Descreído y cínico, pero también pisando tierra, Gore Vidal veía acercarse a la muerte cuando en 2008 publicó el segundo tomo de sus memorias bajo el sugerente título 'Navegación a la vista' (Mondadori, 2008), que venía a explicar que aquello que ahora contaba era una suerte de travesía sin mapa, un conjunto acaso algo desordenado de pasajes de su intensa biografía. Todas sus obsesiones, sus grandes temas, sus filias culturales, sus fobias políticas, su innato pesimismo y sus contradicciones (una firme oposición al poder pero dentro del sistema del stablisment) están en este libro marcado, sin embargo, por un tono casi elegíaco, de despedida. Pero su súper ego, también presente, no dejó en estas páginas lugar a la tristeza: Gore Vidal sabía que se marchaba pero le daba igual, porque el mundo le parecía ya mucho más feo que en los tiempos de Greta Garbo, Marilyn, Tennessee Williams y Nureyev, personajes de esta gran cabalgata de nombres y anécdotas del siglo XX de la que fue testigo.



A continuación reproducimos las primeras páginas del libro, en las que habla de la influencia del cine en su generación y de cómo este arte fue arrinconando a la literatura.




La influencia del cine en mi generación: historia de fondo

Mientras me muevo ahora, espero que con elegancia, hacia la puerta con el letrero de "Salida", se me ocurre que lo único con lo que realmente he disfrutado ha sido con el cine. El Sexo y el Arte siempre han tenido prioridad sobre el cine, por supuesto, pero ni uno ni otro han resultado nunca tan fiables como la filtración de la luz actual a través de esa tira de celuloide en movimiento que vuelca imágenes y voces del pasado sobre una pantalla. Así, en un proceso aparentemente simple, se proyecta la historia. (Han permitido que el libro que escribí sobre este tema se agotara y por eso retomo aquí su principal argumento.)



Como escritor y activista político he acumulado varios trofeos neblinosos en mi equipaje de melancolía. Unos reales, otros imaginados. Unos obtenidos de la vida, tal como es; otros de las películas, tal como son. A veces no es fácil distinguir unos de otros en el tiempo, donde estamos y donde estuvimos. ¿Estoy despierto o soñando?



Nací el 3 de octubre de 1925, el mismo día que Thomas Wolfe, el novelista, no el periodista, cumplía veinticinco años. He vivido tres cuartos del siglo XX y cerca de un tercio de la historia de los Estados Unidos de América. "En pocas palabras, ¿cuál ha sido su impresión hasta ahora, señor Vidal?", como suelen preguntar los entrevistadores impacientes. "Bueno, podría haber sido peor." Empiezo con un eufemismo calculado. Luego la grabadora japonesa empieza a parpadear y, mientras el entrevistador intenta arreglarla, me pide que le describa, confidencialmente, cómo era en realidad Marilyn Monroe. Como apenas la conocí, se lo digo.



Es un fenómeno universal que, ya se esté en Harvard, en Oxford o en la Universidad de Bolonia, tras la diligente toma de posturas sobre temas de interés profesional, como la semiología, el hielo no se rompe hasta que alguien saca a colación el cine. De pronto todos se vuelven atentos y expertos. Hay verdadera pasión cuando hablamos del declive del interés por Fellini en los últimos años (más adelante volveremos a él), o de los curiosos contornos de Madonna y de si ya han sobrepasado la en su día controvertida frontera de la simple androginia, llegando a un continuum sexual totalmente nuevo. El cine es la lengua franca del siglo XX. La Décima Musa, como lo llaman en Italia, ha expulsado a las otras nueve del Parnaso, o al menos de la cúspide.



Hace poco comenté de pasada ante un magnetófono que hubo un tiempo en que fui un novelista famoso. Cuando se me aseguró, educadamente, que todavía era conocido y leído, me expliqué. No hablaba de mi caso particular, sino de una categoría a la que pertenecí y que ahora ha dejado de existir. Yo sigo aquí, pero la categoría no. Hoy día hablar de un novelista famoso es como hablar de un ebanista o un diseñador de lanchas motoras famoso. El adjetivo no se corresponde con el sustantivo. ¿Cómo va a ser famoso un novelista (al margen de lo conocido que pueda ser a título personal para la prensa) si la novela en sí tiene tan poca trascendencia para la gente culta y menos aún para la población en general? La novela como instrumento educativo es cualquier cosa menos famosa.



