Miguel Hernández: leer y comprender al poeta
El poeta con Josefina Manresa, en Jaén, en 1937, año en el que contrajeron matrimonio civil
Lo que más me sobrecoge, cuando veo los documentos cinematográficos de la España de los años treinta, es la evidente miseria de las gentes. Salvo los políticos y los intelectuales de la Residencia, sólo caras mal afeitadas, moños medio deshechos, ropas arrugadas, harapos, sudor, telas negras, alpargatas modestísimas, rostros de angustia y hambre incluso tras una tímida sonrisa. Esa notoria distancia entre masas y élites más o menos cultas y generalmente rentistas está en la razón profunda de la guerra civil y es lo que el conservadurismo más empecinado se niega a percibir. El poeta Miguel Hernández creo que sólo es comprensible desde esa ruptura social y como el puente que, simbólicamente, pudo significar. No pertenecía -como sí García Lorca, Guillén, Aleixandre o Alberti, entre otros que pudiéramos citar- a la élite social ilustrada y burguesa, sino que procedía del mundo campesino, donde el problema no era leer a Bergson antes que a Kierkegaard, o preferir a Proust por delante de Joyce, ni escuchar una conferencia de Einstein o del príncipe Trubetskóy, sino asegurar el alimento del día siguiente, aunque se fuese un pequeño propietario rural. Sin embargo supo Hernández, con vocación, esfuerzo y sufrimiento, ponerse junto a ellos y hablarles de tú a tú. Ahora bien, a lo largo de su vida fue comprendiendo, tras una crisis religiosa y una tardía implicación política, pero sobre todo según avanzaba la guerra y se enteraba, al volver del frente y de la sangre, de cómo muchos de sus amigos no sabían ni siquiera disparar porque ocupaban su tiempo en embajadas o en instituciones de retaguardia, que su lucha primera no podía ser tanto ideológica como de clase. Como varios poemas muestran, no hablaba de teoría política, sino del hambre. La sociedad española ha cambiado mucho en los últimos decenios y la literatura parece haber entrado en un limbo en el que no existen compromisos profundos. Creo por eso que lo anterior permitirá al lector entender mejor la poesía de Miguel Hernández. En sus escasos ocho años (como Larra) de producción original muestra tres grandes etapas: 1. El aprendizaje que le permite ponerse a la altura de los escritores de origen burgués, poseedores de una herencia cultural cosmopolita. Tras un libro exhibicionista y ya fuera del juego estético cuando se publica, Perito en lunas, culmina en El rayo que no cesa. 2. La poesía que surge de la conciencia adquirida de clase, unas veces escrita para acompañar a la acción, otras veces compuesta como denuncia de otros modos de comportarse o de los efectos de la guerra. Produce poemas de dureza revolucionaria poco común, como “Alba de hachas” o “Sonreidme”, y una obra muy citada, Viento del pueblo, mas tiene como libro mayor El hombre acecha. 3. Los poemas que nunca ordenara en libro, debido a su prisión, enfermedad y muerte, escritos cuando padece (¿Por la derrota? ¿Por la frustración? ¿Por la melancolía?) una interiorización profunda en sí mismo y en su propia tradición cultural que renueva. Son los poemas reunidos bajo el título Cancionero y Romancero de ausencias y el epígrafe “Poemas últimos”, en los que está presente el molde del cancionero popular de su tierra. Aquí es donde el lector actual encuentra al poeta más auténtico. Es una poesía, pues, vital (en el mejor sentido de la palabra), que camina a la par del transcurrir del hombre. Lo diseña como poeta del pueblo, no con el sentido partidista y combatiente que suele imponerse y que los historiadores relacionan con la llamada literatura proletaria (aunque él fuera, desde luego, partidista y combatiente), sino como dueño de una expresión que toma conciencia de su necesaria dependencia del saber y la estética burguesas para superarlos en un acercamiento sabio, y no el casi instintivo de los creadores populares, a las raíces más auténticas. Tampoco se trata del neopopularismo que los poetas del veintisiete -incluido Alberti- hacen, no por convencimiento ideológico, sino por ornamentación. Ése es el motivo de que haber dicho que la obra de Miguel Hernández debe comprenderse en la ruptura profunda entre las élites y las masas populares. En las tres etapas Miguel Hernández escribe algunos poemas forzados, pensados a priori, en los que su gran capacidad para el lenguaje poético, que nunca falta, sirve a un proyecto; frente a aquellos poemas en los que el proyecto vital nace de la propia escritura. Esos poemas adrede son, junto a los juveniles de aprendizaje que deben relegarse a la lectura erudita, los que pueden alejarlo hoy del lector moderno. Por eso es un poeta que -como casi todos, por otra parte- sufre en las obras completas. No debe pensarse que la poesía de Hernández se hunde en el pozo más profundo del tiempo. Se encuentra en ella una intensa experiencia de vida expresada en versos espléndidos y sonoros, pero también exactos y delicados. Y otra particularidad: nunca faltan el placer de la vida ni una esperanza que tiñe de luz el final del poema. La dialéctica entre dolor y esperanza, entre horror y belleza, produce un peculiar placer estético en el lector de hoy. La poesía esencial de Miguel Hernández es aquélla en que lengua, estilo, retórica y tradición se aúnan para construir un sujeto lírico dolorido y profundo que exterioriza los sentimientos más humanos y escondidos. En ese decir lo indecible, en ese logro verbal del sentimiento que pensamos inefable, está el poeta que leemos para encontrarnos, como él, combatientes en el frente del misterio más hondo de la vida.