El premio Alfaguara 2011 volvió a destacar a un escritor latinoamericano. Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) había publicado con anterioridad un libro de relatos, Los amantes de Todos los Santos; dos novelas, Los informantes e Historia secreta de Cartagena; una colección de ensayos, El arte de la distorsión, donde incluye el ganador del premio Simón Bolívar en 2007 y una biografía corta de Joseph Conrad. Es columnista de El Espectador y desde 1999 reside en España, en Barcelona.
El ruido de las cosas al caer es una novela compleja en su estructura, que posee el interés de un thriller y que, sin embargo, va más allá de la mera anécdota. Distanciado de cualquier modelo del boom, salvo de alguno de los libros de la crónica realista colombiana de García Márquez, Vásquez traza una historia poliédrica a través de la cual podremos intuir el origen y desarrollo del tráfico de drogas. Se trata, pues, de una novela que pretende, sin que el lector llegue a advertirlo, adentrarse en un mundo ingenuo, aunque corrupto. De antemano, cabe decir que su autor pretende, en su primer nivel, narrar la compleja historia sin desenlace, salvo el fracaso vital, donde podemos advertir la maestría en su composición, el uso de varios tiempos que se entrecruzan, la dosificación de ambientes y paisajes y un estilo que no pretende deslumbrar, al servicio de lo narrado, aunque tampoco carezca de momentos líricos que indican la calidad del autor.
Los encuentros del narrador Antonio Yammara en un billar del centro de Bogotá con el misterioso Ricardo Laverde, hombre ya maduro, con quien entabla una amistad distante, nos conducirán al núcleo del relato. Un día, al salir de la Casa de la Poesía, la antigua residencia del poeta modernista José Asunción Silva (sus versos más conocidos se integran al desarrollo de la acción de forma sorprendente), ambos serán tiroteados. Laverde, que había acudido allí para poder escuchar una casete, muere y el protagonista resultará gravemente herido. Pero, con anterioridad, Antonio, profesor universitario, convive, aún muy joven, con Aura, de la que ya espera una hija, Leticia. Es un amor sin excesiva pasión, narrado por alguien que huye de cualquier atisbo romántico.
Tras pasar largo tiempo en el hospital, en 1998 decide desvelar quién había sido aquel personaje que murió junto a él. Una precaria investigación le llevará hasta la pensión donde vivió y a una patrona que posee la casete que Laverde pudo escuchar poco antes de caer muerto. Se trata de la conversación de los pilotos de un avión comercial que acaba estrellándose con la torre de control y en cuyo accidente murieron todos los pasajeros. La figura de Laverde, pues, pasa a convertirse en auténtica protagonista que, poco a poco iremos descubriendo, también a través de Maya, su hija, convertida en apicultora en una pequeña hacienda que su padre le obsequió a su madre, próxima al río Magdalena, auténtico paraíso, según describe Elaine a su familia en una de sus cartas.
Ambos reconstruirán, gracias a un baúl de papeles de diversa naturaleza, cartas y recuerdos, parte de la personalidad del que fue su padre, un apasionado de la aviación, que pasó largos años en una prisión estadounidense y que su madre le dijo, desde niña, que había muerto. Tal vez uno de los mejores fragmentos de la novela sea la visita de ambos a las antiguas posesiones de Pablo Escobar, el mítico narco, que llegó a poseer incluso un zoológico, ahora abandonado y custodiado por el ejército. Las difíciles relaciones de Antonio con su mujer culminarán en ruptura. Maya y él se consideran resultado generacional de aquellos comienzos de la Colombia del tráfico, cuando Laverde se había ya convertido en aviador que llegaba hasta el interior de los EE.UU. con pequeños aviones. Poco sabremos de sus interioridades y, en cambio, mucho más de una ingenua Elaine o Elena y de los Cuerpos de Paz norteamericanos que actúan en el interior del país colaborando en su desarrollo y algo tendrá que ver Mike Barbieri, uno de sus instructores, años después, con la detención de Laverde.
Algunas familias norteamericanas se instalarán sospechosa y definitivamente en Colombia y tampoco deja de ser simbólico el proceso de adaptación y posterior desapego de Elaine al país. Pero nunca dejará de amar al que fue su marido, conocedora de sus actividades, y regresa junto a él cuando muere en el accidente de aviación. Un curioso guiño será su descubrimiento de Cien años de soledad que narra a sus padres, “título exagerado y melodramático/.../ he tratado de leerlo, juro que he tratado, pero el español es muy difícil y todo el mundo se llama igual”.
Excelente, pues, esta novela, capaz de no agotar los temas y que permite al lector suponer más de lo que se dice, relato complejo de brillantes cabos sueltos. Tal vez una de sus reflexiones ofrezca otra de las varias claves: “Recordar cansa, esto es algo que no nos enseñan, la memoria es una actividad agotadora, drena las energías y desgasta los músculos”.