Nicolas Casariego. Foto: Antonio Heredia.

Nicolás Casariego, guionista de 'Intruders' plasma en estas páginas toda la historia que tenía en su cabeza sin las limitaciones del cine. El autor se vale del género de terror para representar, a través de una trama trepidante, claustrofóbica y oscura, el poder destructivo de la culpa y del miedo, un miedo que se extiende, se transmite y se enrosca como una poderosa raíz alrededor de todos aquellos que poseen el don de la imaginación y la capacidad de amar. Más allá del terrorífico misterio que envuelve a los personajes, 'Carahueca' es una novela que reflexiona sobre la temible capacidad del pasado para proyectarse hacia nuestro presente y futuro. La película de Juan Carlos Fresnadillo abrirá el próximo 15 de septiembre el Festival de San Sebastián y se estrenará en salas comerciales el 16 de octubre. A continuación puede leer el comienzo.




Introducción



Hoy he vuelto a sufrir de insomnio. Me he levantado y me he servido un Macallan. Han sido otra vez mis niños, sus voces. Voces que hablan quedo porque no se atreven a gritar, o ausencia de voces, cuando callan. Esa niña de doce años, en la entrevista, escribiéndome que él sale cuando no hay nadie con ella. Que se queda quieto, contemplándola. Que está muy solo. Que quiere un rostro para que le quieran tanto como los quieren a los niños. Que ansía lo mismo, que no es diferente, que no es un monstruo. Que hará lo que haga falta para obtener una cara y ser amado. Que se la arrancará a un niño.



Recuerdos. Cientos de entrevistas grabadas en vídeo. Me tiembla la mano. Pero no me tiembla por miedo, o por nervios. No. Es un temblor esencial, una enfermedad neurológica que avanza en silencio, sin que nos demos cuenta, como todas las cosas verdaderamente peligrosas. Como la muerte. Ya soy vieja, para qué engañarnos. Si agarro algo con la mano, si hago fuerza, el temblor desaparece. Agarro el vaso de whisky y mi mano deja de temblar. Bebo. Ahora recuerdo a ese niño que se revolvía nervioso en la silla de mi despacho, mirando de reojo a la cámara. Andy. Ocho años. Rubito. De Coventry. Maleducado. Tierno. Cruel. La suya fue mi primera grabación.



-¿Por qué no me hablas de ese hombre? -le pregunto.

-No es un hombre. Y no puedo, joder.

-Estás aquí, conmigo. No te va a hacer daño, no se va a atrever.

-Ya, seguro... Nadie puede ayudarme, ¿es que no lo entiendes?...

-¿Por qué, Andy?

-¿Qué vas a hacer? ¿Luchar con él? ¿Atacarle? Me va a llevar, lo sé… Me va a llevar y tú te vas a quedar de brazos cruzados en ese sitio de mierda y no vas a poder hacer nada de nada...



Cientos de niños, cientos de Andys y de Ellas y de Toms y de Anns. Más de cuarenta años de profesión. Carpetas primero llenas de papeles y luego de grabaciones en VHS y después de archivos informáticos. Dibujos infantiles de criaturas negras y azules y rojas, con cuernos, sin ellos, con dientes afilados, con un solo ojo, con las entrañas colgando, sin orejas, con el miembro enhiesto, escupiendo sangre...



Pero hay una criatura que no se me olvida. Es una de las que me impiden dormir con normalidad. No es la de Andy. Es la de esa niña de doce años, la que escribía en las entrevistas porque no podía hablar. Su monstruo es el más especial. No tiene rostro, su cara es un hueco, un óvalo vacío. Se llama Carahueca. Yo no le puse el nombre. A los monstruos son los niños quienes los nombran. Ellos los convierten en reales, ellos les dan vida y ellos los sufren. Lo que ocurre es que también en nosotros, en los adultos, sigue habiendo un niño dentro, encogido, arrugado y deforme, con los dientes de leche cariados. Y ese niño todavía cree en sus monstruos. Los teme y, al nombrarlos, los invoca. Y los monstruos acuden sin avisar, nos destruyen y nos descuartizan.



Me llamo Rachel Wright. Soy psiquiatra infantil. Cumplo setenta años la semana que viene. Estoy sola. Vivo en Londres, en un edificio demasiado alto y demasiado moderno para mí. Y ahora, mientras miro por la ventana mi ciudad, una alfombra de luz infinita surcada por una serpiente de agua sucia que se extiende hasta donde alcanza mi vista, mientras bebo whisky y fumo un cigarrillo, he decidido contar la historia que hoy me ha desvelado otra vez.



Las claves y los detalles están en la única carpeta que no guardo en el despacho, sino en mi propia casa, en la estantería de mis novelas favoritas, casi todas policiacas, y de los libros de Oliver Sacks. Es una carpeta azul, voluminosa. Lo imprimí todo en papel porque desconfío de los archivos digitales, no me convence que alguien pueda borrarlo todo apretando una sola tecla. La carpeta azul sigue viva. Sigue creciendo. Tiene una etiqueta blanca en el lomo con el nombre del monstruo escrito con letras grandes, en rojo.



Para comprender esta historia necesitaremos oír las voces de sus protagonistas. Y que esas voces, que se montan unas sobre las otras, no nos aturdan. Que no nos engañen. Porque esas voces forman un coro que se ríe del tiempo y del espacio, que se ríe de nosotros, los seres racionales que tratamos de escucharlas y de comprenderlas.



Se ríen de ustedes y de mí.



A veces esas voces parecerán de niños y serán de adultos. Otras, serán de adultos que siguen siendo niños. O de niños de verdad. O de seres atemporales. A veces serán voces oídas en Londres, otras en Madrid o, quién sabe, en su propia casa. Tendremos, claro está, mi voz escondida en otras voces. Y también la voz de la criatura.



Una criatura que se arrastra y vuela y sufre y hace sufrir y se transforma y roba caras.



Y también espiaremos a nuestros amigos. ¿Acaso no es eso lo que ustedes creen que hacemos los psiquiatras?



Vamos allá.



Carahueca nos espera.



Rachel Wright

Londres, 7 de octubre de 2012