José Luis Borau. Foto: David S. Bustamante

José Luis Borau, director de westerns que se resistía a aceptar que habían pasado de moda. Que no aceptaba a que otros llevaran las riendas de sus películas, y por eso creó su propia productora, El imán, que le dejara hacer las cosas a su manera. Guionista además de escritor y productor, su cine marcó a toda una generación, tanto de público como de cineastas. No en vano fue profesor de Manuel Gutiérrez Aragón y Pilar Miró. El escritor Bernardo Sánchez Salas le rinde homenaje en 'José Luis Borau. La vida no da para más', presentado pocos días antes del fallecimiento del cineasta.




Vi Brandy con diez años en el gallinero del Teatro Bretón de los Herreros de mi ciudad, Logroño. Es el primer recuerdo asociado a la película: la altura de la localidad, una altura de unas cinco pesetas, justo debajo de la ventanilla de cabina. El vértigo se vio ahondado -y así figura inscrito en mi memoria de espectador- por la nocturnidad, el barro y el dramatismo de un par de secuencias en concreto que, sin embargo, nunca había acertado a reconstruir luego, a lo largo de todo el tiempo transcurrido desde aquella tarde, treinta y cinco años exactamente. Hasta un reciente visionado, provocado por la escritura del presente libro (tributado, por tanto, a Brandy), que me ha permitido identificarlas e incluso revivir su primera impresión. Una de ellas es el asesinato de Chico, el baby-face que ayudaba al sheriff Clymer. No por nada: moría a tiros un alevín que sólo contaba con unos pocos años más que yo. La otra, la pelea final en el barro entre Brandy y Moody, el asesino de Chico.



Cuando yo no sabía ni de la existencia de un tal José Luis Borau, ni de la legendaria Tombstone, ni del OK Corral, ni de más películas del Oeste -aparte de aquella «de Brandy»- que no fueran Siete mujeres para los MacGregor o El día más largo de Kansas City; al no pertenecer a la generación que se destetó con Ford, con Mann, con Hawks, con De Toth, con Wellman, con Daves, con Tourneur, con Dwan, o con Boetticher sino a la que le tocó alimentarse con platos de spaghetti-western y sucedáneos de Zorros,Macistes, Tarzanes y arqueros de Sherwood, la generación para la que -es mi caso, al menos- su primer Fonda sería ya el Jack Beauregard de Mi nombre es ninguno3, Losatumba se convirtió en uno de mis «lugares» primigenios del cine, junto al Nautilus y... Ruritania (pared con pared con Losatumba, como se verá a continuación). No le quedó nada mal al novelista José Mallorquí, por cierto, la traducción literal de Tombstone: Losatumba, El sheriff de Losatumba. Sin embargo, Borau prefirió recuperar el topónimo original, Tombstone, para la ubicación de la acción de su versión. El Losatumba que permaneció intermitentemente en el subtítulo de la película -Brandy. El sheriff de Losatumba- me retumbaba (dos veces «tumba») en los oídos, así como los dos sustantivos que la formaban, sheriff, Losatumba, vinculados al recuerdo de la oscuridad del poblado y a aquel tipo rubio con camisa blanca -Brandy- que deambulaba dando «tumbos», precisamente, por su calle principal produciéndome una sensación fantasmal. Con razón Borau hablaría un día del western como de un ghost paradise.



Quizás no fuera ajeno a la huella que me dejó Brandy cierta correlación infantil o «niñoide», por utilizar un adjetivo caro a Borau. Yo tenía entonces diez años y llevaba ya unas gafas de carey que no me podía quitar ni para bañarme en la piscina. El crítico de Film Ideal Ramón G. Redondo se refirió a la sinopsis de la película que se incluía en su press-book de 1964 como un relato contado por «un chico de nueve años: con cierto primitivismo natural, no exento de encanto ni de faltas de redacción» y a José Luis Borau como «un niño que utiliza gafas de concha, como todos los niños intelectuales del mundo. Un primitivo con gafas»4. Yo que creo, desde luego, que en la modesta Brandy ya se planteaban algunos elementos fundamentales de toda la cinematografía -escrita y/o rodada- del futuro Borau (la extraterritorialidad, lo rural, la violencia, la «familia», la orfandad, el problema de la «hombría», la marginalidad), y que desde Hay que matar a B (1973) hasta Leo (2000) pasando por Furtivos (1975) o Río abajo (1984) son mayoría las películas suyas en las que podríamos advertir un western subyacente. Veo también que el juego infantil, la necesidad de «grupo» y la alegría ingenua (por alcoholizada e inocente) de ese «niño grande » que es el alias Brandy troquelaban un prototipo de «niño nadie» muy propio de Borau. Incluso volveria a revivir el duelo en el barro entre Brandy y Moody en la pelea que mantendrán, también el barro, Chuck -otro niño- y Mitch, el veterano border patrol, en Río abajo.



