Wislawa Szymborska y Milosz, dos premios Nobel polacos, en los 70
"Felices los que han vivido y murieron a tiempo", escribió en 1980 uno de esos grandes poetas secretos que regaló el siglo XX. Se llamaba Czeslaw Milosz y era polaco, aunque se reclamaba lituano; ganó el premio Nobel y el 30 de junio hubiese cumplido 100 años. Santiago Martín Bermúdez, dramaturgo, traductor y crítico musical, nos explica por qué "leer a Milosz es saber del pasado, sin mitologías en que las heridas arrojan piedras".
Los poetas tienen un idioma, mientras que los narradores admiten la traducción. Leemos la prosa de Milosz más que su lírica. Leer poesía traducida es un consuelo, apenas un simulacro, siempre una frustración, en especial de idiomas tan lejanos como el de Milosz, o el de Ajmátova y Tsvietáieva. Sabemos que perdemos algo muy importante, y nos resignamos a leer antologías como los Poemas de Milosz en edición de Barbara Stawicka (Tusquets), que incluye el discurso de recepción del Premio Nobel: "Es posible que no haya más memoria que la de las heridas", dice en él. Esos países sufrieron demasiado, y al comprobar el sufrimiento más que centenario de Polonia nos avergüenza quejarnos de nuestro pasado nacional. Nadie trató de exterminarnos por completo.
Un fragmento poético de Milosz: "¿Qué clase de poesía es esa que no salva / a las naciones y a los pueblos? / Una trama de falsedades oficiales, / Una cancioncilla de borrachos a los que pronto les cortarán el cuello, / Una conferencia para damiselas. / Anhelar la buena poesía, sin comprenderla, / Descubrir, bastante tarde, su enérgico designio. / En ella, sólo en ella encuentro la salvación" (1945). Leemos la prosa de Milosz con apasionamiento, porque describe un mundo que ya no existe (El Valle del Issa, Tusquets), o cómo se inocula el virus del totalitarismo y la dominación exterior hasta asumirla como destino propio (El pensamiento cautivo, Tusquets). También cuenta la destrucción de Varsovia y de todos sus habitantes por el ejército nazi en el verano de 1944, mientras el ejército rojo lo contempla al otro lado del Vístula, cruzado de brazos: les están haciendo el trabajo sucio, no tienen que molestarse ellos mismos en destruir la resistencia no comunista (El poder cambia de manos, Destino). En este relato tal vez impugna a su viejo amigo Andrzejewski por su novela Cenizas y diamantes.
Nuestro poeta nació hace cien años en aquella Lituania entreverada de polacos, judíos y rutenos; cuando Vilna era una ciudad sobre todo polaca y judía, más que lituana. Cuando Polonia no era étnicamente homogénea: no lo fue hasta que "se lo consiguieron" los odiados rusos, y a qué precio.
