Paul Auster
Delgado, casi enjuto, con una cabeza de singular perfil, tan elegante como su prosa y poblada por una cabellera gris peinada hacia atrás, Auster hace su entrada en el barcelonés CCCB como una estrella del rock, parapetado tras unas gafas oscuras de las que no prescinde ni para las fotos. "Estoy resacoso", se disculpa con una voz aguardentosa que delata una noche intensa. Aunque tanto su porte como el dibujo de su cuerpo le dan un aspecto bastante juvenil, el escritor norteamericano afronta el invierno de su vida bajo una escalofriante pregunta que recorre, implícita o explícitamente, su último libro: "¿Cuántas mañanas me quedan?". "Sí, me hago esa incómoda pregunta cada día de mi vida desde hace algún tiempo. Soy muy consciente de que me quedan menos años por delante. Si dividiéramos la vida en cuatro partes es evidente que yo ya me encuentro en el invierno. Y no me asusta admitirlo. Es más, intuyo que se acerca el momento de ser abuelo y me hace ilusión. Mi hija Sophie, que se autodefine como "judiruega" debido a los orígenes noruegos de su madre mezclados con los míos, judíos, tiene ya veinticinco años, o sea que cualquier día me da la noticia". Afirma encontrarse sereno y sentirse más sabio a medida que pasan los años, aunque el haber entrado en la tercera edad le impone respeto, no puede negarlo. "Ahora ya soy más viejo que mi padre cuando murió, y eso no deja de impresionarme", añade.
"En este libro introspectivo decidí usar mi propio cuerpo como guía -continúa-, investigando y explorando lo que ha representado vivir en su interior durante estos sesenta y cinco años. Está planteado como un dietario sensorial, en el que reviso mis cicatrices corporales y me desinhibo al desnudarme emocionalmente, aunque ésta no ha sido la primera vez que lo he hecho. Ya transité de modo parecido en El cuaderno rojo y en A salto de mata", aclara. "Y esto no responde a la idea de que yo me considere un personaje interesante, ni mucho menos -añade con modestia-, sino que estas páginas son un ejercicio de investigación casi científica, en las que me observo como si fuera una rata de laboratorio y el investigador (en este caso el propio autor) ha decidido plasmar el resultado de lo que ha visto en un libro".
Aferrado al recurso estilístico de la segunda persona para poder establecer un diálogo más franco y más desnudo Auster, casi transmutado en un copyright que convierte en oro todo lo que lleva su firma, transita con emoción por el episodio de la muerte de su madre, de igual modo que en La invención de la soledad recorrió la experiencia de la pérdida del padre. Los recuerdos y las vivencias se suceden, unos tras otros, extraídos directamente de la memoria "ya que nunca he escrito un diario como tal que me haya acompañado durante toda mi vida -explica. Aquí he rebuscado en mis recuerdos, sin recurrir a la ficción puesto que se trata de un libro autobiográfico. Es interesante recordar y analizar las conexiones que se producen entre los episodios que guardamos en la memoria. Por ejemplo, relato el momento en que un rayo cae sobre un niño, un recuerdo infantil, y lo relaciono inmediatamente con el trueno que sonó con gran estruendo en el momento en que Siri y yo nos estábamos casando. Durante la boda, en ese preciso instante en que pronunciamos el sí, esa imagen vino inmediatamente a mi cabeza ".
Auster empezó a escribir Diario de invierno el 3 de enero de 2011, durante un gran temporal de nieve y frío que sumió Nueva York en un caos que duró varios días. "En realidad no fue nada premeditado -cuenta-, sino que la idea de componer un diario surgió de modo espontáneo. El impulso de escribir se apoderó de mí y me dejé llevar. Enseguida tomó forma y ya desde el principio lo concebí como una composición musical, una fuga o una sonata para piano en la que las notas suben, bajan, avanzan y retroceden. Este libro no es un relato sino una sucesión de experiencias que se suceden con un ritmo y aparecen tal y como las tengo almacenadas en mi memoria. Y en ellas mezclo la descripción de las casas donde he vivido, un accidente de coche, las marcas de mi piel, el descubrimiento del sexo o un partido de béisbol. Escribí muchísimo ya desde el principio, y luego tuve que seleccionar lo que iba a incluir en este dietario".
Como conclusión a este emocionante viaje introspectivo, escrito con sinceridad pero sin sentimentalismos gratuitos, el autor destaca "el empate": "Me ha gustado verme delante del espejo durante todos estos meses. He repasado mi historia interna, mis luchas, mis gozos, mis frustraciones, mis miedos, mis dichas... y puedo afirmar que en mi vida ha habido un empate entre las cosas malas y las cosas buenas. Me parece una conclusión valiosa".