Foto: Vincent Bosch
James Gleick nos ofrece en este libro un viaje por el tiempo y el espacio, desde el lenguaje de los tambores africanos hasta la creación de Google.
James Gleick, nacido en Nueva York en 1954, es uno de los mejores periodistas científicos de nuestros días, autor de un aclamado libro sobre la teoría del caos (Caos: la creación de una ciencia, Crítica). Él no se siente agobiado por el "exceso de información", ni padece la "ansie- dad" ni la "fatiga" de la información. Advierte, eso sí, que para navegar en el océano de la información necesitamos instrumentos de filtro y de búsqueda. En otro tiempo los habríamos llamado maestros, pero hoy incluyen buscadores inanimados como Google e iniciativas colectivas, anónimas y en perpetuo cambio como Wikipedia, elementos quizá de ese "cerebro mundial" que H. G. Wells (sí, el de La máquina del tiempo) pedía en 1938. Otros instrumentos más tradicionales, los libros, son también muy útiles y entre ellos destacan aquellos en los que autores bien documentados y con dotes para la comunicación exploran un tema de dimensión universal. En la lista de los cien mejores libros de 2011 elaborada por el New York Times (accesible por supuesto en Internet) encuentro de entrada cuatro de ese tipo: el de Steven Pinker sobre el declive mundial de la violencia (The better angels of our nature: why violence has declined), el de Charles Mann acerca del intercambio de poblaciones, cultivos y gérmenes que se produjo tras la llegada de Colón a América (1493: uncovering the new world Columbus created), el de Daniel Yergin sobre la energía (The quest: energy, security and the remaking of the modern world) y por supuesto el de Gleick que comentamos, el único que ha sido ya traducido al español.
Como cabía esperar de un enamorado de la teoría del caos, Gleick no ha dado a La información una estructura que sea fácil de describir. El lector se encuentra inmerso en una charla a menudo fascinante con un interlocutor que salta con entusiasmo de un tema a otro, a veces cuando desearíamos que siguiera un poco más con el anterior. Yo prefiero los libros de estructura más clásica, como los de Pinker, quizá porque soy un hombre del siglo pasado, pero lo cierto es que, Gleick nos ofrece un apasionante viaje por el tiempo y el espacio, desde el lenguaje de los tambores africanos, el sistema de transmisión instantánea de mensajes a distancia más sofisticado que la humanidad ha diseñado antes del código Morse, hasta la creación de Google, el que proliferan los estímulos para la reflexión. Uno de sus grandes méritos es que salva ese barranco entre el mundo de las ciencias y el de las humanidades que constituye uno de los peores males de nuestra cultura. Debo decir, no sin admitir previamente la deficiencia de mi propia formación científica, que no se puede entender algo de la realidad sin conocer la segunda ley de la termodinámica y por ello me ha hecho feliz lo claramente que la explica Gleick en su capítulo sobre la entropía, en cuyas páginas asoman a menudo los pintorescos demonios de Maxwell.
A quienes tenemos poca familiaridad con los números quizá nos cueste un poco leerlo, pero otro de los capítulos a mi juicio más brillantes es el que se refiere a la aleatoriedad, con su explicación de por qué las secuencias aleatorias muy largas presentan la notable característica de que todos los dígitos aparecen con la misma frecuencia (motivo por el cual un acontecimiento aislado es imprevisible, pero en cambio aparecen regularidades en las estadísticas). También aparece en este capítulo una famosa anécdota, la del matemático inglés Hardy que un día de 1917 cogió un taxi para visitar a otro amigo matemático, Ramanujan, y al llegar le comentó que el número del taxi que había cogido, 1729, carecía de todo interés. Su amigo le hizo ver inmediatamente lo equivocado que estaba, pues se trata del número más pequeño que puede expresarse como la suma de dos cubos de dos maneras diferentes. Como historiador, nunca había tenido en estima a 1729, pues fue un año en que no ocurrió nada muy notable (salvo la fundación de Baltimore, que nunca agradeceremos bastante los admiradores de The Wire), pero ahora lo considero un número respetable. Se le conoce como número Hardy-Ramanujan y evidentemente tiene página en Wikipedia, en inglés y en español.
Otros dos capítulos excelentes, que versan sobre los genes y los memes, tienen en parte un protagonista común, el biólogo Richard Dawkins, quien no es sólo el más famoso promotor del ateísmo en nuestros días, sino un pensador del mayor interés, suficientemente popular como para tener página en Wikipedia en unos sesenta idiomas. La fascinante historia del descubrimiento de los genes no podía faltar en una historia de la información, porque reveló nada menos que el código de instrucciones escrito en un lenguaje químico de cuatro dígitos en que se fundamenta el ADN, al que algunos llaman vida. Los genomas de todas las especies vivientes, copiados con ligeras variantes en los cromosomas de cada uno de los individuos que las componen, forman una colosal biblioteca, ante la cual palidece la de Borges, todos cuyos volúmenes sólo contienen cuatro caracteres. La gran aportación que hizo Dawkins a nuestra comprensión de la genética, en su libro de 1976 El gen egoísta, fue su tesis de que el rasgo esencial de los genes es su capacidad de replicarse (son unidades de información que se autocopian) y que los individuos son el medio del que se valen para hacerlo, algo que ya había intuido el novelista decimonónico Samuel Butler al afirmar que una gallina es el medio que utiliza un huevo para hacer otro huevo. Y a ello añadió la observación de que existen otras unidades de información que se replican a sí mismas, a las que bautizó como "memes": se trata de las ideas, las imágenes, los eslóganes o las melodías que pueblan nuestras mentes. En el mundo de Dawkins ni los genes ni los memes tiene conciencia, pero tienen "intereses", que no coinciden con los nuestros. ¡La información autorreplicante nos invade!