Samuel Beckett

La editorial Tusquets publica por primera vez en España 'Sueño con mujeres que ni fu ni fa', novela escrita en 1932 por Samuel Beckett, un texto que fue rechazado por varias editoriales y no fue publicada, por expreso deseo de autor irlandés, hasta tres años después de su muerte. Desarraigado, inadaptado allí donde va, el joven poeta Belacqua deambula por paisajes neblinosos de ciudades como París, Viena o Dublín en busca de no sabe muy bien qué, pues sólo aspira a habitar lo que él llama su «uterotumba»: su mundo interior, sus pensamientos, su feliz tristeza. En torno a él, en un desencuentro perpetuo, pululan amigos como Liebert, el Oso Polar, el Mandarín o Chas, y mujeres que, como Smeraldina-Rima, Syra-Cusa o Alba, esperan del confuso Belacqua lo que éste no les da. Sin embargo, no es capaz de apartar a esas mujeres de sus ensoñaciones, lo que le causa numerosos desvelos y contratiempos. Y mientras revive fugazmente episodios de su infancia, se topa con guardias y profesores, y cavila en lo que hará y escribirá en el futuro, Belacqua, artista adolescente, avanza ebrio, o enfermo, o malhumorado, las más de las veces solo, bajo una lluvia dublinesa que cala hasta los huesos. A continaución les ofrecemos las primeras páginas.




Uno

He aquí a Belacqua, un niño rollizo que pedalea cada vez más veloz, con la boca entreabierta y las aletas de la nariz hinchadas, cuesta abajo, por delante del friso que forman los espinos, tras el carromato de Findlater, y cada vez más veloz, hasta colocarse al lado del jamelgo, pegado a la grupa negra, gorda y húmeda del jamelgo. ¡anda y dale un latigazo, cochero, métele un mamporro, endíñale un sopapo, pégale una galleta a ese gordo patizambo! Se le quedó tiesa la cola al arquearse, como un súbito azacaneo de plumas, ahuecándose para soltar un chorreo de cagajones. ¡ah...!



Y más que se va a asombrar unos años más tarde subiéndose a los árboles en el campo y en la ciudad deslizándose por la cuerda del gimnasio.



Dos

Belacqua estaba sentado en un puntal al final del muelle de Carlyle bajo la llovizna, enamorado de cintura para arriba de una muchacha patosa que atendía por el nombre de Smeraldina-Rima, a la que se encontró una noche cuando por casualidad resultó que él estaba cansado y la cara de ella parecía más bella que lerda. Fue la fatiga en esa ocasión fatídica lo que facilitó que se fijara sólo en su faz y en aquella parte de la moza que, por lo que atinó a ver, resplandecía con un brillo poco común, pues para entonces andaba ya tan abstraído que estaba resuelto a renunciar a todo y a echar amarras en los serenos requesones de sus pechos, que había percibido con premura tras contemplar unas facciones que no daban ganas sino de morirse sólo de verlas, como alguien que en ausencia del seno de Abraham no echara en falta mejor compañía para ir tirando por este mundo frágil en el que todo son tentaciones y títulos nobiliarios. Así las cosas, antes de poder examinar la naturaleza de los sentimientos que le inspiraba la muchacha, ésta dijo que nada le importaba, ni allá arriba, en los cielos, ni aquí abajo, en la tierra, ni siquiera en las corrientes subterráneas; nada le importaba tanto como la música de Bach, y que en ese preciso momento se disponía a marchar a Viena de una vez por todas para estudiar pianoforte. De resultas de todo ello los requesones de la muchacha extendieron sus ventosas de sargazos y enredaron a Belacqua.



