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Letras

Vargas Llosa, la realidad y el sueño

15 octubre, 2010 02:00

En la segunda parte de La Ciudad y los perros, el poeta Alberto entra a una cantina sombría, en la que “el ruido lo amenaza de todas direcciones” y llama por teléfono al sargento Gamboa. Después de un silencio y un espasmo sonoro, Gamboa contesta y Alberto le confiesa: “A Arana lo mataron”. Poco después, Alberto denuncia al Círculo, es decir al grupo comandado por el Jaguar que ha instaurado la violencia en las cuadras y posiblemente ha asesinado a su amigo, Ricardo Arana, El Esclavo. El poeta Alberto, es decir el escritor, se revela como un inconforme, un subversivo que se enfrenta a los poderes institucionalizados, los del Círculo y los del Colegio. Se convierte por lo tanto en uno de los primeros héroes de la obra de Vargas Llosa: el rebelde, el transgresor, el que dice la verdad.

Es por eso que el comentario sobre su obra que hizo la Fundación del premio Nobel el jueves pasado (una “cartografía de las estructuras del poder y aceradas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”) no pudo ser más acertado. La lucha del individuo frente al poder, su persistencia aún en medio de la derrota, ha sido efectivamente un rasgo esencial en su obra, que puede ser vista como una oda a la capacidad de transgresión de los seres humanos. Esa vocación transgresora es el fuego que anima a Alberto, como también a Zavalita y a Jum, y al Conseilhero y a Gauguin y a Flora Tristan. Es el fuego que corre también por las venas de la Niña Mala, de Pantaleón Pantoja, de los conspiradores que esperan una noche que llegue el auto del Chivo, y de Roger Casement que se enfrenta al imperio en El sueño del Celta.

Y sin embargo, el espíritu de rebelión en sus personajes es inseparable de capacidad de soñar. Su visión realista está siempre complementada por su vocación por la utopía. Sus personajes, aún en medio de sus luchas contra las injusticias y agravios de la realidad, nunca abandonan sus fantasías. Al reemplazarla por otra más justa, coherente y hermosa, soñar es otra forma de rebelarse frente a la realidad. Enfrentados a las incoherencias de la realidad, tanto Pantaleón Pantoja que crea una comunidad utópica de visitadoras, como Gauguin que imagina un universo poblado de formas suaves y viscerales, como Flora Tristán que imagina una sociedad justa, como Brunelli, el loco de los balcones, se convierten en soñadores.

Este sueño utópico también fue parte esencial de su vida. Fue cuando un padre autoritario irrumpió como un intruso en su infancia, que él buscó refugio en el mundo de los sueños. Y ningún sueño se le ofrecía más coherente, más perfecto, más bello que el de las novelas que leía. Vargas Llosa ha contado que en esas noches en el Colegio Militar Leoncio Prado no había una fuga más plena que la de las novelas de Victor Hugo, de Dumas y de Balzac que tenía a la mano. Ese lector que leía febrilmente novelas en las noches del Colegio Militar es el antecesor del escritor que recibe hoy el Premio Nobel. Amante de los argumentos prodigiosos de las novelas del siglo XIX y de las técnicas narrativas del siglo XX, Vargas Llosa le ha sido fiel a su excepcional talento, aunado a los materiales tan variados de su vida, para crear una de las más grandes obras de nuestro tiempo, bastante más interesante en mi opinión que la de los últimos ganadores del Premio.

Sin embargo, ningún premio marca el final de una verdadera carrera. Cuando al declarar el jueves que su mejor novela es la que estaba por escribir, Mario Vargas Llosa ha mostrado que sigue siendo un escritor joven, lleno de energía y lucidez, el mismo que se fue a París a los veintitres años, a terminar La Ciudad y los Perros. El fuego transgresor del poeta Alberto, buscando defender la memoria de su amigo, y romper los disfraces de hipocresía en ese memorable pasaje de la segunda parte de La Ciudad y los perros sigue latiendo en el corazón y las manos del artista. Hoy por fin, todo el mundo lo sabe.