Nacido 1961, en Bari, Gianrico Carofiglio es magistrado de profesión. Como procurador antimafia de su provincia, ha participado en numerosos y significativos casos de crimen organizado, corrupción, prostitución y esclavitud sexual. Su primera novela, Testigo involuntario -que inicia la serie del abogado Guido Guerrieri- ha sido un éxito de ventas y público y ha obtenido numerosos galardones, como el XXVI Premio Città di Chiavari, el Premio Città di Cuneo de Primera Novela, el Premio del Giovedì Marisa Rusconi, el Premio Rhegium Julii y el Premio Fortunato Seminara-Opera Prima. En su traducción al inglés, ha representado a Italia en el prestigioso Impac Dublin Literary Award.



A continuación presentamos el comienzo de su nueva obra, El silencio de la ola, que aborda la pérdida y la fragilidad del ser humano. Una mujer que huye del pasado. Un niño que huye de la realidad. Y un hombre atrapado por un lejano pecado. Tres historias, tres personajes y las infinitas posibilidades de la redención del alma humana. El propio autor ha confesado que «quería hablar sobre la fortaleza humana para remontar las caídas, sobre las pequeñas (o no tan pequeñas) y heroicas batallas de cada día».





Uno

Era la tercera vez que se cruzaba con ella, en el portal del doctor, siempre un lunes y siempre a la misma hora. Estaba seguro de que ya la había visto antes, pero no habría podido decir dónde ni cuándo.



Probablemente ella era también una paciente y tenía hora a las cuatro, se dijo mientras subía las escaleras hacia la consulta del médico.



Se escuchó el sonido del timbre, la puerta se abrió poco después y el doctor le hizo pasar. Como de costumbre, recorrieron el pasillo en silencio, entre estanterías llenas de libros, llegaron a la consulta y tomaron asiento. Roberto delante del escritorio, el doctor detrás.



-¿Y bien? ¿Qué tal se encuentra hoy? La última vez estaba de un humor de perros.



-Hoy va mejor la cosa... No sé por qué, mientras subía las escaleras, me ha venido a la cabeza una vieja anécdota de mis primeros años en los carabinieri.



-Cuéntemela.



-Cuando salí de la academia de suboficiales me destinaron como vicebrigadiere a un pequeño pueblo de la provincia de Milán.



-¿Es normal que ese fuera su primer destino?



-Sí, totalmente normal. El pueblo era un lugar tranquilo. Demasiado tranquilo, incluso; nunca pasaba nada. El comandante (un mariscal ya mayor) era un tipo pacífico y tendía a arreglar las cosas por las buenas. Creo que hasta le disgustaba hacer detenciones, algo que, por otra parte, solo ocurría muy de cuando en cuando. Algún ratero, algún camello de poca monta, como mucho.



-¿Y a usted le gustaba?



-¿Perdone?



-¿Le gustaba arrestar a la gente?



Roberto vaciló unos segundos.



-Dicho así, suena muy mal, soy consciente de ello, pero la verdad es que sí. El verdadero policía (y no todos los carabinieri, ni todos los policías, lo son) vive para hacer detenciones. Desde un punto de vista profesional, quiero decir. Si haces bien tu trabajo, tarde o temprano quieres ver resultados. Y el resultado del trabajo policial, no nos engañemos, es ese: ver a alguien entre rejas.



Roberto se quedó pensando en lo que acababa de decir. Era algo que se daba por sentado, pero la idea, expresada de forma rotunda y en voz alta, adquiría un significado inesperado y desagradable. Sacudió la cabeza y se esforzó en volver a la historia que quería contar.



-Un día estaba en la barbería cuando escuché gritos en la calle; inmediatamente después, vi a una mujer que huía arrastrando a un niño con ella. Me levanté de un brinco, tiré la toalla, y el barbero me dijo, muy alarmado, que no fuera a hacer una gilipollez. Pensé que estábamos en el Norte y que por eso me había dicho algo así. Esas cosas pasan en el Sur. Luego le dije que yo era carabiniere, aunque él lo sabía de sobra, salí y alcancé a la mujer que estaba huyendo.



-¿Qué había pasado?



-Estaban atracando un banco, a unos pocos metros de distancia.



-¡Ah!



-Lo recuerdo todo perfectamente. Saqué la pistola, la monté, la desamartillé para evitar que se disparase accidentalmente, y me dirigí hacia allí. Cuando llegué a la esquina, justo antes de la entrada del banco, vi un Volvo con el motor encendido, pero sin nadie dentro.



-¿Estaba delante del banco?



-No, estaba detrás de la esquina. A unos metros escasos de la entrada, pero en una perpendicular. El banco estaba en la calle principal. Entré en el coche, apagué el motor y cogí las llaves.



-Pero ¿por qué habían dejado el coche sin vigilancia?



-Los dos tipos que habían entrado en el banco estaban tardando mucho y el conductor había ido a decirles que se dieran prisa. Esto, obviamente, lo descubrimos luego. Justo cuando acababa de doblar la esquina los vi salir. Intenté acordarme de lo que me habían dicho en la academia sobre cómo actuar en una situación semejante.



-¿Qué le habían dicho?



-Que no hiciera el gilipollas. Si se trataba de un robo tenía que pedir refuerzos y observar la situación, evitando intervenciones en solitario.



-El barbero no iba entonces tan descaminado...



-Cierto.



-¿Y entonces...?



-En esos momentos me olvidé de las instrucciones.



-Supongo que iban armados...



-Dos pistolas. Cuando los vi salir les di el alto. Me acordaba perfectamente de cómo se hacía porque lo había ensayado muchas veces, yo solo, esperando a que llegara mi primera ocasión.



