Plantación del árbol de la libertad, de Lesueur
Leyendo las 1.269 páginas de El primer naufragio es difícil no relacionarlas con las grandes tragedias de Shakespeare. Las pasiones del alma, las venganzas y las conspiraciones, desfilan con extremo rigor ante los ojos del lector-espectador, encarnadas en girondinos, jacobinos, militares, aristócratas, víctimas y verdugos que dialogan y actúan en el escenario apasionante de una Revolución a punto de estallar y malograrse, durante el intenso período entre la ejecución de Luis XVI, en enero del 93, y el golpe de estado jacobino en junio de ese mismo año: cuatro meses de agitación, motines callejeros, derrotas en los campos de batalla y despiadados zafarranchos parlamentarios resueltos con la liquidación física del sector moderado de la Revolución. El primer naufragio es un libro de Historia monumental, documentado y minucioso hasta lo obsesivo, que irritará a ciertos historiadores profesionales endogámicos y poco amigos de incursiones furtivas en su territorio. Sin embargo, es justo la mirada heterodoxa del autor, largamente adiestrada en la doble actividad de contumaz lector de Historia -me consta que hasta rozar lo patológico- y periodista bregado y lúcido, la que proyecta sobre el presente la luz de aquel momento decisivo en la historia política del mundo. Y lo hace, además, con una eficacia que pocos de los historiadores a palo seco, que suelen desempeñarse con tecla más árida, serían capaces de lograr. Destaca, en tal sentido, la magnitud del intento y la copiosidad de fuentes. Es evidente que el autor lo ha leído todo sobre el particular. Y cuando digo todo, me refiero exactamente a todo. La abundancia de material es abrumadora, y eso permite fijar el tictac menudo e implacable, el pulso diario de esos cuatro meses cruciales, la autopsia minuciosa de la revolución fracasada y el relato de cómo escapa de las manos a sus protagonistas, aniquilada por el qué dirán de lo políticamente correcto de su tiempo, la demagogia y la dinámica fatal que condiciona aquella gran esperanza, la frena y, al fin, la destruye. Todo cambió en la historia de Francia, de Europa y del mundo, cuenta el autor, cuando por fin el pueblo entró en escena. Aunque, para sorpresa y espanto de quienes aguardaban con esperanza la hora prometida, ese pueblo se parecía más a los sanguinarios secuaces de Marat, reclutados entre carne de presidio, delincuentes y homicidas, que a los ciudadanos serenos, honrados y responsables soñados por Condorcet. De ese modo, la sinrazón y la violencia, equívocamente expuestas con el argumento de la razón y la justicia, cuajaron sin apenas freno, a golpe de cuchilla, bajo el gran pretexto con que el ciudadano Robespierre y sus colegas, atentos a mantenerse a flote entre las olas salvajes de un temporal que ni ellos habían imaginado, justificaron los excesos: virtud original, buen salvaje roussoniano, ingenuidad del pueblo cuya desesperación, para quien ve los toros desde la barrera o la guillotina desde un balcón, legitima todo exceso, atrocidad o matanza. Destaca en especial la visión económica del conflicto. Quizá las páginas más importantes de El primer naufragio sean las que cuentan cómo el disparate de la moneda ficticia, los llamados "asignados" - tan parecido a la actual emisión de deuda sin tasa- hizo imposible la estabilidad de la Revolución, ebria de inútil papel moneda. El autor detalla con solvencia documental cómo se intentó inútilmente resolver la crisis, y cómo el idealismo insensato y la ignorancia en materia económica lo agravaron todo y dieron lugar a graves disturbios callejeros, cuando los enragés -los indignados de 1793-, al grito de “no nos representan”, salieron con las picas a la calle, acosando a las instituciones del Estado y reclamando las cabezas de los culpables de su miseria. Fue el hambre lo que movió al pueblo revolucionario; y su atroz incultura, que lo hacía a la vez temible y manipulable, acabó echándolo en brazos de la demagogia y lo convirtió en tirano de sí mismo. Fascina la luz gris, casi sucia, con que se perfila el golpe de Estado de Robespierre y su gente, convenciéndonos de que ocurrió de esa manera incierta y turbia, con los protagonistas actuando más bajo presión de circunstancias inmediatas que con planes estratégicamente concebidos. Página a página, el autor describe fuerzas y debilidades, maniobras de ataque y defensa, escrúpulos o ausencia de ellos cuando la supervivencia política trae aparejada la física, y la regla es matar o morir, guillotinar o ser guillotinado. Ahí queda patente el papel de la prensa, decisiva en el poder y contrapoder, en la agitación y en el acto de señalar. Miedo a los periódicos, miedo al pueblo: aspectos de una modernidad absoluta que se mantendrían hasta hoy, cuando aún quedan, en España y fuera de ella, periodistas