Brandy, de hecho, cuenta la transformación de un niño en hombre; relata una redefinición de personalidad. El borracho «adánico» que lucha contra su imagen en el espejo del Saloon y cuyo hogar es la cárcel -donde duerme, canta, fuma y come de la compota y del pastel que le trae Eva; donde en definitiva tiene a su «familia»- será llamado a la responsabilidad adulta que comporta el cargo de sheriff: ser un hombre. Ya advierte el juez Stauffer a la comunidad de Tomsbtone que la condición principal que ha de poseer el candidato a sheriff es «que sea todo un hombre». Ésa será la tarea de Robert Perkin «Brandy», y se supone que sería la mía, a la vuelta del tiempo, de poco tiempo.



Brandy, lo he comprobado ahora claramente, con cuarenta y cinco años, resultaba un tipo simpático para un niño de mi edad. Se reía mucho, era bromista y quijotesco; bailaba, jugaba y era despreciado como se desprecia a los locos, a los viejos y a los niños. Brandy era fraternal (con qué abrazo de hermano saluda a Steve Tunnell cuando éste regresa al pueblo tras su paso por prisión) y muy doméstico. No hay más que ver cómo la cámara, mediante un travelling en retroceso, agrupa a la familia que se ha formado en la cárcel: él, Chico, el sheriff Clymer y Eva, que es novia, pero también «hermana».



Borau, a tenor del personaje de Brandy, dota a la película -sobre todo a algunas secuencias- de un tono de burlesque. El episodio en que Brandy se las arregla para robar la caja fuerte del banquero Justus en sus propias narices podría ser un número de Laurel y Hardy en el Oeste5, pareja fundamental en la diversión de Borau. Pero lo que es seguro -porque lo ha contado- es que la Eva de Brandy era la Mary Roberts de esa comedia. Los cuatro intertítulos que jalonan la narración de Brandy acusan un aire de cine silente de caballistas, espadachines y tartazos; un cine alegre, lúdico y primitivo. Desde el principio de su profesión, Borau se prometió serle fiel a la alegría. En 1958 proponía: «Y como nota particular buscaría para mis películas la alegría. Ese sentimiento espléndido que poco a poco va perdiendo Occidente, cuyo refinado humor, más triste cada día, es incapaz de suplirla»6. El instinto del juego -que es una forma de alegría subversiva- sigue definiendo a Borau y a sus personajes, baste citar Niño nadie (1996), Tata mía (1986), Celia (1992) o la inédita La Pajarita de Oro: «Algunas veces me sorprendo a mí mismo enfrente del escaparate de una juguetería, sin saber cómo he llegado hasta allí; y pienso que quizás ha sido mi deseo de jugar lo que me ha conducido», le cuenta a Robert Fiddian [1999: 9].



La Pajarita de Oro, cuyo escenario principal es precisamente el escaparate de los grandes almacenes de ese nombre, es -en parte- una apología del juego, de la representación, del teatro familiar. Aún en 2005, incluye la siguiente advertencia cuando habla -lejos del cine- de las manos en la pinacoteca del Prado: «Jugar es una de las cosas más importantes que hay en la vida, de tal manera que si no jugamos lo suficiente, y sobre todo, no hemos jugado lo suficiente, lo pagaremos».



Brandy fue el primer western de mi vida y ahora sé también, porque lo he certificado revisando periódicos de la época, que la vi exactamente un domingo de enero de 1972. Una sesión continua, de las 4:30 a 12:30, en un programa doble formado por dos reposiciones: Brandy. El sheriff de Losatumba y otra película que luego desvelaré y que también disfrutaría -como mi relación con Borau y su western- de un episodio logroñés, pero que por encima de eso me hace converger de forma bien curiosa con el director de Brandy en las fuentes de la emoción cinematográfica.



Brandy se había estrenado en Logroño, en el mismo Teatro Bretón (de los Herreros), el 6 de noviembre de 1964. Un par de meses después de su estreno en Barcelona, pero ¡tres días antes! de su estreno en Madrid. Componía programa doble con el «reprís» de la película mexicana El tesoro de la muerte9. La gacetilla publicada en la cartelera del diario Nueva Rioja anunciaba Brandy como «¡Una cita con las más vivas y dramáticas emociones del Oeste!»; «Sólo un borracho o un loco podía enfrentarse a los veinte mejores pistoleros de Arizona ».