Georgia O'keeFfe, retratada por Stieglitz en 1920
Por Deborah Solomon. A Georgia O'Keeffe (1887-1986) nunca pareció importarle tener arrugas. Cuando pensamos en ella, recordamos sus últimos años, cuando poseía un rancho en Abiquiu, Nuevo México, y vagaba por las colinas rojas. Vivió hasta los 98 años y nunca puso reparos a posar para los fotógrafos. Como para subrayar el espíritu panteísta de su arte, se mostraba como una estadounidense normal, un ejemplo de autenticidad desenfadada, sin bótox. Pero los espíritus libres también cultivan su imagen. O'Keeffe debía mucho a las labores de conservación de Alfred Stieglitz, el fotógrafo pionero y marchante de arte. Su galería en el 291 de la Quinta Avenida fue uno de esos espacios de Nueva York sagrados del modernismo. O'Keeffe se casó con él en 1924, una época en la que él ya había expuesto su obra y la había consagrado como su musa. Le hizo cientos de fotografías, imágenes sensualmente encaprichadas de su níveo cuello y su hermosa cara como de bruja mala.Lo primero que a uno le llama la atención de My Faraway One: Selected Letters of Georgia O'Keeffe and Alfred Stieglitz es su mastodóntico tamaño. Con más de 800 páginas extragrandes y abarrotadas de texto, hace que inevitablemente surja la pregunta de si O'Keeffe es un talento lo bastante sólido como para justificar un tratamiento así de pesado y reverencial. Fue, en mi opinión, una pintora original, pero la exuberancia de sus primeros cuadros de flores y cielos terminó anquilosándose, y su obra se convirtió en una fórmula, una de las primeras marcas del arte estadounidense. Afirmaba haber encontrado su inspiración en la naturaleza, pero sus pinturas -con su simplificación de la forma y su proximidad a la abstracción- quizá les deban más a los experimentos iniciales con la fotografía en primer plano de Paul Strand, quien formaba parte del círculo de Stieglitz y era íntimo amigo de ella.
Pero dejemos su arte a un lado por ahora. En My Faraway One, Sarah Greenough, conservadora de la National Gallery de Washington, ha encajado unas 650 cartas en un volumen que es una historia de amor llevada a su grado romántico más elevado. Lo cual no quiere decir que O'Keeffe y Stieglitz fuesen realmente compatibles. Era la clase de pareja que parecía experimentar su acercamiento más genuino cuando estaba separada por cientos de kilómetros. Asombrosamente, han sobrevivido unas 5.000 cartas. La mayoría de ellas se encuentran en la Biblioteca Beinecke de Yale, donde O'Keeffe las depositó con la condición de que permaneciesen selladas hasta 20 años después de su muerte. (Murió en 1986).
El libro arranca en agosto de 1915, cuando O'Keeffe tenía 27 años y era profesora de arte en Charlottesville, Virginia. Stieglitz tenía 51 años y era un empresario cultural semifamoso, desgarbado y con bigote, al que era fácil reconocer andando de acá para allá por Greenwich Village con su capa negra. Se habían conocido ese año, cuando ella visitó su galería para ver una exposición de John Marin y salió de allí con un número de la revista que Stieglitz publicaba, Camera Work. "No sé cómo decirle", escribe sobre la revista, "lo mucho que me ha gustado; siempre quiero tenerla en un sitio donde pueda verla en mi habitación". Sus cartas al "Señor Stieglitz" son aniñadas y sin pretensiones. Hacia 1916, había aceptado un trabajo como profesora en la lejana Canyon, Texas, desde donde le escribía hablándole del cielo y la luz de la luna. De cuando en cuando, le enviaba también dibujos y acuarelas, junto con excusas encantadoramente nerviosas: "Es - todo muy malo - Quizás se pierdan - Más bien me alegraría si así fuese".