Así que en ese momento permanecía abatido en el puntal, bajo la complaciente llovizna, tras el supremo adiós, con las manos hechas gelatina en su regazo, el rostro hundido entre ellas, bombeando la pequeña erupción. Estaba sentado esforzándose en provocar el pequeño surtidor de lágrimas que sirviera en su descargo. Nada más sentirlas acudir, ponía la mente en blanco y esperaba a que se so-segase la comezón. Primero le daba la vuelta con cuidado en la imaginación hasta que se pegaba un batacazo y se mareaba pensando en ella; después, ni un segundo más tarde, paraba y vaciaba su ánimo con brusquedad, de forma que se detenía el flujo; éste se bloqueaba y se mandaba de vuelta para un da capo. Se dio cuenta de que la mejor forma de hacer que los émbolos se pusieran en funciona-miento consistía en pensar en la boina que la chica se había quitado para decirle adiós cuando el barco ya se alejaba. El sol había descolorido su verde original hasta darle un tono emotivo, más claro, y le había parecido siempre, desde el primer momento en que la vio, una prenda de lo más andrajosa, inútil y conmovedora. Podría haber sido un manojo de hierba por la forma en que se la arrancaba de la minúscula cabeza y empezaba a agitarla con un movimiento del brazo mecánico y tonto, de arriba abajo. No la hacía ondear al viento como si fuera un pañuelo, sino que la cogía por la mitad y la subía y la bajaba con el brazo tieso, como si estuviera haciendo ejercicios con una mancuerna. a poco que pensara en los espasmos que tuvo la chica al despedirse, la inmensa pena que le producía ver la mano con que ella agarraba la boina como si estuviera aporreando una mano de mortero, los rebuznos que sacudían su corazón a cada golpe del brazo tieso y que pare-cían alejarla aún más, todo ello bastaba para que se agitara su ánimo en su correspondiente tormenta de desdicha. Lo comprendió después de algunos comienzos en falso, por lo que, bien depurada la técnica, se dispuso a excitarse hasta conseguir la pequeña eyaculación lacrimal, ahogándola en el instante mismo de su emisión, esperando a que se apaciguara con la mente en blanco y, cuando todo estaba bajo control, dirigiendo sus pensamientos hacia la boina y las patéticas señales de despedida, vuelta a empezar. Se-guía pues sentado en el espigón, con la cabeza gacha bajo la lluvia nocturna, provocando y aplacando la ebullición de lágrimas de esta forma tan peculiar, con las manos frías y húmedas como dos despieces de bacalao sobre el regazo, hasta que, para su fastidio, dejó de funcionar el fetiche de la boina esgrimida en el aire de la forma en que con tanto esfuerzo hemos descrito (por consenso, tómese ese plural mayestático por un "yo"). Puso en marcha el mecanismo como las otras veces, después de asfixiar y suprimir las lágrimas, pero no ocurrió nada. Los pistones de su mente se quedaron quietos. quiérase que no, fue un golpe muy duro, una avería total de la máquina. Buscó con desesperación alguna imagen que sirviera para devolver todo a su cauce y empezar de nuevo, una mirada al estilo de rasima en los ojos hundidos de la muchacha al ponerse el sol, el sombrío armazón de su frente bajo el oscuro cabello que le crecía ralo y apelmazado en las sienes, el pequeño valle en la base de la nariz que ella le permitía palpar y explorar con la yema y la uña del dedo índice. Pero no sirvió de nada. Su ánimo permaneció impertérrito y el pozo de las lágrimas reseco.



Nada más reconocer para sus adentros que no había nada que hacer, que se había vaciado con tanto trajín de sublimación casera, una punzada de tintes más tenebrosos se apoderó de él y su esmeraldinalgia se volvió insignificante frente a la pena mucho mayor de ser un hijo de adán, condenado a soportar una mente insubordinada. Su cerebro ordenó a las manos que pusieran fin a la gelatinosa flaccidez adquirida por ambas en su regazo y que intentaran convulsionar un poco, y éstas obedecieron al punto, pero cuando la mente dio la instrucción de bombear unas cuantas lágrimas en memoria de la chica que le había dejado atrás, entonces se resistió. Era una angustia muy grande. Quieto en el puntal bajo la lluvia que no cesaría hasta que todo el mundo se hubiera ido a casa, retorciéndose las manos a falta de algo mejor que hacer, sin importarle ahora su Smeraldina-Rima, comenzó a examinar con detenimiento esta nueva aflicción.



Mientras tanto, un diablillo de cobalto con mucha menos presencia, prestancia e importancia esperaba el momento en que ese agravio propio de adán no diera más de sí, pues de esta forma terminaban todas las penas de Belacqua, dejándolo desarmado y en unas condiciones de lo más desagradables. Él llamaba el Gran desamparo al atisbo de cualquier rayo de esperanza, así como a sus intervenciones impertinentes. Que meditara una pena o que se bloqueara a causa de un dolor no era mala cosa; sin embargo, que se encerrase en sí mismo como si se metiera en el útero materno o como si se enterrase en vida, de esa manera tan especial que tenía de hacerlo, como en más de una ocasión tendremos el gusto de contar, todo eso estaba mucho mejor, era un verdadero placer. Pero la insolente intromisión del mundo con su repugnante trasero, desmantelando toda su maquinaria de desaliento, tirando de él y arrojándolo lejos de su cómodo agujero, era un tipo de interrupción al que ponía especial reparo.