Actualmente no existe el novelista famoso, como tampoco existe el poeta famoso. Empleo el adjetivo en un sentido estricto. Según los entendidos, ser famoso es que se hable mucho de uno, por lo general bien. Es algo tan gris y deslucido como eso. Pero hace treinta años las novelas eran realmente leídas y discutidas por quienes no las escribían ni de hecho las leían. Un libro podía ser famoso entonces, mientras que ahora rara es la vez que el público menciona un libro, a menos que, como el El Código Da Vinci, esté siendo metamorfoseado en una película que atenta contra una creencia.



Al contrario de lo que muchos creen, la fama literaria no tiene nada que ver con la calidad de la obra o la verdadera gloria, ni siquiera con el hecho de que un escritor conste en el programa de estudios del departamento de literatura de una universidad, ya de por sí tan alejada del Ágora como el umbrío sendero de la Academia. Para cualquier artista, la fama se mide por el interés que ha despertado en el Ágora su última obra. Si lo que ha escrito solo lo conocen unos pocos profesionales o entusiastas (Faulkner comparó a los amantes de la literatura con criadores de perros, escasos pero apasionados hasta el extremo de la locura con el tema del linaje), entonces no solo no es famoso, sino que también es intrascendente para su época, la única que ha conocido; tampoco puede soñar con los ávidos lectores de un siglo posterior, como hizo Stendhal. Si las novelas y los poemas no interesan actualmente al Ágora, hacia el año 3091 no existirán si no es como objetos de interés monacal. Eso no es ni bueno ni malo. Simplemente no es famoso.



Los optimistas, como el difunto John Gardner, contemplaban la universidad como un gran y buen lugar donde la literatura seguiría siendo venerada y creada. Tal vez tenía razón, aunque no me gusta el aspecto de esos teóricos feroces que están derribando a hachazos los olivos de la Academia mientras siembran el río Cefiso de una cantidad considerable de algas, cuyo efecto en las aguas sagradas viene a ser el de un vertido de petróleo en la costa de Alaska. ¿Puede haber algún teórico literario famoso? Lamentablemente, no. El Ágora no tiene ningún interés en los juegos de salón, como no sea el bridge de contrato cuando uno de los jugadores es Omar Sharif. La teoría literaria es un juego de abalorios cuya recompensa para el jugador lúdico es saber que, una vez que lo domine, será tachado de ridículo por sus coetáneos.



Sin embargo, hace poco me reprendió una profesora de literatura por mis ataques "inmoderados" a los departamentos de literatura, que, según señalaba en un tono alarmante, me han costado mi aparición en el programa de estudios. De modo que desistiré y, como Jonás, esperaré a que los peces más grandes abran bien sus fauces y me engullan. Al fin y al cabo, si no constas hoy en un programa de estudios siempre habrá otro en la próxima década.



El mejor de nuestros críticos literarios fue V. S. Pritchett. Me parecen fascinantes sus descripciones de cómo era el mundo en su juventud proletaria. Los libros constituían una parte fundamental del Ágora de 1914. El londinense de a pie estaba empapado de literatura, particularmente de Dickens. La gente se veía a sí misma desde un punto de vista literario, se identificaba con prototipos dickensianos, mientras que el mismo Dickens había retratado a la gente de tal modo que el escritor y el Ágora estaban célebremente unidos; el uno definía al otro.



En Londres, Pritchett y yo éramos socios del mismo club. Una tarde que estábamos sentados en el bar, un obispo de cara verdosa estiró una de sus piernas enfundadas en medias litúrgicas e hizo tropezar a un mandarín de Whitehall de tez rosada. Mientras el caballero caía contra la pared, el obispo bramó: "¡Hereje pelagiano!". Yo observaba maravillado. Pritchett pareció muy satisfecho. "Nunca olvides -dijo- que Dickens era un novelista muy realista."