Stieglitz estaba casado con la heredera de una fábrica de cerveza que le hacía sentirse apagado y sin vida. El afectuoso aluvión de cartas de O'Keeffe le hizo revivir. ¿Qué vio en ella? Una artista de talento, una exponente audaz de la pintura abstracta, pero también una fantasía de inocencia que despertó en él una sensación de paternalismo entusiasmado. En su mente, era "una gran niñita". Nacido en Hoboken, Nueva Jersey, en 1864, e hijo de inmigrantes judíos alemanes, Stieglitz era tanto un desastre de hombre como una fuerza del bien. Decidido a modernizar la escena artística estadounidense, ofreció exposiciones a talentos como O'Keeffe, Arthur Dove y Marsden Hartley en una época en la que los europeos todavía miraban a USA por encima del hombro y lo consideraban una tierra cuya cultura estaba compuesta casi enteramente por vacas y pueblerinos joviales. Las cartas de Stieglitz a O'Keeffe dan la impresión a veces de ser una táctica contraproducente para venderse a sí mismo. Como el más hipocondríaco de los romeos, se quejade sus fístulas y su insomnio, sus dolores de cabeza y sus nervios crispados. Su tos es tan persistente "que hará que la cabeza le estalle". Los ojos le "queman" y el pie le "arde". Ella habla con entusiasmo del cielo, y él se proclama "listo para el vertedero; un trasto viejo. Sin energía".
En 1918, finalmente lo organiza todo para que ella se traslade a Nueva York. O'Keeffe llegó a la terminal Grand Central con fiebre. Consumaron su relación en la casa de veraneo que él tenía en el lago George, Nueva York, en una noche lluviosa cuyo aniversario él recordaría los años siguientes. "El 9 de agosto hará 11 años que me entregaste tu virginidad", señala en el verano de 1929. "En medio de los truenos y los relámpagos. [...' Todavía veo tu cara; y lo siento todo. Y te veo en el suelo después, desnuda, con una venda puesta; un pájaro herido. Tan adorable".
Parte del material del libro es perturbadoramente íntimo, y uno lo lee con una mezcla de curiosidad ávida e inquietud cada vez más profunda por el hecho de que nunca volverá a ser capaz de observar una fotografía de Stieglitz sin pensar en la "Señorita Pelusa" (su apodo para los genitales de O'Keeffe). En el léxico de Stieglitz, el verbo "pelusear" se refiere a las relaciones sexuales; una mujer cuyo valor se cree que reside en su disponibilidad sexual es una "peluseante". "Ya ves que me preocupaba por ti como artista", escribe Stieglitz en un momento de trastorno. "Nadie más lo hace. [...] Podría haberte peluseado hasta la muerte -estabas dispuesta a ello- ¡si no hubiese percibido en ti un valor mayor que el de una peluseante! Te lo he dicho a menudo. Y podría haberme peluseado a mí mismo hasta la muerte. Puede que pelusearte a ti hasta la muerte y también a mí mismo hubiese sido más sensato".
Uno se pregunta a quién va dirigido este libro. Seguramente no a los académicos. Las anotaciones y comentarios de Greenough son sorprendentemente superficiales y chapuceros. En la primera página de la introducción, por ejemplo, señala que "O'Keeffe y Stieglitz se vieron por primera vez en la primavera de 1916", para decir, dos páginas después, que "O'Keeffe y Stieglitz se conocieron en 1915". El libro también se ve estropeado por la escasez de reproducciones; para tratar sobre dos artistas resulta gris y poco visual. Sí conseguimos ver Líneas azules, de 1916, una hazaña de acuarela minimalista en la que un par de delgadas líneas paralelas contagian el espacio que las rodea de una energía vibrante. Stieglitz estaba tan enamorado del cuadro que le pidió a O'Keeffe que le prometiese que sería quemado junto a su cuerpo, aunque él no fuese a morir enseguida. Al final, ella optó por hacer caso omiso de su petición. Como descubrimos por el pie de foto, Líneas azules sigue en el Museo Metropolitano de Arte.
O'Keeffe y Stieglitz siguieron casados hasta la muerte de él en 1946, pero esta colección de cartas se detiene en 1933, dejándonos en suspenso. Ansiando alguna clase de desenlace, tiré de la biografía de O'Keeffe escrita por Roxana Robinson en 1989 y me fui al capítulo en el que Stieglitz muere. Sufrió un derrame cerebral masivo en Nueva York y O'Keeffe cogió el primer avión que salía de Albuquerque. La noche antes del funeral, arrancó la horterada de forro de raso rosa que venía con el ataúd y cosió en su lugar una inmaculado tela de lino blanco. Un detalle conmovedor, ¿no? Una imagen reveladora, preciosa. Contrasta con el caótico cenagal de detalles que inunda estas "cartas escogidas", no lo bastante selectas. My Faraway One padece de un atracón de trivialidad que, al final, aísla tanto a O'Keeffe como a Stieglitz de sus respectivos logros. El libro nos recuerda que un tomo de tamaño descomunal puede hacer sus propios trucos con la perspectiva y conseguir que su tema parezca más pequeño.