Roberto pensó que nunca le había contado a nadie aquella historia y tuvo la sensación de que detrás de aquel recuerdo se agolpaban muchos otros más. Durante unos instantes se sintió sobrepasado y pensó que no iba a ser capaz de decir nada más. Que no podría seguir hablando porque no iba a saber escoger qué contar.



-Así que les dio el alto... ¿Y qué ocurrió después?



La voz del doctor volvió a poner en marcha el mecanismo que estaba a punto de quedarse atascado.



-En el informe mis superiores escribieron que los ladrones abrieron fuego y que el vicebrigadiere Roberto Marías respondió con su arma reglamentaria. Pero no sé quién disparó primero.



Lo único seguro es que, unos segundos después, uno de los ladrones yacía en el suelo, delante de la entrada del banco, y que los otros dos se estaban dando a la fuga. Lo que sucedió inmediatamente después es lo que recuerdo mejor. Me arrodillé, apunté y vacié el cargador.



Roberto contó el resto de la historia. Abatió a otro ladrón, al que hirió en una pierna. Al tercero lo detuvieron más tarde. El que resultó herido delante del banco estuvo muy grave, pero salió de aquello. A los pocos días del tiroteo, el comandante del núcleo operativo convocó a Roberto, le dio la enhorabuena, le dijo que, sin duda, iba a recibir una condecoración y le propuso el traslado a Milán. Roberto aceptó y fue así como se encontró, con menos de veintitrés años, haciendo el trabajo por el que había entrado en los carabinieri: investigador.



-Entonces, ¿fue así como empezó todo? -preguntó el doctor.



-Así fue como empezó todo, sí.



-¿Y dice que ha recordado esta historia mientras subía las escaleras para venir aquí?



-Así es.



-¿Y antes quería hablarme de alguna otra cosa?



-Sí. Quería contarle un sueño que tuve anoche.



-¿Con qué soñó?



-Con el surf. Soñé que cabalgaba sobre las olas.



-¿Con una tabla de windsurf?



-No, de surf.



-¿Ha practicado alguna vez ese deporte?



Roberto permaneció en silencio durante un buen rato, siguiendo con la mirada olas lejanas y silenciosas, pensando en el áspero aroma del océano, pero sin conseguir evocarlo.



-Hacía surf de chaval, hasta que vine a vivir a Italia, con mi madre.



Intentó continuar con su relato pero, luego, o no encontró las palabras o no encontró los recuerdos, o quizá le faltó el valor necesario, y permaneció en silencio, evitando la mirada del doctor.



Este dejó que pasara un par de minutos; luego dijo que por esa tarde ya había sido suficiente.



-Nos vemos el jueves que viene.



Roberto lo miró fijamente, esperando que añadiese algo. Siempre parecía que estaba a punto de añadir algo, pero no lo hacía nunca. Nos vemos el lunes que viene. Nos vemos el jueves que viene. Y punto. Siempre salía de la consulta con una vaga sensación de frustración que, sin embargo, en los últimos tiempos, se acompañaba también de un principio de alivio.



* * *



La vida había empezado a asumir una apariencia de orden después de muchos meses a la deriva. Para empezar, conseguía dormir. Con ayuda de la medicación, de acuerdo, pero lo de ahora no era nada comparado con lo de hacía apenas unos meses, cuando tenía que aturdirse con cosas más fuertes para caer en un sueño metálico y mortal.



Había vuelto a hacer algo de ejercicio; de tanto en tanto, intentaba leer el periódico; ya no bebía apenas y había reducido a menos de diez el número de cigarrillos que fumaba al día.



Y, además, estaban los paseos.



El doctor le había aconsejado que diese largos paseos. Lo bastante largos como para volver a casa cansado o, mejor aún, exhausto. Él le había expresado todo su escepticismo al respecto, pero se había resignado, igual que se resigna uno a una prescripción médica -¿no se trataba de eso, por otro lado?- y, casi inmediatamente, se había dado cuenta, con asombro, de que lo de los paseos, por el motivo que fuese, funcionaba.



Se concentraba en los pasos, repitiendo mentalmente la secuencia del movimiento. Talón, punta, impulso, lanzar el pie. Y, de nuevo, talón, punta, impulso, lanzar el pie. Así hasta el infinito, como si se tratase de un mantra. Esa inusual toma de conciencia ejercía sobre él un efecto hipnótico y actuaba como un drenaje con sus malos humores. A veces, Roberto caminaba durante tres, cuatro horas seguidas y sentirse cansado al final le parecía algo sano, algo que no se parecía en nada al agotamiento y la neblina de los meses anteriores.



No es que dejase de pensar mientras caminaba. Eso hubiera sido lo mejor. Pero dar pasos rápidos, concentrándose en el movimiento, impedía que los pensamientos permanecieran demasiado tiempo aferrados a su cabeza. Asaltaban su mente, pero se deslizaban de ella rápidamente, dejando el sitio a otros.



Los días y las semanas habían cobrado un ritmo. La semana gravitaba en torno a los dos días en los que tenía hora con el psiquiatra, el lunes y el jueves. El día giraba alrededor de sus paseos interminables e hipnóticos. A veces, alguno de sus compañeros le llamaba por teléfono para quedar con él, a tomar un café o comerse una pizza. Al principio rechazaba amablemente esas invitaciones, pero los compañeros insistían y, al final, se dio cuenta de que le costaba menos trabajo aceptar que no hacerlo. Secundaba la forma de actuar, solícita y cautelosa, del colega en cuestión, aguardando impaciente el momento en el que pudiese despedirse de él e irse. Había instantes en los que se sentía como manteniéndose en equilibrio sobre un abismo. Pero luego regresaba a casa y encendía el equipo de música o la televisión, hasta la hora de tomar la medicación y caer en su sueño químico.