Hoy el cine ha reemplazado a la literatura. Tanto si la Décima Musa actúa en una pantalla de cine o dentro del tubo catódico, no puede haber otra realidad para nosotros, porque la realidad no empieza a tener significado hasta que se ha hecho arte a partir de ella. Para el Ágora, el Arte es ahora imagen y sonido, y los libros están cerrados. De hecho, la lectura de toda clase está de capa caída. La mitad de los norteamericanos nunca lee el periódico. La mitad nunca ha votado un presidente... ¿la misma mitad?



En 1925, el año en que nací, se publicaron Una tragedia americana, El doctor Arrowsmith, Manhattan Transfer y El gran Gatsby. Un bonito regalo de bienvenida, comenté a los Reyes Magos del PEN que rodeaban mi cuna, el cajón de un escritorio en Rock Creek Park, Washington, D. C. ¡Seré alguien que valga la pena!, proclamé; los pastores temblaron.



Por un momento hubo visos de que se había hecho realidad el sueño de Whitman de que el gran público engendraría a su vez grandes escritores. Actualmente Estados Unidos se sitúa en el puesto veintitrés a nivel mundial en cultura general. No sé qué posición ocupábamos entonces, pero por mucho que la cultura popular fuera una mezcla predecible de jazz, charleston y Billy Sunday, debíamos de contar, proporcionalmente, con más y mejores lectores que ahora; la literatura formaba parte de la vida y los personajes de las novelas contemporáneas, como Babbitt, se incorporaban al vocabulario, como había ocurrido en la juventud de Pritchett y anteriormente. Nuestro sistema de educación pública funcionaba bien. Seguramente los libros de lectura McGuffey de tiempos de mi abuelo ahora nos parecerían intolerablemente intelectuales.



Es cierto que la Décima Musa ya estaba instalada en lo alto del Parnaso, pero era muda. En realidad, el cine no era tan popular en los años veinte como lo había sido antes de la primera guerra mundial. Con todo, el año en que nací se estrenó La quimera del oro de Chaplin, y tenía dos años cuando salió no solo Los diez mandamientos de DeMille, sino también, sin duda por motivos de simetría, El demonio y la carne, con Greta Garbo; también tenía dos años cuando la Décima Musa pronunció de pronto las palabras amenazadoras: "Aún no has oído nada". Así empezaron las imágenes en movimiento y sonoras.



Vi y oí mi primera película en 1929. Mis padres seguían felizmente casados y, como una familia nuclear en fusión, fuimos al cine de Saint Louis, donde mi padre era director general de TAT, la primera línea aérea transcontinental que más tarde se fusionaría con la futura TWA.



Dicen que mientras recorría el pasillo, una actriz de la pantalla hizo una pregunta a otro personaje y yo le respondí, en voz muy alta. De modo que cuando las películas empezaron a hablar me dediqué a responder las preguntas dirigidas a unos personajes bidimensionales de unas treinta veces mi tamaño.



Mi vida ha discurrido en paralelo, si no en intersección, con toda la historia del cine sonoro. Aunque ya desde los seis años era un lector compulsivo, estaba tan fascinado con el cine que un sábado en Washington, D. C., donde crecí, vi cinco películas en un día. Requería tiempo, esfuerzo y dinero ver cinco películas en un día; ahora, con la televisión, los vídeos y los DVD, la pantalla ha entrado en nuestros hogares y todos somos comulgantes caseros.



No creo que a nadie le haya sorprendido nunca la noción de que lo importante no es qué son las cosas sino cómo se perciben. Percibimos el sexo, pongamos por caso, no tal como es de una forma demostrable sino como creemos que debería ser, según lo han distorsionado concienzudamente las iglesias y los colegios, y, de modo triunfalista, el cine, que es a fin de cuentas la única validación a la que debe someterse ese insulso mundo anterior que es la realidad.