asistía a la misa católica que oficiaba un sacerdote al que hubo que traer en helicóptero porque al sacerdote anterior lo habían volado en un Humvee. Lo decía en el comedor, donde siempre tomaba dos raciones de leche con la comida. Lo decía cuando entraba con su Humvee en los barrios de Bagdad oriental, donde explotaban cada vez más bombas de carretera ahora que estaba en marcha la oleada, matando a soldados, arrancando brazos, arrancando piernas, provocando conmociones cerebrales, haciendo estallar tímpanos, haciando que algunos soldados se enfadaran, que otros vomitaran y que otros se pusieran de repente a llorar. Pero no sus soldados. Otros soldados. De otros batallones. «Todo va bien», decía al regresar. Podía parecer un tic nervioso, aquello que decía, o una especie de oración. O quizá fuera una declaración de optimismo, sólo eso, nada más, porque él era optimista, aunque estuviera en medio de una guerra que al pueblo norteamericano, y a los medios de comunicación norteamericanos, e incluso a algunos miembros del Ejército norteamericano, les parecía que estaba por todas partes en abril de 2007, salvo por el pesimismo, las oraciones y los tics nerviosos.

Pero a él no. «Bien, he aquí las diferencias:», había dicho George W. Bush al anunciar la oleada, y Ralph Kauzlarich había pensado: Nosotros seremos la diferencia. Mi batallón. Mis soldados. Yo. Y todos los días desde entonces lo había dicho: «Todo va bien,» después de lo cual era posible que dijera la otra cosa que a menudo decía, siempre sin ironía y absolutamente convencido: «Estamos ganando.» Le gustaba decir eso también. Sólo que ahora, el 6 de abril de 2007, a la una de la mañana, cuando alguien llamó su puerta, despertándole, dijo algo distinto. «¿Qué coño?» dijo, abriendo los ojos.