Y no es que pudiera quejarse de que la naturaleza del abatimiento que lo embargaba en esos momentos se hallara seriamente dañada. No se había producido ninguna pausa de consideración entre la irrupción de la pena y el comienzo de la angustia. De hecho, cualquier intersticio que hubiera podido quedar se había subsanado con un ergo, encadenándose los dos términos a las mil maravillas. Y así, en medio de su desazón por ser un hijo de adán y, por tanto, víctima de una mente que ni siquiera obedecía a sus propias órdenes, se fue gestando una tristeza que re-mataría sus pensamientos de una forma en la que nunca, en ninguno de sus anteriores encuentros con la melancolía, había alcanzado el clímax. Era inminente la irrupción de una tristeza sin lugar a dudas trascendental, que traería consigo fragmentos de lo mejor y más selecto de todo aquello que había acontecido con anterioridad, e hizo su aparición en lo que en principio tenía todo el aspecto de ser una proposición concluyente. Ni que decir tiene que no era nada por el estilo. Sin embargo, vista des-de la penumbra de una cláusula en la que uno podía re-volverse, revolcarse y lloriquear, consultándolo con la almohada, se trataba de una tristeza que difícil habría sido mejorar.



Seguía devanándose los sesos en el espigón número dos, con las manos otra vez en el regazo hechas una masa informe, cuando tuvo el pálpito de que delante de él se había plantado un hombre tosco y envalentonado, que daba voces desabridas, algo así como un ultimátum, todo lo cual le llevó a levantar la vista. Por desgracia, era cierto. Era el encargado del muelle, buscando a quién zamparse. Belacqua prestó atención a lo que se le decía y, tras escuchar la exuberancia coprolálica que manaba de sus labios, llegó a la conclusión de que el hombre le estaba exigiendo que se largase.



Tú, fuera de mi muelle- le dijo el encargado con grosería-, que me voy a casa a cenar.



Tenía su lógica. También le pareció bastante natural que el individuo hablara del muelle como si fuera suyo. En cierto sentido lo era. Era el responsable. Para eso estaba allí. Para eso le pagaban. Y también le pareció normal que quisiera marcharse a su casa a cenar después de una larga jornada de trabajo.



Claro, claro - dijo Belacqua levantándose del puntal-, qué cabeza la mía. ¿Puedo ofrecerle...?- metió la mano en el bolsillo y buscó una moneda de seis peniques, o en su defecto una de un chelín, y sacó todo lo que le quedaba, dos peniques. Permaneció con la cabeza descubierta bajo la lluvia, delante de su adversario, con el forro del chaquetón vuelto para atrás y con el bolsillo descolorido del revés y sobresaliendo como ni se sabe qué. Era una situación muy embarazosa.



¿Que si puedes ofrecerme qué? -preguntó el encargado.



Belacqua se sonrojó. No sabía dónde mirar. Confundido, se quitó las gafas. Era como intentar cerrar la puerta del establo cuando el potro ya se ha ido. ¿Cómo le iba a dar dos peniques a un tipo tan acalorado? Sólo puedo ofrecerle mis disculpas por haberle causado esta molestia - tartamudeó Belacqua- . Créame, no tenía ni idea de...



El encargado escupió. No estaba permitido fumar en el muelle, pero escupir era otra cosa.



Lárgate de mi muelle antes de que se seque ese escupitajo - le espetó tajantemente.



Qué extraordinaria frase para un hombre de su condición, pensó Belacqua. No obstante, la expresión no era del todo acertada, reparó; seguro que había algo incorrecto en la frase. con un tiempo como el reinante fue como invitarle a aplazar su marcha hasta las calendas griegas. Sopesaba estas ideas mientras se dirigía con paso ligero hacia tierra firme, saliendo del muelle con su opresor pisándole los talones. Cuando la verja se cerró de un portazo a su espalda, sintiéndose fuera de peligro, se volvió y deseó al encargado muy buenas noches con toda educación. Para su sorpresa, el hombre se tocó la gorra y le respondió con un modesto buenas noches también bastante cortés. A Belacqua el corazón le dio un gran salto de alegría.



Oh - gritó- , buenas noches para usted y perdóneme, buen hombre, ¿quiere?, no era mi intención molestarle.



Pero una cosa era corresponder al saludo cortés de un perfecto caballero y otra muy distinta pasar por alto sin más un flagrante acto de allanamiento. Así que el encargado del muelle endureció su corazón y se metió en su garita y Belacqua no tuvo más remedio que marcharse cojeando sobre sus lastimados pies, sin indulgencia, absolución ni perdón de ningún tipo.