Puerta de entrada a la Ciudad Prohibida. Grabado anónimo holandés del siglo XVII

Traducción de Francisco J. Ramos. Debate. Barcelona, 2012. 508 pp., 24'90 e. Ebook: 16'99 e.



Corren tiempos difíciles para presentar una crónica -y lo que constituye una defensa- del ascenso de Occidente a la supremacía y su influencia sin parangón a la hora de fraguar el mundo actual. Occidente está a la defensiva, desafiado en lo económico por el auge de China y, política y militarmente, por una oleada de odio islamista. Puede que un desafío de tal envergadura sea interno. El estudio de la civilización occidental, que dominó la educación estadounidense después de la Primera Guerra Mundial, ha sufrido ataques desde hace mucho tiempo, y cada vez resulta más difícil encontrarlo en escuelas y universidades. Cuando se estudia Occidente, se le difama por su historia de esclavitud e imperialismo, por una presunta adicción a la guerra y por la exclusión de las mujeres y las minorías raciales de sus derechos y privilegios. Algunos critican su estudio por considerarlo estrecho de miras, limitador, arrogante y discriminatorio, y aseguran que entraña poco o ningún valor para aquellos que no son de origen europeo, o que interesa sobre todo como un ejemplo horrendo.



Niall Ferguson (Glasgow, 1964) no comparte ese parecer. Este catedrático de la Universidad de Harvard y la Harvard Business School, que es muy consciente de los fallos e imperfecciones de Occidente, rechaza de plano la idea de quienes no encuentran nada valioso en él y tacha su postura de "absurda". Reconoce aspectos positivos y negativos, y llega a la conclusión de que, en comparación con otras civilizaciones, "se impuso" la vertiente más positiva.



Muchas de las observaciones de Civilización: Occidente y el resto no le procurarán a Ferguson amistades entre los modernos del academicismo actual. Censura a los detractores que hablan despectivamente de "eurocentrismo" como si se tratara de un "prejuicio de mal gusto". "La revolución científica fue, de acuerdo con cualquier criterio científico, "totalmente eurocéntrica". Ferguson muestra el debido respeto por las aportaciones intelectuales y científicas de China y el Islam, pero deja claro que la ciencia y la tecnología modernas son fundamentalmente productos occidentales. Pregunta si cualquier Estado no occidental puede adquirir conocimientos científicos sin aceptar otras instituciones occidentales clave como "los derechos de la propiedad privada, el Estado de derecho y un Gobierno verdaderamente representativo". Ferguson está tan pasado de moda que defiende el imperialismo: "Es una verdad reconocida de manera casi universal en las escuelas y las universidades del mundo occidental que el imperialismo es la causa original de casi todos los problemas modernos… una coartada oportuna para dictadores voraces como Robert Mugabe, de Zimbabue". Contradiciendo a los historiadores que "representan a las autoridades coloniales como el equivalente moral de los nazis o los estalinistas", señala que en gran parte de los países asiáticos y africanos "la esperanza de vida empezó a mejorar antes de que terminara el gobierno colonial europeo".



Ferguson no trata de realizar una investigación exhaustiva de las numerosas acusaciones vertidas contra Occidente ni una defensa contra las mismas. Por el contrario, aborda una pregunta interesante y compleja: "¿Por qué desde 1500, aproximadamente, unas cuantas entidades políticas del extremo occidental de la masa continental euroasiática consiguieron dominar al resto del mundo?". El método del libro, afirma, es contar "una gran historia", además de otras muchas de menor calado, pero esa no es una descripción adecuada. Más que una narración cronológica, Ferguson presenta seis capítulos de lo que él denomina "aplicaciones estrella", cada una de las cuales trata un elemento importante en su respuesta a la cuestión de la dominación occidental: 1) competencia, entre los Estados europeos y dentro de ellos; 2) ciencia, empezando por la revolución científica de los siglos XVI y XVII; 3) el Estado de derecho y el Gobierno representativo, basado en los derechos de la propiedad privada y la representación en las legislaturas electas; 4) la medicina moderna; 5) la sociedad de consumo consecuencia de la Revolución Industrial; y 6) la ética laboral. Todo esto, sostiene, fue crucial para el aumento del poder de Occidente, pero débil o inexistente en otras sociedades.



La excelencia en esas categorías, afirma Ferguson, podría explicar el asombroso auge de Occidente, pero a finales del siglo XIX, "el resto", sobre todo Japón, empezó a ponerse a su altura en todo, excepto en la competencia interna y el Gobierno representativo. En los años cincuenta, varios Estados del este de Asia, especialmente y de manera cada vez más marcada China, realizaron grandes avances en la modernización económica y ahora compiten con éxito contra Occidente. En la actualidad, señala, estamos experimentando "el final de 500 años de dominación occidental", y pronostica la posibilidad de un choque entre las fuerzas en declive y las ascendentes. Ferguson se pregunta "si los más débiles pasarán de la debilidad a un desmoronamiento total". Y lo que es peor, el autor ve la crisis económica actual como "un acelerador de una tendencia ya instaurada de relativo ocaso occidental". Le preocupa que pueda llegar un momento en que una "mala noticia aparentemente aleatoria, por ejemplo un informe negativo de un organismo de calificación", siembre el pánico entre los inversores y pierdan la confianza en el crédito de Estados Unidos. Esto podría precipitar un desastre, "ya que un sistema adaptativo complejo se ve en un gran apuro cuando una masa crítica de sus integrantes pierde la fe en su viabilidad".



No obstante, Ferguson no ha tirado la toalla respecto a Occidente; todavía goza de más "ventajas institucionales que el resto". La falta de competencia política, el Estado de derecho y la libertad de pensamiento y de prensa ayudan a explicar por qué países como China, Irán y Rusia "van a la zaga de los países occidentales en unos índices cualitativos que miden el ‘desarrollo de la innovación nacional' y ‘la capacidad innovadora nacional". Aun así, sus esperanzas de una prosperidad continuada no parecen muy sólidas. Si bien el "paquete occidental" ofrece "las mejores instituciones económicas, sociales y políticas que existen", se pregunta si los occidentales todavía son capaces de reconocerlo.



Un elemento fundamental de todo esto es la formación, sobre todo en lo que respecta a la historia, y Ferguson se siente consternado por el declive de la enseñanza y el conocimiento de la historia en el mundo occidental. Su conclusión no es muy alentadora: "La mayor amenaza para la civilización occidental no la constituyen otras civilizaciones, sino nuestra pusilanimidad y la ignorancia histórica que la alimenta".



Civilizacion forma parte de la solución que plantea, pero todavía precisamos una crónica completa de las causas y las consecuencias y del papel del azar frente a la fuerza de la tradición heredada. En general, Ferguson reivindica un retorno a la educación tradicional, ya que, "en su esencia, una civilización son los textos que se enseñan en sus escuelas, aprendidos por sus estudiantes y rememorados en tiempos de tribulación". Con esto se refiere a los Grandes Libros, y en especial a Shakespeare. Los mayores peligros a los que hacemos frente probablemente no sean "el auge de China, el islam o las emisiones de CO2", escribe, sino "la pérdida de fe en la civilización que heredamos de nuestros antepasados".