Panorámica del palacio de Westminster y el Big Ben, ahora rebautizado como "Torre de Isabel"
El libro de Peter Ackroyd es un trabajo minumental, excelentemente documentado y seductor, en la tradición de la alta divulgación inglesa.
Excelente biógrafo, Peter Ackroyd (1945) ha abordado el estudio de Londres con la misma perspectiva que ha empleado con Shakespeare, Tomás Moro o Dickens. Sin renunciar al rigor historiográfico, ha logrado trascender el dato para captar el espíritu de una ciudad "en un estado continuo de gula y deseo". Londres nunca se ha significado por su naturaleza compasiva. Daniel Defoe ya apuntó que todo deviene mercancía en una ciudad de comerciantes. Ackroyd nos recuerda que Londres es un cuerpo atormentado por las plagas y los fuegos. De hecho, considera que es tentador recurrir al símil de un tumor o un gigante deforme, lo cual no anula el dinamismo y la creatividad de un espacio que actúa como un hervidero de ideas, polémicas e intercambios. Ackroyd advierte que no es un moralista, sino un "londinense accidental" que se enfrenta al pasado con el ánimo de un paseante sin miedo al contraste, la desmesura o la paradoja. De entrada, el nacimiento de Londres es un misterio, pues aunque se estima que fue fundada en el año 43 por los romanos después de la conquista de Britania, parece indiscutible que ya existían con anterioridad asentamientos humanos. De hecho, el nombre de la ciudad podría ser de origen celta. En Historia Regum Britanniae, Geoffrey of Monmouth afirma que "Londres" deriva del Rey Lud. Ackroyd se muestra escéptico con esta teoría y no oculta su simpatía hacia la tesis según la cual el nombre de Londres procede del adjetivo celta "londos", que significa feroz. No es una posibilidad descabellada, si nos atenemos a su historia de matanzas y confrontaciones.
Londres ha sufrido la violencia desde su remoto nacimiento. En el año 61, Boudica, reina de los icenos, asaltó la ciudad y la destruyó por entero, sin respetar la vida de niños, mujeres o ancianos. En los siglos posteriores, los daneses lanzaron un ataque tras otro para apoderarse de sus bienes. La epidemia de peste de 1348 no se mostró menos implacable, exterminando a un tercio de la población. Durante la Segunda Guerra Mundial, los bombardeos de la Luftwaffe causaron 30.000 víctimas mortales. En 1952, la niebla, más intensa de lo habitual y con altos índices de azufre, mató a 12.000 personas. El 7 de julio de 2005, cuatro terroristas suicidas acabaron con la vida de cincuenta y seis viajeros de de metro y autobús. Este historial de violencia convive con una temprana vocación comercial. Tácito afirma que desde sus inicios Londres destacó por su prosperidad económica. Esa bonanza no impidió que el ruido y los malos olores afectaran gravemente a la vida cotidiana. El teatro y las tabernas se convirtieron muchas veces en refugios de rufianes y escenarios de graves altercados. La escandalosa pobreza no contribuyó a la paz social. En el siglo XIII había 2.000 indigentes entre una población de 40.000 ciudadanos. La miseria que Dickens relatara en el XIX no constituye una novedad. El ejército de menesterosos que pulula por sus calles es tan antiguo como el Támesis.
La picota no se abolió en Londres hasta 1837. Los ahorcamientos públicos convocaban a las multitudes y los verdugos gozaban de una notable fama. Los condenados acudían a su cita con la muerte cuidadosamente engalanados. Los hombres a veces rescataban su vestido de novio y las muchachas se ataviaban con trajes blancos y pañuelos de seda. Los burdeles y una alegre promiscuidad siempre han acompañado a la ciudad, pero la tolerancia en materia sexual a veces se hallaba asociada a las obscenas desigualdades materiales y sociales. En el siglo XVIII, los viajeros relataban que niñas de doce años se ofrecían a cambio de unas pocas monedas. Durante la Revolución industrial, la clase trabajadora sufrió un doloroso proceso de deshumanización que hizo exclamar a Engels: "en ningún otro lugar se aprecia tan desvergonzadamente el aislamiento y la indiferencia entre los seres humanos". Al referirse al área urbana de East End, Ackroyd asegura que las muertes atribuidas al célebre Jack el Destripador "las provocan las mismas calles; el East End es el auténtico destripador". Lenin y Trotsky visitaron la zona, comprobando que el anarquismo y el bolchevismo se habían arraigado en la comunidad, principalmente gracias a los inmigrantes alemanes y rusos, pero el hecho de que el East End pueda considerarse "uno de los primeros reductos del comunismo mundial" no significó que se produjera ninguna revuelta importante. Los barrios miserables de Londres eran demasiados extensos y dispersos para organizar una sublevación semejante a la de la Comuna de París en 1871. Londres fue el cobijo de grandes revolucionarios y científicos, como Marx y Darwin, pero nunca tuvo su propia revolución, si exceptuamos el enfrentamiento entre Carlos I y el Parlamento o la Revolución gloriosa que derrocó a Jacobo II. Ambos acontecimientos constituyeron luchas por el poder entre las élites y no verdaderas revoluciones.
Londres: una biografía es un trabajo monumental, meticuloso, excelentemente documentado y enormemente seductor del que conocimos una primera versión, ahora completada, en 2002. Podemos adscribirlo a la tradición de la alta divulgación inglesa, pero no está de más señalar su parentesco con la ambiciosa Historia de la vida privada de George Duby. Sin entrar el rigor metodológico de la Escuela de los Annales, Ackroyd ha estudiado la ciudad desde dentro, transformando las evidencias en vivencias. Londres bajo tierra, trabajo complementario que explora el subsuelo (túneles, cloacas, red metropolitana), completa un fresco que contempla todos los aspectos de una ciudad con tantos estratos y dimensiones como el ser humano. "Londres -finaliza Peter Ackroyd- es la ciudad infinita que supera cualquier límite". Es difícil rebatir esa afirmación. Ninguna ciudad es eterna, pero Londres es tan inagotable como la vida y su destino parece ligado al porvenir de una Europa a la que ha abrazado y repudiado con idéntico fervor.