Cosas de porteños
por Mario Muchnik
Siempre decía que nos enterraría a todos. “Ustedes, gente tan sana, serán los primeros en irse. A mí me quitaron el estómago cuando era muy joven, pero cuando ustedes se queden planchados [aquí ponía las manos horizontales y las separaba en un gran gesto de quien alisa una sábana] yo los acompañaré al cementerio. Ya verán, ya verán...”
Cumplió su palabra, lo cual tiene mucho que ver con su visión atormentada de la historia. Lo suyo era un cinismo sobrio, mechado con chistes y recuerdos desopilantes. En cierto modo, para la literatura argentina del siglo XX, Sabato, con todas las imperfecciones que se le achacan, fue el revulsivo más potente. Aquélla había sido una literatura de traje planchado y corbata, sus lumbreras, Lugones, Mallea. Sabato aparecía como alguien capaz de romper el esquema e introducir la visión insólita del científico. Y eso ya se había visto en Uno y el Universo. Y no es que Sabato no supiera ser serio. ¡Al contrario! Su actitud ante la página blanca era la de quien se jugaba la vida, y no era caprichoso que exigiera silencio mientras él tecleaba. Para él, como para Oscar Wilde, la superficialidad era “el mayor de los pecados”. Había leído mucho, a sus escasos 34 años, como para ignorar que su propia escritura -su temática, sus reflexiones más íntimas-, lo ponían en una precaria posición social. En realidad escribió pocos libros, y me parece verosímil que en la base de su parquedad estuviera el esfuerzo de introspección que guió su escritura.
Sabato, como Borges y Cortázar, logró trascender los cerrados cuartos de la cultura bonaerense. Pero le costó un enorme esfuerzo creativo. Habría querido ser el mejor prosista de su tiempo, pero su prosa no era perfecta. Tampoco es perfecta la de Dostoievski, si es por eso. No, lo notorio era que “Sabato escribe mal”. Nunca logré comprender el significado de la frase. ¿A qué se le llama escribir bien, o escribir mal? En una reunión llegamos a la conclusión de que “bien” o “mal” eran categorías muy subjetivas. Sábato quedó absuelto, pero todos nos fuimos a dormir con una inexplicable carga de conciencia. Esa extremada seriedad con que Sabato se tomaba su propia obra tenía un gran componente de deseo de universalidad. Tanto El túnel como Sobre héroes y tumbas se abrieron camino gracias a la coherencia grave entre lo narrado y lo vivido, algo indispensable para no quedarse en libros “de alcance municipal” (para citar a Perón).
Sábato atravesó incólume, no obstante, repetidos períodos de indiferencia. Nunca perteneció a movimiento alguno, y el no formar parte del boom a lo sumo debió de causarle gracia. Vale la pena recalcar que los que sí están en el boom son de cometido muy dispar, y de realización frecuentemente pobre. Sabato no hizo escuela, pocos jóvenes autores argentinos se identifican con su escritura. Sin intentar comparaciones arriesgadas, viene en mente la frase de Einstein en cuanto a su modo de trabajar: “Soy caballo de tiro solo”.
Recibió críticas, en buena medida más mito que realidad. Hay quien sostiene que Cortázar lo criticó -pero a mí Cortázar, consciente de que se le suponía frío con Sabato, me habló bien de él, y afirmó que si Sabato hubiera aparecido de pronto en la hostería donde cenábamos, él mismo le habría acercado una silla a nuestra mesa.
Hay también quien notó la ausencia de intelectuales argentinos en los funerales. A eso yo respondo que, de haber estado en la Argentina, yo ciertamente habría acudido a darle mi despedida. Además, me digo con sumo énfasis, ¿de qué intelectuales estamos hablando? ¿Los hay tantos como para que se note su ausencia? Me temo que este tipo de afirmaciones lapidarias reflejan, antes que nada, una secreta y profunda envidia.
Cosas de porteños.
Un lugar menor
por Damián Tabarovsky
Hubo un tiempo en el que Sabato supuso que podía competir con Borges. Entonces apareció un libro suyo con una faja publicitaria que decía “Sabato, el rival de Borges”. Luego le preguntaron a Borges qué pensaba del asunto e, irónico, respondió: “Qué curioso… jamás diría que Sabato es un rival como para mí”. Ese gesto de desdén borgeano coloca a Sabato en su justo lugar, pero no explica el misterio. Es que el enigma de Sabato es parte del gran enigma argentino. El país de lo inexplicable. Todo intelectual argentino, cada vez que viaja al extranjero, se encuentra ante la terrible situación de tener que responder a preguntas como ésta: “¿Me explicas qué es el peronismo?” Imposible. Para nosotros es muy sencillo comprender el peronismo, pero imposible de explicar. En el otro extremo, algo similar ocurre con Sabato. ¿Cómo es posible que un escritor sin demasiados méritos se haya convertido en un referente de la literatura argentina? ¿Cómo es posible que con una trayectoria política más bien dudosa, se haya convertido en el campeón moral de la Nación? Imposible expresarlo. El éxito de Sabato hay que buscarlo por el lado del malentendido, de lo inefable.
La influencia de Sabato en la literatura argentina contemporánea es nula, o casi. Habría que rastrearla, como quien hace un test de ADN, en la prosa convencional de Abelardo Castillo y a través de él, en los escritores jóvenes -ya no tanto- que frecuentaron su taller literario (u otros similares) y que luego se dedicaron a ganar premios Planeta y otras nimiedades. Podrían darse varias razones para entender la ausencia de la obra de Sabato en la escena literaria actual. Una, de orden político. Sabato, en la vuelta a la democracia en 1983, fue el garante intelectual de la llamada “Teoría de los dos demonios”, que equiparaba el terrorismo de Estado durante la dictadura de 1976-83 (las torturas, los desaparecidos, el robo de bebés) con los asesinatos de las organizaciones guerrilleras de los 70. Esa teoría ha sido recientemente desarmada (como quien desarma una bomba de tiempo) y puesta en cuestión, incluso, desde el estado mismo (asumiendo que los crímenes del terrorismo de estado son de lesa humanidad). Pero no creo que esa sea la razón. Podría pensarse entonces en un envejecimiento de la estética existencialista en la que se apoya algunos de sus libros, como El túnel. Es un existencialismo humanista, a lo Camus, cruzado con un trivial aire de hondura trágica. Pero no. Tampoco creo que esa sea la razón. ¿Entonces? Propongo pensar la situación de Sabato bajo el signo de un cambio definitivo en las condiciones de lo que hoy se entiende por literatura mainstream. Quiero decir: Sabato ha sido, junto con Cortázar, el gran escritor mainstream argentino de los 60, el escritor que expresaba, que comulgaba como nadie con el sentido común de una clase media urbana que se imaginaba en ascenso. Hoy nada de eso existe: ni esa clase media (empobrecida y fascistizada), ni esa literatura. Y si Sabato pervive, lo hace apenas, como decíamos más arriba, entre esos escritores mainstream que señalan los valores de una escritura mediatizada, del éxito instantáneo, del olvido inmediato.
Pero dejando atrás esta sociología, hay además otra razón más verdadera, más justa, más literaria. Hacia fines de esos mismos 60, autores como Puig, Copi, Libertella, Osvaldo Lamborghini, entre otros, fueron llevando a la literatura argentina hacia un giro excéntrico. La anomalía, la rareza, la radicalidad, la paradoja, se convirtió en la clave secreta de lo más interesante de la literatura rioplatense. No sólo inventaron una escritura nueva, sino que modificaron la forma de leer la tradición nacional, en la que, claro, Sabato ocupa un lugar menor.