capaces de señalar blancos a abatir. Robespierre, Dantón y Marat, los hombres clave del momento, están maravillosamente penetrados en sus intenciones, sus miedos y sus logros, teniendo de fondo, junto a excelentes ejemplos de dignidad y consecuencia, la cobardía, vileza y oportunismo de la condición humana. El autor demuestra con toda clase de pruebas la superioridad organizativa de los jacobinos sobre los girondinos, y el absurdo histórico de comparar la fuerza de ambos grupos a la hora de explicar el triunfo de los primeros. Los jacobinos aparecen organizados con letal eficacia, y eso les permite, cada vez que la situación se va de las manos, controlarla de nuevo; mientras que sus adversarios políticos son una suma de individualidades notables pero dispersas, que tardan en advertir que la movilización callejera no es anecdótica ni coyuntural. Y esa incapacidad de ver más allá, organizarse y defender la democracia, los llevará a ellos al cadalso, a los jacobinos al poder y a Francia la sumirá en el Terror. Robespierre, el ególatra incorruptible -"Yo soy el pueblo"-, es sin duda, el más shakesperiano personaje de la tragedia. Para ese hombre que nunca habla de dictadura pero coquetea con ella, que denuncia a sus antiguos amigos y con perfecta sangre fría ataca ideas que antes defendió, la Revolución se legitima a sí misma por cruel que sea el camino que tome. Sinceridad y oportunismo político en apasionante combinación, el antiguo abogado de Arras lo ve perfectamente claro: el pueblo es una criatura infantil a la que es útil encolerizar, y un instrumento eficaz al que es preciso armar y pagar. Así, con admirables reflejos, cálculo, inteligencia política y una frialdad a toda prueba, ese burgués revolucionario con escarcha en las venas evoluciona hacia la izquierda mientras su programa político se funde con su plan de supervivencia personal. Y asombra la habilidad con que, cada vez que le da un mazazo al dique, es capaz de nadar para no verse sumergido por la ola. El libro zumba como una colmena de manejos políticos, conspiraciones y traiciones. Todos viven pendientes de todos, del qué dirán que puede llevarlos bajo la cuchilla. Granujas disfrazados de patriotas, tribunales que ajustan cuentas, comités que hacen pensar en los guardias rojos de Mao, los guardianes de la revolución iraní, los falangistas y milicianos de nuestra guerra civil. Y los asesinos y oportunistas que se emboscan en sus filas, aprovechando un momento en que la industria y el comercio se presentan como delitos, la calumnia más vil -que conduce siempre al patíbulo- es defendida como libertad de opinión, bajo cada moderado se denuncia a un contrarrevolucionario disfrazado, y quien pide pruebas de las acusaciones, por infames y disparatadas que sean, es denunciado en el acto, con las consecuencias mortales que eso implica, como enemigo del pueblo. La documentación, como apunté más arriba, es extraordinaria: periódicos, actas de sesiones, memorias y un espectacular aparato de notas a pie de página. Aquélla fue una revolución transcrita minuto a minuto, en tiempo real. Gracias a ello, el periodista que acecha tras el autor se luce en el análisis de materiales y su incrustación en la trama, merced a su indiscutible olfato de sabueso y veterano rastreador. Eso le permite zambullirse en fuentes complejas, distinguir de un vistazo el material necesario y situarlo en el lugar adecuado. Gracias a esa mirada contemporánea, dos siglos de conflicto entre democracia y totalitarismos encuentran en El primer naufragio claves de comprensión fundamentales: la deslegitimación de las instituciones, el chantaje y la violencia, la explotación de las crisis económicas y la resignación ante el que se considera mal menor, que nunca acaba por ser menor en absoluto. Y sobre todo, la dificultad de mantener una posición política coherente por parte de un partido o gobierno, cuando lo que se pretende es sobrevivir a toda costa merced a contentar a todos cuantos sea posible en la calle, y en especial a los que más fuerte gritan. Y cómo, al final, la condescendencia y el miedo ante la demagogia revolucionaria convierten esa misma demagogia en dictadura. Un último detalle. El primer naufragio pone de manifiesto, en aquel terrible crujido de la Historia, la talla política y la fina penetración de sus más destacados protagonistas, su conocimiento del corazón humano y su capacidad para lidiar de manera brillante, incluso con grandeza criminal, en el marasmo revolucionario. Resulta imposible, asistiendo a los actos y diálogos de aquellos individuos extraordinarios, admirables hasta en sus excesos, medirlos con la pobre retórica, la falta de cultura y de recursos, la gris mediocridad de la mayor parte de los políticos europeos y españoles actuales. Que ni saben quién fue Robespierre, ni maldito lo que les importa.