Los presidentes George Bush, Obama, Bush JR, Bill Clinton y James Carter, en 2009

Simon & Schuster, Nueva York, 2012 298 páginas. 28 dólares

New York Times Book Review

Una noche, hace unos meses, mi hijo de siete años -que durante las primarias republicanas desarrolló un interés ligeramente obsesivo por la historia presidencial- me pidió que clasificase a los presidentes estadounidenses por orden de grandeza. Como se echaba encima la hora de ir a la cama, decidí hacerlo rápido. Me resultó fácil recitar de carrerilla los que tuvieron éxito (George Washington, Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt), y enumerar los que habían fracasado (James Buchanan, Andrew Johnson, Herbert Hoover, Richard Nixon), pero me volví loco para nombrar a los de la categoría intermedia. ¿Debía William McKinley estar más arriba o más abajo que Gerald Ford? ¿Y Martin Van Buren por encima o por debajo de Rutherford B. Hayes? Bostezando y con mi impaciente hijo presionándome, incluí al azar a Millard Fillmore, a Chester A. Arthur, a los Harrison, y con eso di por finalizado el asunto.



Aunque esta experiencia fue desesperante, resultó infinitamente más placentera que una tarea parecida que había realizado hace unos años. Los empresarios de C-Span consideraron que una única cifra numérica era un indicador demasiado rudimentario para representar algo tan complejo como el rendimiento ejecutivo. Tuve que asignar una nota del 1 al 10 a cada presidente en un gran número de categorías diferentes. ¿Cómo puntuaba a John Quincy Adams en "habilidades administrativas" y "relaciones con el Congreso"? ¿Qué puesto ocuparía James Garfield en "gestión económica" y "búsqueda de una justicia igual para todos"? (Nos permitían alegar conocimientos insuficientes en cualquier categoría, ¿pero qué gracia tendría eso?).



Acabé el estudio con la misma prisa con la que había acabado el de mi hijo, es decir, poniendo más cuatros, cincos y seises de lo que la trayectoria histórica sin duda justificaba. ¿Por qué existe un deseo tan fuerte de hacer algo tan absurdo? "Clasificar a los presidentes siempre ha sido uno de los juegos caseros favoritos de los estadounidenses interesados por la historia", escribió el científico político Clinton Rossiter en su obra clásica de 1956, The American Presidency [La presidencia americana], que es una frase que Robert W. Merry cita en su nuevo y divertido libro, Where they stand: The American presidents in the eyes of voters and historians. El ejercicio apela al niño de siete años que todos llevamos dentro, a la parte de nuestra psique que disfruta haciendo listas de los 25 mejores, nombrando los discos que nos llevaríamos a una isla desierta y hojeando el resumen de la historia del béisbol The New Bill James Historical Baseball Abstract. Tenemos una necesidad primaria de imponer orden en lo desordenado y de cuantificar lo incuantificable.



Merry, autor de varios libros entre los que se incluyen Taking on the world, una excelente biografía conjunta de los columnistas políticos Joseph y Stewart Alsop, aborda el juego de las calificaciones, muy prudentemente, con un espíritu sin pretensiones. Puede que mantener un tono malicioso sea la mejor opción para alguien que trata de escribir todo un libro sobre algo que, como confiesa el escritor, es un simple juego de salón. Acaba su informal prólogo con una invitación pícara: "¿Quieres jugar?" Merry, con breves resúmenes bien construidos de varias presidencias y con un sentido del ritmo, trata de imponer orden en el juego de las calificaciones y darle algún sentido. No afirma demasiadas cosas. La revelación que, según dice, puede tener algún valor es la idea de que a la hora de evaluar la trayectoria de los presidentes, los historiadores y los contemporáneos suelen coincidir.



Los presidentes que han durado dos legislaturas y los populares aguantan el paso del tiempo, señala Merry, mientras que los que fueron expulsados del cargo (William Howard Taft, Hoover, Jimmy Carter, George H.W. Bush) se arrastran a lo largo de las eras con la etiqueta de perdedor colgada en la espalda. La opinión de los ciudadanos y la opinión de los expertos, sostiene, coinciden en última instancia sobre las puntuaciones adecuadas. Uno de los problemas de este principio, como admite Merry, es que existen muchas excepciones. A Calvin Coolidge, que era sumamente popular en su época, se le juzga hoy en día por sus políticas que contribuyeron a la Gran Depresión. Harry Truman, que actualmente es considerado por la mayoría como un líder distinguido, abandonó Washington como un hombre derrotado.



Otro fallo que reconoce Merry es que el prisma con el que contemplamos los logros de un presidente cambia con las épocas. Señala que James Polk, que provocó un conflicto militar con México, cayó en desgracia después de Vietnam e Irak, ya que algunos historiadores encuentran en el espíritu aventurero de Polk las tendencias imperialistas que observan en los partidarios de nuestras guerras más recientes e impopulares. El legado de Andrew Jackson también ha perdido lustre, ya que sus políticas contra los indios influyen a la hora de evaluar su mandato.



Si resulta difícil elaborar una regla práctica para clasificar a los presidentes, también lo es extraer un significado de todo el tema. Dice mucho a favor de Merry su insistencia en que no pueden descartarse con facilidad las opiniones que en su día tenía la gente de un presidente, pero demuestra este argumento de manera somera y en la conclusión de cinco páginas del libro no dice nada en absoluto sobre las calificaciones, centrándose en cambio en los poderes y en las limitaciones del cargo de presidente y en su esperanza de que un "líder del destino" surja pronto para guiar a Estados Unidos a través de esta época "de confusión y de problemas, de amenaza económica y de desafíos mundiales, y de mucho rencor y de abuso de la retórica". (Afirma que Barack Obama poseía antes este potencial, pero que ahora es improbable que "forje una nueva era para Estados Unidos".)



Al final, el lector se ve tentado a coincidir con el historiador Thomas Bailey que, en 1966, rechazó la labor de las calificaciones por ser un esfuerzo vano por "medir lo inmedible". De hecho, el difícil objetivo que pretende lograr Merry puede recordar a los expertos arrogantes que suponen, como le dijo un politólogo a un periodista de The New York Times a principios de este año, que "el progreso de la cuantificación... se propagará por el mundo académico, por las empresas y por el Gobierno". Estos profetas, que desconocen la historia, no se dan cuenta de que la moda de la cuantificación ha ido y venido muchas veces. Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que sueñan en sus análisis regresivos. Si bien Where They Stand no cumple el objetivo anunciado por Merry de poner orden en las calificaciones, sí ofrece un recorrido agradable por la historia de la política estadounidense.



Merry, que es un entendido del pasado y que ha leído mucha literatura de expertos, es dado a las opiniones moderadas y prudentes, que argumenta pacientemente con una prosa sencilla. Uno tiene la impresión de que, en el fondo, no es realmente un cuantificador o un sistematizador, y a lo mejor ni siquiera está convencido de su propia afirmación de que el juego de las calificaciones es algo "más que una simple diversión cautivadora". Lo único que quiere es que el lector le acompañe en lo que, a fin de cuentas, es uno de los juegos caseros favoritos de los estadounidenses interesados por la historia, uno que "siempre correrá paralelo a la historia estadounidense".