Tomas Tranströmer. Foto: Sarah Hurni-Asberg.

En tiempos de tantas debilidades y dudas europeas, que a veces afectan también a la desorientación de los poetas, es reconfortante encontrarse con obras de las que sigue emanando una voz vigorosa y clara, fiel al machadiano misterio, hacia el que -¡aún!- se "orienta el alma" del poeta (fidelidad a "una lluvia susurrante de almas", escribe Tranströmer). Así lo sentimos al leer a este poeta sueco (Estocolmo, 1931), que convence por su ausencia de artificio, al conducir sus poemas a ese original hermetismo en el que precisamente radica cuanto le distingue. Hay quizá en él una leve conexión con ciertos poetas contemporáneos del área anglosajona; pero a la vez, por su edad, ya ha dejado atrás los años marcados por la Segunda Guerra Mundial, que tanto condicionaron una buena parte de la poesía de los que habían nacido años antes.



Ello no le impide que esa Europa que nos desasosiega brille en algunos poemas de Tranströmer, como "En la Europa profunda", en el que hace uso de un realismo extremado ante esa madrugada vivida en una urbe que se debate entre la soledad de una habitación de hotel y una "catedral ennegrecida" -acaso el pasado-, que en una especie de flujo y reflujo, a la manera de una luna, aún da muestras de vida. Esa resonancia de un tiempo de inquietudes bélicas también asoma en el poema "Del invierno de 1947", cuando el poeta tiene sólo dieciséis años, pero no le pasa inadvertida la atmósfera de inquietud que había a su alrededor: "Yo estaba sentado en la cama sin párpados y veía/proyecciones con los pensamientos de los locos". Un tiempo duro, "de muertos vivos", en el que sólo puede traer el sueño un arrullo de "campanas grises".



Esta antología completa muy bien la que ya había editado con anterioridad Nordicalibros, El cielo a medio hacer (2010). En la solapa del libro se nos recuerda oportunamente que un nombre como el de este autor hay que situarlo junto a los de otros escritores suecos (Swedenborg, Strinberg) que han escrito fundamentalmente en otros géneros, pero que sintonizan con el desasosiego y el estímulo que nos producen los poemas de Tranströmer. Once son las muestras de otros tantos libros que se nos ofrecen, desde los 17 poemas de 1954 hasta el último, El gran enigma, de 2004, que en su título revela un tema central en su poética: el diálogo con lo que desconocemos, algo que es clave por su dimensión metafísica, existencial: el enigma de ser y de estar en el mundo, revelado a través de la palabra del que lo contempla, y, al contemplarlo se debate, como los sobresaltos del lector, entre el ensueño y la cruda realidad. Para ello, Tranströmer no sólo dejará fluir con naturalidad su voz sino que hará uso de una retórica fértil que no enmascara engaño ni artificio alguno, pues siempre debajo tiembla ese mundo escueto y perturbador propio de él.



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