Tomas Tranströmer

Traducción de Roberto Mascaró. Nórdica. Madrid, 2011. 217 páginas, 19'50 euros

Antonio Colinas analiza la antología Deshielo a mediodía (Nórdica), de Tomas Tranströmer, Premio Nobel de Literatura

En tiempos de tantas debilidades y dudas europeas, que también afectan a la desorientación de los poetas, es reconfortante encontrarse con obras de las que sigue emanando una voz vigorosa y clara, fiel al machadiano misterio hacia el que -¡aún!- se "orienta el alma" del poeta ("una lluvia susurrante de almas", escribe Tranströmer). Así lo sentimos al leer a este poeta sueco (Estocolmo, 1931), que convence por su ausencia de artificio, al conducir sus poemas a ese hermetismo en el que precisamente radica cuanto le distingue. Hay quizá en él una sutil conexión con ciertos poetas coetáneos del área anglosajona; pero a la vez, por su edad, ya ha dejado atrás los años marcados por la Segunda Guerra Mundial, que tanto condicionaron una buena parte de la poesía de los que habían nacido algo antes. (Ello no impide que esa Europa que nos desasosiega brille en un poema de Tranströmer -"En la Europa profunda"-, en el que hace uso de un realismo extremado ante esa madrugada vivida en una urbe que se debate entre la soledad de una habitación de hotel y una "catedral ennegrecida" -acaso el pasado-, que en una especie de flujo y reflujo, a la manera de una luna, aún da muestras de vida.)



La antología Deshielo a mediodía completa muy bien la que ya había editado con anterioridad Nordica Libros, El cielo a medio hacer (2010). Está bien que en la solapa del libro se nos recuerde que un nombre como el de este autor hay que situarlo junto a los de otros escritores suecos (Swedenborg, Strinberg) que han escrito primordialmente en otros géneros, pero que sintonizan con el desasosiego y el estímulo que nos producen los poemas de Tranströmer. Once son las muestras de otros tantos libros que se nos ofrecen, desde los 17 poemas de 1954 hasta el último, El gran enigma, de 2004, que en su título revela un tema central en su poética: el diálogo con lo que desconocemos, algo que es clave por su dimensión metafísica, existencial, el enigma de ser y de estar en el mundo revelado a través de la palabra del que lo contempla, y, al contemplarlo se debate, como los sobresaltos del lector, entre el ensueño y la cruda realidad. Para ello, Tranströmer no sólo dejará fluir con naturalidad su voz sino que hará uso de una retórica fértil que no enmascara engaño ni artificio alguno, pues siempre debajo tiembla ese mundo escueto y perturbador propio de él.



Posee su palabra esa pátina formal que la distingue -con naturalidad utiliza el autor el versículo o los haikus, muy logrados estos y nunca triviales), pero sobre todo hay en su obra una especie de raíces ("Como cuernos de cobre/las sinuosas raíces...") que nutren el conjunto. Hay un mensaje velado, por esencial, que remite a una visión unitaria del mundo. Por eso quizá recuerda a un autor como Thoreau y, siempre, a la naturaleza, tema primordial en estos textos, por más que la realidad heridora regrese como oleaje.



Y es que hay un "silencio" que asciende "desde el centro del mundo a enraizarse y a crecer"; un silencio "en lo profundo de su verde interior". Esta simbología es la que cuenta, la que sostiene el canto, junto a esa naturaleza tan poderosa, presente en otros símbolos como el bosque, la mar, la nieve, la cabaña o las estaciones; que son, escribe él, "el mundo inferior" que se subordina a esa interioridad, secreta casi, sepultada debajo de palabras llenas de reflejos. En consecuencia, hay en el fondo de tanto hallazgo expresivo la voz de un lírico que busca, por distintas vías, lo profundamente elegíaco. Lo principal es un secreto que el poeta guarda como tesoro, aunque la naturaleza mueva con su "savia" el pensar y haga ascender a las mismas estrellas.



Tranströmer, como velado y sincero lírico que es, hace uso de la vena órfica para dar solución a la ansiedad existencial y encauzar la melodía profunda, aunque sea con palabras que restallan o gritan. Hay algo que nos armoniza, "como los grillos en la oscuridad de agosto" o la "música" del "agua de la fuente" en un "Pentecostés de piedra". O cuando, todo lo que hay de sombra en el mundo se aleja "corriendo" detrás de una "trompeta de Bach". En plena mañana de verano el rastrillo del campesino puede atascarse de repente "con los huesos de los muertos", pero hay una vivacidad en estos poemas que cuestionan hasta a la mismísima muerte. ("Campo de batalla dentro de nosotros/donde los Huesos de los Muertos/luchan por volverse vivos"). Son las "rodantes ruedas" de la vida, que el poeta reconoce otras veces, osadamente, como "energía de Dios" en la oscuridad.

CINCO ESTROFAS PARA THOREAU

Otro más abandonó el pesado

anillo de la ciudad de voraces piedras. Clara como la sal es

el agua que golpea todas las cabezas de

los verdaderos refugiados.

En lento remolino ha subido el silencio

hasta aquí desde el centro del mundo, a enraizarse y crecer

y con frondosa copa sombrear la escalera del hombre, entibiada

por el sol.

*

Negligentemente, el pie golpea una seta. La nube de tormenta

se agranda junto al borde. Como cuernos de cobre

las sinuosas raíces del árbol dan el tono, y las hojas

se dispersan temerosas.

La huida salvaje del otoño es su liviano manto,

flameando hasta que, otra vez, llegue la manada de días tranquilos

de helada y ceniza y bañen

las garras en la fuente.

*

Creído por nadie va el que vio un géiser,

huido de aljibe cegado, como Thoreau, y sabe

desaparecer en lo profundo de su verde interior,

astuto y esperanzado.

SIESTA

Pentecostés de piedras. Y con lenguas crujientes...

La ciudad ingrávida en el espacio del mediodía.

Sepultura en luz hirviente. El tambor que acalla

los palpitantes puños de la eternidad cautiva.

El águila sube y sube sobre los que duermen.

Un sueño en que la piedra del molino se vuelve como el trueno.

Pasos del caballo con la venda en los ojos.

Los palpitantes puños de la eternidad cautiva.

Los que duermen cuelgan como péndulos en el reloj del tirano.

El águila planea, muerta, en las cascadas que fluyen del sol.

Y resonando en el tiempo -como el ataúd de Lázaro-

el ombligo que late, de la eternidad cautiva.

IZMIR A LAS TRES

Justo enfrente, en la calle casi vacía,

dos mendigos: uno sin piernas

es llevado en las espaldas del otro.

Estuvieron allí -como en un camino de medianoche un animal

queda cegado mirando fijamente a los faros del coche-

un instante y siguieron su camino;

se movían como muchachos en un patio de colegio,

rápidos sobre la calle mientras las miríadas de relojes

del calor del mediodía sonaban en el espacio.

El azul pasó resbalando por la rada, brillando.

El negro se agachó y encogió, observando, desde las piedras.

El blanco creció hasta ser tormenta en los ojos.

Cuando las tres de la tarde fueron pisoteadas bajo cascos

y la oscuridad palpitaba en la pared de la luz,

la ciudad se arrastraba a las puertas del mar

y relucía en el prismático del buitre.