En Milosz, la formación juvenil -que es la que importa- transcurre lejos de Varsovia, en Vilna. Visitas a París, traslado a Varsovia... Son esas generaciones que crecen en un país independiente, pero con su irredentismo, sus vanguardias, su nacionalismo cerril, su catolicismo exaltado, antisemita y algo fanático del que siempre desconfiará. Es dos años menor que la espléndida compositora Grazyna Bacewiz, de auténtica sangre lituana; dos y tres años mayor que los compositores Witold Lutoslawski y Andrzej Panufnik. Quedaban lejos en edad los que Gombrowicz (1904) llamó los tres mosqueteros de la literatura polaca: él mismo, Bruno Schulz (1892) y Witkacy, esto es Stanislaw Ignacy Witkiewicz (1885). Hará gran amistad con Aleksander Wat, once años mayor, y arrancará a éste sus memorias mediante una larga entrevista en Estados Unidos y Francia, en cintas magnetofónicas (publicada ahora por Acantilado: Mi siglo, más de 1000 páginas de enorme interés). Wat es un ejemplo de vanguardista joven seducido por el comunismo soviético… para acabar como los demás. No todos los grandes escritores polacos de ese tiempo viven en Varsovia: el desdichado Schulz, por ejemplo; o alguien que empezará su carrera muy tarde, Andrzej Kusniewicz (no se pierdan sus dos novelas en Anagrama). Lo que abunda en Polonia alrededor de un artista nacido en 1911, como Milosz, es precisamente una comunidad de artistas de todo nivel y alcance. Todos viven esa independencia inicial, para sufrir pronto el mayor de los horrores o perecer en él, cuando Alemania y la URSS destruyen a sus vecinos, en especial Polonia, y sobreviene el fin del mundo. "Feliz tú, que no conocerás el fin del mundo", dice el judío al emperador en La marcha de Radetzky, de Joseph Roth. Pobre Roth, judío polaco cuyos idiomas eran el yidis y el alemán: murió alcoholizado en 1939, qué suerte, no conoció el auténtico fin del mundo. "Felices los que han vivido y murieron a tiempo", se lee en un poema de Milosz de 1980.
El odio de los polacos hacia los alemanes y los rusos es imborrable y se alimenta de la herida de la ocupación después del Tercer Reparto, 1795. Pero hay más. Esa ocupación da lugar a rebeliones aplastadas con enorme crueldad, sobre todo en la parte rusa, en el Reino del Vístula, así llamado porque la palabra Polonia está prohibida. Y a la larga, la ocupación hará que la Polonia histórica se diluya, pierda su relación con Lituania y su dominio de bielorrusos y ucranianos. Después, la segunda guerra. Para esos países no basta el concepto de guerra. Es otra cosa. Por parte de Alemania, es la destrucción sistemática del polaco, judío o cristiano. Y al llegar lo que se llama la "liberación" Polonia queda en la órbita soviética, mediante un partido títere. Lituania y las otras dos repúblicas bálticas pasan a ser provincias del imperio. El odio a Rusia crecerá, imparable. ¿Quién, en tales circunstancias, va a colaborar con los nuevos amos? Los colaboradores nazis polacos solían ser asesinados por la resistencia, pero ahora hay que colaborar. Así lo hace Milosz en un principio. Es diplomático, representa en agregadurías culturales a la nueva Polonia, la que ha perdido el oriente de la Línea Curzon y ha ganado el Occidente que rodea a la Poznania y que llega hasta la Línea Oder-Neisse. Pronto advierte que no le es posible seguir. Se exilia en 1951. Lo evoca al final de El poder cambia de manos. El poeta y el ensayista aconsejan al narrador en esta novela. El poeta y el memorialista inspiran El Valle del Issa. El narrador está en las lúcidas páginas de Otra Europa, y comparte estrellato con el ensayista. La clarividencia de El pensamiento cautivo es obra, sobre todo, del filósofo cargado de memoria histórica. En aquellos países hay demasiada memoria histórica. Recuerdos y olvidos, reconstrucciones. El pasado es imprevisible. Leer a Milosz es saber del pasado, sin mitologías en que las heridas arrojan piedras. Al margen de su poesía, estos libros de Milosz son interesantes no sólo como documentos. Son obras vigentes que hablan de un mundo que se fue, tanto el de la vieja Lituania que ya no es el Gran Ducado, como de la maestría alemana en destruir vidas y naciones, o el intento llamado al fracaso del totalitarismo soviético.
"El pasado es ahora", podría haber dicho Milosz, que recibió el Nobel de literatura en 1980, dos años después de su compatriota que escribía en yidis, el maravilloso Isaac B. Singer. Era Milosz profesor en Berkeley. Fue longevo, a diferencia de casi todos sus contemporáneos y, a diferencia de muchos, murió en Polonia. No es desconocido en España, pero... El 30 de junio cumpliría cien años. Es el momento de volverse hacia estos libros que hemos evocado.